Fragmento

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   Muerto hasta el anochecer

 

      Soy Leyenda

      El Principito

  Demian

  El proceso

       La interpretación de los sueños

  Sobre Héroes y tumbas

         Conversaciones con Dios

          El camino de las lágrimas

    Juan Salvador Gaviota

 

    La invención de  morel

 

Verónica decide morir

 

     El retrato de Dorian Gray

 

 Una voz en la noche

 

Una partida de ajedrez

 

Emily, la de la Luna Nueva

 

La vida profunda

 

El Unicornio

 

Rosaura a las diez

 

La señora Dallaway

 

 Juegos de la edad tardía

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

MUERTO HASTA EL ANOCHECER

Charlaine Harris

1

Cuando el vampiro entró en el bar, yo llevaba años esperándolo.

Desde que los vampiros habían empezado a salir del ataúd (como se suele decir

medio en broma) cuatro años atrás, había estado deseando que uno viniera a Bon

Temps. Si en nuestro pequeño pueblo ya teníamos a todas las demás minorías, ¿por qué

no la más nueva, los muertos vivientes reconocidos por la ley? Pero, al parecer, el norte

rural de Luisiana no resultaba demasiado atrayente para los vampiros. Por el contrario,

Nueva Orleáns era un auténtico punto focal para ellos: todo por Anne Rice, ¿verdad?

No hay tanta distancia en coche desde Bon Temps a Nueva Orleáns, y todos los

que venían al bar decían que, en aquella ciudad, si tirabas una pedrada a una esquina

acertarías a un vampiro. Solo que era mejor no hacerlo.

Pero yo estaba esperando mi propio vampiro.

Se puede decir, sin miedo a equivocarse, que no salgo mucho. Y no es porque no

sea guapa. Lo soy: rubia, de ojos azules y veinticinco años, y mis piernas son firmes,

mis pechos apreciables y tengo una cintura de avispa. Tengo muy buen aspecto con el

uniforme de camarera de verano que nos dio Sam: pantaloncitos negros, camiseta y

calcetines blancos y unas Nike negras.

Pero tengo una discapacidad. O al menos yo trato de considerarla así. Los clientes

del bar simplemente dicen que estoy loca.

En cualquier caso, el resultado es que casi nunca tengo una cita. Así que cualquier

detalle es muy importante para mí. Y él se sentó en una de mis mesas: el vampiro.

Supe de inmediato lo que era. Me sorprendió que nadie más se girara para

contemplarlo. ¡No se daban cuenta! Pero vi que su piel resplandecía levemente y estuve

segura.

Podría haber bailado de alegría, y de hecho me marqué unos pasos junto a la

barra. Sam Merlotte, mi jefe, alzó la mirada del cóctel que estaba mezclando y me

dedicó una leve sonrisa. Cogí una bandeja y el bloc y me dirigí a la mesa del vampiro.

Confié en que mi pintalabios se mantuviera todavía en su sitio y que la coleta estuviera

bien puesta. Soy bastante nerviosa, y noté que una sonrisa me tiraba hacia arriba de las

comisuras de los labios.

Él parecía perdido en sus pensamientos, así que pude echarle un buen vistazo

antes de que alzara la mirada. Calculé que rondaba el metro ochenta. Tenía el pelo

castaño y largo, peinado recto hacia atrás; le llegaba hasta el cuello y sus largas patillas

parecían de alguna manera anticuadas. Era pálido, por supuesto; de hecho estaba

muerto, si haces caso a las viejas leyendas. La teoría políticamente correcta, la que los

propios vampiros respaldan en público, afirma que aquel chico fue víctima de un virus

que lo dejó en apariencia muerto durante un par de días y, a partir de ese momento,

alérgico a la luz del sol, a la plata y al ajo. Los detalles dependían del periódico que

escogieras: en aquellos días, estaban llenos de artículos sobre vampiros.

El caso es que tenía unos labios adorables, esculpidos con delicadeza, y cejas

oscuras y arqueadas. Su nariz surgía de forma súbita justo entre los arcos, como la de un

príncipe de un mosaico bizantino. Cuando al fin alzó la vista, descubrí que sus iris eran

incluso más oscuros que su pelo, y la córnea de los ojos extraordinariamente blanca.

–¿En qué puedo servirle? –le pregunté, feliz casi más allá de las palabras. Él alzó

las cejas.

3

–¿Tenéis sangre sintética embotellada? –preguntó.

–¡No, lo siento! Sam encargó algunas botellas, deberían llegar la semana que

viene.

–Entonces vino tinto, por favor –dijo con una voz fina y clara, como un riachuelo

sobre piedras alisadas. Me reí en voz alta, pues era demasiado perfecta.

–No se enfade con Sookie, señor, está loca–intervino una voz familiar desde el

reservado que había junto a la pared. Toda mi alegría se desinfló, aunque pude notar que

la sonrisa aún tensaba mis labios. El vampiro me miraba fijamente, contemplando la

vida que desaparecía de mi cara.

–Le traeré su vino de inmediato –dije, y me alejé con grandes zancadas, sin mirar

siquiera el rostro engreído de Mack Rattray. Iba al bar casi cada noche; él y su esposa

Denise. Yo los llamaba la Pareja Rata. Habían hecho todo lo posible por hacerme la

vida miserable desde que se trasladaron a la caravana de alquiler en Four Tracks Corner.

Por aquel entonces abrigaba la esperanza de que se largaran de Bon Temps tan de

improviso como habían venido.

La primera vez que entraron en Merlotte's, escuché sus pensamientos sin ninguna

discreción. Lo sé, es algo muy ordinario por mi parte, pero estaba aburrida de todos los

demás, y aunque me paso la mayor parte del tiempo bloqueando los pensamientos de la

gente que tratan de colarse en mi cerebro, a veces me rindo. Así que conocía algunas

cosas de los Rattray que tal vez nadie más supiera. Para empezar, sabía que habían

estado en la cárcel, aunque no por qué. Además, había leído los sucios pensamientos a

los que se entregaba Mack Rattray sobre una servidora. Y después escuché en la mente

de Denise que había abandonado a un bebé que tuvo dos años antes, un niño que no era

de Mack.

Y encima no dejaban propina.

Sam llenó un vaso con el tinto de la casa y lo puso encima de la bandeja mientras

observaba de reojo la mesa del vampiro. Cuando me devolvió la mirada, tuve claro que

él también sabía que nuestro nuevo cliente era un no–muerto. Los ojos de Sam también

son azules, pero de un azul a lo Paul Newman, mientras que los míos son de un azul

grisáceo, neblinoso. Sam también es rubio, pero con el pelo áspero, y de hecho no es del

todo rubio, sino de una especie de dorado al rojo vivo. Siempre está algo quemado por

el sol y, aunque parece enjuto con esas ropas, lo he visto descargar camiones con el

pecho descubierto y tiene fuerza de sobra en el torso. Nunca escucho sus pensamientos;

es mi jefe, y en el pasado ya he tenido que dejar más de un trabajo por descubrir cosas

de mis jefes que hubiera preferido no conocer.

Pero Sam no hizo ningún comentario, se limitó a entregarme el vino. Miré el vaso

para asegurarme de que estuviera bien limpio y regresé a la mesa del vampiro.

–Su vino, señor–dije ceremoniosamente, antes de colocarlo con cuidado sobre la

mesa, justo delante de él. Me volvió a mirar y yo contemplé todo lo que pude sus

adorables ojos–. Que le aproveche –añadí con satisfacción. Detrás, Mack Rattray gritó.

–¡Eh, Sookie, aquí necesitamos otra jarra de cerveza!

Suspiré y me volví para cogerla jarra vacía de la mesa de los Ratas. Me fijé en que

Denise estaba en buena forma esa noche: vestía un top sin mangas y unos pantalones

muy cortos, y su mata de pelo castaño formaba una maraña a la moda. Denise no era

realmente guapa, pero sí tan ostentosa y segura de sí misma que uno tardaba un tiempo

en darse cuenta de lo escaso de su belleza.

 

4

Un ratito después, observé para mi decepción que los Rattray se habían trasladado

a la mesa del vampiro y estaban charlando con él. Pude comprobar que él no respondía

demasiado a menudo, pero tampoco se marchaba.

–¡Mira eso! –comenté disgustada a Arlene, mi compañera camarera. Arlene es

pelirroja, pecosa y diez años mayor que yo. Ha estado casada cuatro veces, tiene dos

hijos y, de vez en cuando, creo que me considera el tercero.

–Un nuevo chico, ¿eh?–respondió, con poco interés. Arlene sale ahora con Rene

Lenier, y aunque no soy capaz de detectar atracción entre ellos, parece bastante

satisfecha. Creo que Rene fue su segundo marido.

–Bueno, es un vampiro –añadí, solo para compartir mi interés con alguien.

–¿En serio? ¿Aquí? Vaya, fíjate–dijo, sonriendo un poco para demostrar que

comprendía mi alegría–. Aunque no puede ser demasiado listo, dulzura, si está con los

Ratas. Por otro lado, lo cierto es que Denise está dedicándole todo un espectáculo.

Me di cuenta de ello después de que Arlene me lo señalara. Ella es mucho mejor

que yo valorando las situaciones sexuales, gracias a su experiencia y a mi falta de la

misma.

El vampiro estaba hambriento. He oído muchas veces que la sangre sintética que

desarrollaron los japoneses bastaba para la nutrición de los vampiros, pero que no

llegaba a satisfacer verdaderamente su hambre, por lo que de vez en cuando ocurrían

"desafortunados incidentes" (ese era el eufemismo vampírico para el asesinato de un ser

humano por su sangre). Y allí estaba Denise Rattray, acariciándose la garganta, girando

el cuello de lado a lado... Qué zorra.

 

Soy Leyenda

Por Richard Matheson

Los hombres vestidos de oscuro tenían una clara idea de lo que hacían. Había siete

vampiros en la calle; seis hombres y una mujer. Los rodearon a todos, los sujetaron por

los brazos, y hundieron en su cuerpo las picas afiladas como cuchillos. La sangre corría a

mares por la calle, y los vampiros fueron muriendo, uno a uno. Neville se estremeció.

¿Era ésta la nueva sociedad de la que Ruth le había hablado? ¿Y tenían que actuar así,

ensañándose de un modo tan ciego y brutal? ¿Por qué venían de noche, cuando era

mucho menos violento matarlos de día?

Apretó los puños. Aquella metódica carnicería no le gustaba. Esos hombres parecían

asesinos, y no seres que defendían su existencia. Había advertido una expresión de

maligno triunfo en los rostros iluminados por la luz de los faros. Eran rostros crueles, sin

emoción. De pronto Neville se detuvo a pensar. ¿Dónde estaba Ben? Miró arriba y abajo

de la calle, pero no vio ningún rastro de él. No quería que matasen a Ben Cortman, no

quería que lo destruyesen de esa manera. Estupefacto, se dio cuenta de que sentía más

simpatía por los vampiros que por esos seres.

Ahora los siete vampiros yacían inertes en sus charcos de sangre. Los faros, sin cesar

de moverse, iluminaban la noche. Un rayo enceguecedor enfocó la mirilla. Neville se

retiró. Luego la luz se alejó, y miró de nuevo.

Se oyó un grito. Los ojos de Neville siguieron la luz. Se puso tenso. Cortman estaba en

el tejado de la casa de enfrente. Trepaba lentamente tratando de alcanzar la chimenea,

con el cuerpo aplastado contra las tejas.

Neville comprendió de pronto que aquella alta chimenea había sido el escondite de

Cortman durante este tiempo. Apretó las mandíbulas. Cortman no merecía morir en

manos de aquellos desconocidos. Objetivamente, era un absurdo; pero así lo sentía.

Aquellos seres no podían apropiarse del descanso de Cortman. Pero él, Neville, no podía

intentar nada.

Con una mirada de desaliento, vio que los focos apuntaban hacia el cuerpo encogido

de Cortman. Las manos pálidas buscaban lentamente algún asidero. Se movía

lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. ¡Apresúrate!, pensó Neville, pero

no lo dijo en voz alta. Sintió que se le contraía él cuerpo, que luchaba junto con Cortman,

imitando aquellos movimientos de agonía.

Los hombres, sin pronunciar orden alguna, alzaron de pronto sus rifles y el ruido de los

disparos desgarraron la noche.

Neville sintió como si las balas entraran en su propia carne. Cortman se retorció bajo

los impactos y Neville se estremeció convulsivamente.

Cortman siguió retorciéndose. Neville vio la cara blanca y tensa. Ha llegado el fin de

Oliver Hardy, pensó, la muerte de las comedias y las risas. No oía ya el ruido de los

disparos. Ni siquiera notaba cómo las lágrimas le corrían por la cara.

Ben Cortman estaba de rodillas ahora, y trataba de agarrarse a la chimenea con dedos

inseguros. Se retorció aún más, alcanzado por otras balas. Sus ojos oscuros brillaban a la

luz de los faros; su boca dejaba escapar un quejido silencioso.

Al fin se puso de pie, apoyado en la chimenea, y Neville, palideciendo, vio cómo alzaba

la pierna derecha.

En ese instante se oyó el ruido de la ametralladora. Durante un momento, Cortman

recibió de pie los impactos, con las manos en alto y con expresión de desafío en su cara

blanca.

—Ben —murmuró Neville entrecortadamente.

El cuerpo de Cortman se dobló por la cintura y cayó hacia adelante. Perdió el equilibrio

y rodó lentamente por el tejado inclinado, y por fin cayó al vacío. Siguió un silencio, y

Neville oyó el cuerpo estrellándose contra la calle. Cerró los ojos. Los hombres se

acercaban a Cortman esgrimiendo sus picas.

 

Juegos de la edad tardía

Por Luis Landero

Primera parte -  Capítulo Primero

"La mañana del 4 de octubre Gregorio Olías se levantó más temprano de lo habitual. Había pasado una noche confusa, y hacia el amanecer creyó soñar que un mensajero con antorcha se asomaba a la puerta para anunciarle que el día de la desgracia había llegado al fin: "¡Levántate, pingüino, que ya se oyen cerca los tambores!", le dijo"…Luis Landero

"Y en cuanto al desajuste de la época, razonó que la levita había pasado de moda, pero no así el anacronismo".Luis Landero

"Es bueno tener en cultivo algunos vicios como pueden ser fumar, comer cerdo, beber alguna sobrecopa o no hacer gimnasia, para que si algún día cae uno enfermo tenga el médico algo que prohibir, y uno sane. Pero si uno es todo virtud, en cayendo enfermo morirá, por impotencia de mejora". Luis Landero

"Faroni es la brisa mágica de un ideal de oro" Luis Landero

"No hay profeta sin panorámica. No hay religión sin montes. El paria baja a un burdel, peor el vidente escala una colina. Pueden que ambos anden con los zapatos rotos, pero quien gasta túnica mal podrá llevar nunca la camisa por fuera." Luis Landero

"En la penumbra se renueva el amor, y la misma prudencia nos aconseja ser más atrevidos" Luis Landero

EPÌLOGO

- Pues entonces, ¡no se hable más! Y ahora por el camino veremos cómo le llamamos al pozo, a la huerta y al perro que tengo pensado comprar. Y también quiero que me cuentes cómo te escapaste de la cárcel, y de muchas cosas de la vida de gran Faroni, que siempre deseé saber. Por ejemplo, cuál era su comida favorita, y si usaba o no camiseta. ¿Vamos?

- ¡Adelante! - gritó Gregorio, y salieron juntos a la calle.

 

 

 

La Señora Dalloway

Por Virginia Woolf

La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores.

Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente. Había que desmontar las puertas; acudirían los operarios de Rumpelmayer. Y entonces Clarissa Dalloway pensó: qué mañana diáfana, cual regalada a unos niños en la playa.

¡Qué fiesta! ¡Qué aventura! Siempre tuvo esta impresión cuando, con un leve gemido de las bisagras, que ahora le pareció oír, abría de par en par el balcón, en Bourton, y salía al aire libre. ¡Qué fresco, qué calmo, más silencioso que éste, desde luego, era el aire a primera hora de la mañana. . .! como el golpe de una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante, y sin embargo (para una muchacha de dieciocho años, que eran los que entonces contaba) solemne, con la sensación que la embargaba mientras estaba en pie ante el balcón abierto, de que algo horroroso estaba a punto de ocurrir; mirando las flores mirando los árboles con el humo que sinuoso surgía de ellos, y las cornejas alzándose y descendiendo; y lo contempló, en pie, hasta que Peter Walsh dijo: "¿Meditando entre vegetales?"—¿fue eso?—, "Prefiero los hombres a las coliflores"—¿fue eso? Seguramente lo dijo a la hora del desayuno, una mañana en que ella había salido a la terraza. Peter Walsh. Regresaría de la India cualquiera de estos días, en junio o julio, Clarissa Dalloway lo había olvidado debido a lo aburridas que eran sus cartas: lo que una recordaba eran sus dichos, sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, sus malos humores, y, cuando millones de cosas se habían desvanecido totalmente —¡qué extraño era!—, unas cuantas frases como ésta referente a las verduras.

Se detuvo un poco en la acera, para dejar pasar el camión de Durtnall. Mujer encantadora la consideraba Scrope Purvis (quien la conocía como se conoce a la gente que vive en la casa contigua en Westminster); algo de pájaro tenía, algo de grajo, azul-verde, leve, vivaz, a pesar de que había ya cumplido los cincuenta, y de que se había quedado muy blanca a raíz de su enfermedad. Y allí estaba, como posada en una rama, sin ver a Scrope Purvis, esperando el momento de cruzar, muy erguida.

 

 

 

 

Rosaura a las diez

Por Marco Denevi

1  

           DECLARACIÓN DE LA SEÑORA

      MILAGROS RAMONEDA, VIUDA DE PERALES,

    PROPIETARIA DE LA HOSPEDERÍA LA MADRILEÑA

 DE LA CALLE RIOJA, EN EL ANTIGUO BARRIO DEL ONCE

 

     1

     Todo esto comenzó, señor mío, hará unos seis meses, aquella mañana en que el cartero trajo un sobre rosa con un detestable perfume a violetas. O quizá no, quizá será mejor que diga que empezó hace doce años, cuando vino a vivir a mi honrada casa un nuevo huésped que confesó ser pintor y estar solo en el mundo.

  Aquéllos eran otros tiempos, ¿sabe usted?, tiempos difíciles, sobre todo para mi, viuda y con tres hijas pequeñas. Los pensionistas escaseaban, y los pocos que había eran, hablando mal y pronto, de culo mal asentado, quiero decir, que hoy estaban en una pensión y mañana en otra y en todas dejaban un clavo, o, apenas usted se descuidaba, le convertían su honrada casa en un garito o alguna cosa peor, de modo que a los dueños de hospederías decentes nos era necesario, sí queríamos conservar la decencia y la hospedería, un arte nada fácil, ahora desconocido y creo que perdido para siempre: el arte de atraer, seleccionar y afincar, mediante cierta fórmula secreta, hecha a base de familiaridad y rigor, una clientela más o menos honorable.

   Había que estar en guardia con los estudiantes de provincias, gente amiga de trapisondas, muy alegre, sí, muy simpática, pero que después de comerle el grano y alborotarle el gallinero, se le iba una noche por la ventana y la dejaban a una, como dicen, cacareando y sin plumas; y también con esas damiselas que, vamos, usted me entiende, que se acuestan al alba y se levantan a la hora del almuerzo, y usted se pregunta de qué viven, porque trabajar no las ve; y aun con cienos caballeros solos y distinguidos, como ellos mismos se llaman, de los que prefiero no hablar. Y todavía me dejo en el buche otros peligros más frecuentes, aunque menos disimulados, como, pongamos por caso, los artistas de teatro, y líbreme Dios si andaban en gira, peligros, sin embargo, que a la fin resultaban menos temibles que los otros que le dije, porque llevaban la luz roja encendida al frente y era posible esquivarlos a tiempo y desde lejos.

   Pero el hombre que aquella mañana vino a llamar a la puerta de mi honrada casa me pareció, a primera vista, completamente inofensivo. Era el mismo hombrecito pequeñín y rubicundo que usted conoce, porque, ahora que caigo en ello, le diré que los años no han pasado para él. La misma cara, el mismo bigotito rubio, las mismas arrugas alrededor de los ojos. Tal cual usted lo ve ahora, tal cual era en aquel entonces. Y eso que entonces era poco más que un muchacho, pues andaría por los veintiocho años.

   La primera impresión que me produjo fue buena. Lo tome por procurador, o escribano, o cosa así, siempre dentro de lo leguleyo. No supe en un primer momento de dónde sacaba yo esa idea. Quizá de aquel enorme sobre todo negro que le caía, sin mentirle, como un cajón de muerto. O del anticuado sombrerito en forma de galera que, cuando salí a atenderlo, se quitó respetuosamente, descubriendo un cráneo en forma de huevo de Pascua, rosado y lustroso y adornado con una pelusilla rubia. Otra idea mía: se me antojó que el hombrecito estaba subido a   algo. Después hallé la explicación. Calzaba unos tremendos zapatos, los zapatos más estrambóticos que he visto yo en mi vida, color ladrillo con aplicaciones de gamuza negra, y unas suelas de goma tan altas, que parecía que el hombrecito había andado sobre cemento fresco y que el cemento se le había pegado a los zapatones. Así quería él aumentarse la estatura, pero lo que conseguía era tomar ese aspecto ridículo del hombre calzado con tacos altos, como dicen que iban los duques y los marqueses en otros tiempos, cuando entre tanto lazo y tanta peluca y tanta media de seda y encajes y plumas, todos parecían mujeres, y, como yo digo, para saber quién era hombre, harían como hacían en mi pueblo con los chiquillos que por los carnavales se disfrazaban de mujer.  

El unicornio

Por Manuel Mujica Lainez

Esta es la historia de un hada, la vida de un hada; que quien no crea en las hadas, cierre este libro y lo arroje a un canasto o lo reduzca al papel suntuario de relleno de su biblioteca, lamentando el precio seguramente substancioso que habrá pagado por su gruesa estructura. Al proceder así y al no tener en cuenta que todo, absolutamente todo, en este mundo inexplicable, funciona por razones que se nos escapan, su escepticismo anticuado, que tacharía de victoriano, de no mediar mi respeto por esa gran reina, lo privará de enterarse de asuntos de interés trascendente. Lo siento de antemano por él: hay dos modos de ser un pobre de espíritu; hay distintos modos de andar por la Tierra tildándola de insípida, aburriéndose, dejándose morir de monotonía y de tedio; y uno de ellos -tal vez el más tonto- consiste en negarse a probar la sal y la pimienta ocultas que la sazonan la magia. En cuanto a la idea de rechazar la existencia de las hadas, hadas malas y hadas buenas.., es menester ser ciego para no verlas, para no reconocerlas, pues su enjambre pulula doquier. Por obvias razones, me unen a cada una de ellas lazos de afecto o de aversión. Las hay ricas, extravagantes, que derrochan en Venecia, en Montecarlo. Son esas fabulosas, inmemoriales mujeres, cuyas edades, rentas y procedencias se ignoran, que les imponen a las ruletas malabarismos estupendos, como la sospechosa complacencia de reincidir en el mismo número más vueltas de lo previsible, mientras lo siguen cargando de fichas con ademanes indolentes y expelen el humo de sus largas boquillas. O esas otras que, de la noche a la mañana, decoran sus departamentos de París y de Nueva York con tapices góticos desconocidos, soberbios, asombro y desesperación de los marchands, que ellas conservan de su propia belle epoque medioeval, en subterráneos arcones de abandonados castillos y abadías. O las que, fieles a su vocación primordial, se dedican a sacudir las mesas del espiritismo y a organizar el trajín de las casas embrujadas. O aquellas, caritativas, que ayudan a la gente, pero de una manera fantástica, a menudo arbitraria o errónea. Y las zalameras que no renuncian a sus características de sempiternas enamoradas sensuales y, como cuando revolotean sobre el Valle Sin Regreso de la floresta de Brocelandia, don­de Morgana enclaustró al bello caballero Guyomar y a muchos aman­tes perjuros, o sobre la isla de Avalon, a donde un hada se llevó secuestrado al doncel Lanval (y fueron felices), siguen dándose maña, a pesar de su ancianidad evidente, para raptar jovencitos que ansían progresar económicamente, quienes luego desfilan de su brazo, bien vestidos y enjoyados, por los halls de los hoteles internacionales. O aquellas, más aplicadas, más respetables, densas de generosa voluntad científica, que zumban y soplan sobre las cabezas fatigadas de los inventores y les sugieren ideas pasmosas, pero que ahora se van quedando atrás, sumergidas por el alud de las cifras, de las fór­mulas y de las máquinas electrónicas, y miran multiplicarse en torno las expresiones que no entienden y que convulsionan a un mundo que se les desliza entre las manos aéreas y que no les pertenece ya. Y así sucesivamente. Hay hadas y hadas y hadas. Cuchichean, ron­ronean, como insectos impalpables, por los caminos de la Tierra estúpida. Yo soy una de ellas. Hay ángeles también. Que el sensible lector se convenza: hay, como en la Edad Media, hadas y ángeles, que eso fue la Edad Media: el Hada y el Angel y el Demonio. 

 

La vida profunda

Por Maurice Maeterlinck

    Bueno es recordar a los hombres que el más humilde de ellos tiene el deber de esculpir, conforme a un modelo divino que él no elige, una gran personalidad moral, compuesta de él mismo y del ideal en partes iguales; y que lo que vive con plena realidad, ciertamente es eso.

   Es necesario que todo hombre encuentre para sí una posibilidad particular de vida superior a la humilde e inevitable realidad cotidiana. No hay fin más noble para nuestra vida. Lo que nos distingue a los unos de los otros son las relaciones que tenemos con el infinito. El héroe no es más grande que el mísero que marcha a su lado, sino porque en cierto momento de su existencia tuvo una conciencia más viva de una de esas relaciones. Si es verdad que la creación no se detiene en el hombre y que nos rodean seres superiores e invisibles, esos seres no nos son superiores sino porque tienen con el infinito relaciones que ni siquiera podemos sospechar.

  Nos es posible multiplicar estas relaciones. En la vida de todo hombre ha habido un día en que el cielo se abrió de por sí, casi siempre, de ese instante data la verdadera personalidad espiritual de un ser. Fue en ese instante cuando se formó sin duda la invisible y eterna fisonomía que mostramos sin saberlo a los ángeles y a las almas. Mas para la mayor parte de los hombres el cielo no se abre así más que por casualidad. No escogieron el rostro por el cual los ángeles los reconocen en el infinito y no saben ennoblecer y purificar sus facciones. Sólo nacieron de una alegría, de una tristeza, de un terror, o de un pensamiento accidental.

   Nacemos verdaderamente el día en que por primera vez sentimos profundamente que hay algo grave e inesperado en la vida. Unos observan de pronto que no se encuentran solos bajo la bóveda celeste. Otros, dando un beso o vertiendo unas lágrimas, caen bruscamente en la cuenta de que «la fuente de todo lo que hay de mejor y de santo desde el universo hasta Dios está oculta detrás de una noche llena de estrellas demasiado lejanas»; un tercero vio extenderse una mano divina entre su alegría y su felicidad y otro comprendió que los muerto tienen razón. Otro tuvo piedad, otro admiró y otro tuvo miedo. Con frecuencia no se necesita casi nada; una palabra, un gesto, una pequeña cosa que ni siquiera es un pensamiento. «Antes te quería como a un hermano», dijo un héroe de Shakespeare ante un acto que admira; «antes te quería como a un hermano; pero ahora te respeto como a un alma». Es probable que aquel día viniera un ser al mundo.


Fuente: Maurice Maeterlinck, "La vida profunda", en La inteligencia de las flores, Colección Biblioteca Personal Jorge Luis Borges, Hyspamérica Ediciones Argentina, Buenos Aires, 1985, pp. 237-250.  

 

 

 

 

Emily, la de la Luna Nueva

Por L. M. Montgomery

 

Capítulo 1: La casa Hondonada

La casa de la hondonada quedaba "a un kilómetro de cualquier parte", según decía la gente de Maywood. Estaba situada en un vallecito cubierto de césped y parecía no haber sido construida como otras casas, sino haber crecido allí, como un gran hongo castaño. Se llegaba a ella por un largo camino verde y estaba casi oculta a la vista por un círculo de abedules jóvenes. Desde ella no se vela ninguna otra casa, pues el pueblo quedaba del otro lado de la colina. Ellen Greene decía que era el lugar más solitario del mundo y juraba que no se habría quedado allí ni un día solo, de no ser porque le daba pena la niña.

Emily no sabia que se compadecían de ella ni sabia que quería decir la palabra soledad. Ella tenía  compañía suficiente. Estaban papa, Mike y Saucy Sal. La Señora Viento siempre andaba por los alrededores y había árboles: Adán y Eva, y el Pino Gallo y las amistosas señoritas abedules.

Y, además, estaba "el destello". Ella nunca sabía cuando ven­dría, y la expectativa la mantenía emocionada y expectante. Emily había salido a caminar bajo la fría luz del atardecer. Du­rante toda su vida recordó aquel paseo muy vívidamente, tal vez por una cierta belleza misteriosa que hubo en él, tal vez porque él, destello" le llegó por primera vez en semanas, pero más proba­blemente por lo que sucedió al regresar del paseo.

Había sido un día gris y frío de principios de mayo, con una amenaza de lluvia que no llegaba a cumplirse. Papá había estado todo el día recostado en el diván de la salita. Había tosido mucho y casi no le había hablado a Emily, lo cual era en él algo muy inusitado. Había estado casi todo el tiempo con las manos entre­lazadas por debajo de la cabeza y los grandes ojos azules, oscuros y hundidos, fijos, soñadores y sin verlo, en el cielo cubierto de nubes que se alcanzaba a ver por entre las ramas de los grandes abetos del jardín del frente. Adán y Eva, les decían siempre a esos abetos, por un gracioso parecido que Emily había encontrado entre su posición con referencia a un pequeño manzano que ha­bía entre los dos y la posición de Adán y Eva y el Árbol del Cono­cimiento en uno de los libros de Ellen Greene. El Árbol del Co­nocimiento era idéntico al rechoncho manzanito, y Adán y Eva se erigían a ambos lados de éste tan rígidos y erguidos como los abetos.

Emily se preguntó qué pensaría su padre, pero nunca lo mo­lestaba con preguntas cuando él tenía mucha tos. Sólo deseaba tener alguien con quien hablar. Ellen Greene tampoco quería hablar ese día. No hacía más que gruñir, y los gruñidos querían decir que Ellen estaba molesta por algo. Había gruñido la noche anterior cuando el médico había hablado en susurros con ella en la cocina, y había gruñido cuando le dio a Emily, antes de que se fuera a la cama, pan con melaza. A Emily no le gustaba el pan con melaza, pero se lo comió porque no quería lastimar los senti­mientos de Ellen. No era frecuente que Ellen le diera algo de comer antes de que se fuera a la cama y, cuando lo hacía, era porque, por alguna razón, quería conferirle un favor especial.

Emily esperaba que el ataque de gruñidos se disipara durante la noche, como por lo general ocurría, pero no fue así, de modo que no podía esperarse compañía de Ellen. Si bien Ellen no era una gran compañía en otros momentos, tampoco. Una vez, en un arranque de exasperación, Douglas Starr le había dicho a Emily que "Ellen Greene era una gorda perezosa sin la menor impor­tancia", y, cada vez que Emily miraba a Ellen, después de esa fra­se, pensaba que la descripción le encajaba a las mil maravillas.

De modo que Emily se acurrucó en el viejo sillón de respaldo alto, cómodo y raído, a leer El camino del peregrino durante toda la tarde. Emily adoraba El camino del peregrino. Cuántas veces había recorrido el camino derecho y estrecho con Cristiano y Cristiana, aunque nunca las aventuras de Cristiana le gustaban tanto como las de Cristiano. Aunque más no fuera porque con Cristiana siempre había una multitud. Ella no tenía ni la mitad de la fascinación de esa figura intrépida y solitaria que se enfren­taba, totalmente solo, a las sombras del Valle Oscuro y el encuen­tro con Apollyon. La oscuridad y los diablos no son nada cuando uno tiene compañía. Pero... estar sola... ¡ah, Emily se estremecía ante la idea de un horror tan delicioso!

Cuando Ellen anunció que la comida estaba lista, Douglas Starr le dijo a Emily que fuera a comer.

-Yo no quiero cenar esta noche. Me quedaré aquí a descan­sar. Y cuando vuelvas tendremos una conversación de verdad, Duendecito.

Le sonrió con su hermosa sonrisa de siempre, la sonrisa llena de amor que a Emily siempre le parecía tan dulce. Cenó conten­ta, aunque la comida no era buena. El pan estaba húmedo y el huevo medio crudo pero, cosa extraordinaria, se le permitió que Saucy Sal y Mike pudieran quedarse, sentados cada uno a un lado de ella, y Ellen gruñía sólo cuando Emily les daba pedacitos de pan con manteca.

Mike tenía un truco tan bonito de sentarse en las ancas y to­mar los pedacitos de pan con las manitos, y Saucy Sal tenía el suyo: le tocaba el tobillo a Emily casi como una persona cuando demoraba en llegarle el turno. Emily los quería a los dos, pero Mike era su preferido. Era un gato gris oscuro precioso, con unos ojos inmensos como los de una lechuza, y era tan suave, tan pelu­do y gordo. Sal siempre estaba delgada, por más comida que se le diera no engordaba jamás. Emily la quería, pero no le gustaba tanto acariciarla o mimarla, por su delgadez. Sin embargo, había en ella una cierta extraña belleza que a Emily le gustaba. Era gris y blanca, muy blanca, y muy brillante, con una carita larga y puntiaguda, orejas- muy grandes y ojos muy verdes. Era una luchadora temible, y los gatos forasteros quedaban vencidos en la primera vuelta. La intrépida peleadora atacaba incluso a perros y los derrotaba por completo.

Emily adoraba a sus gatitos. Los había criado ella misma, como decía con orgullo. Se los había regalado de pequeños una maestra de la Escuela Dominical.

"Un regalo vivo es tan lindo", le decía a Ellen, "porque sigue haciéndose cada vez más lindo."

Pero le preocupaba mucho el hecho de que Saucy Sal no tuvie­ra gatitos.

-No sé por qué no tiene gatitos -le dijo a Ellen Greene, quejosa-. La mayoría de los gatos tienen tantos gatitos que ni saben qué hacer con ellos.

Después de cenar Emily fue a ver a su padre y lo encontró dormido. Se alegró mucho; sabía que su padre no había dormido casi nada en las últimas dos noches, pero se sintió un poco desilu­sionada porque no iban a tener esa "conversación de verdad". Las conversaciones "de verdad" con papá eran siempre tan deliciosas. Pero entonces lo que podía hacer, como segunda alternativa, era salir a pasear. Una preciosa caminata solita su alma en el atardecer gris de la joven primavera. Hacía tanto tiempo que no salía a caminar.

-Ponte una caperuza y vuelve rápido si empieza a llover -le advirtió Ellen-. Tú no puedes darte el lujo de tomar frío como otros niños.

-¿Por qué no puedo? -preguntó Emily, algo indignada. ¿Por qué a ella iba a negársele "darse el lujo de tomar frío" si otros chicos sí podían? No era justo.

Pero Ellen sólo gruñó. Emily masculló algo entre dientes para su propia satisfacción: "¡Eres una gorda perezosa sin la menor importancia!" y subió a buscar su caperuza, a desgano, porque le encantaba correr con la cabeza descubierta. Se puso la desvaída caperuza azul sobre la larga trenza de cabellos brillantes, renegridos, y le sonrió, cómplice, a su imagen en el espejito verde. La sonrisa comenzaba en las comisuras de los labios y se extendía sobre su rostro lenta, sutil, maravillosamente, como pensaba siempre Douglas Starr. Era la sonrisa de su madre, ahora muerta, lo que lo había atrapado y conquistado hacía tanto tiempo cuando vio por primera vez a Juliet Murray. Parecía ser la única herencia física que Emily tenía de su madre. En todo lo demás, pensaba él, ella era como los Starr: en los ojos grandes, grises, con un destello de púrpura, en esas pestañas tan largas y las cejas negras, en la frente blanca y alta -demasiado alta para ser considerada bella-, en los rasgos delicados del rostro ovalado y de la boca sensible, en las orejitas que tenía, apenas puntiagudas, para demostrar que perte­necía a las tribus del país de los duendes.

-Me voy a caminar con la Señora Viento, querida -dijo Emily-. Ojalá pudiera llevarte conmigo. ¿Sales alguna vez de este cuarto? La Señora Viento va a salir al campo esta noche. Es alta y neblinosa, con un ropaje delgado, de sedas grises, que se agitan en torno de ella, y tiene alas como los murciélagos, sólo que uno puede ver a través de éstas, y ojos resplandecientes como las estrellas que miran por entre sus largos cabellos sueltos. Puede volar, pero esta noche va a caminar conmigo por los campos. Es una gran amiga mía, la Señora Viento. La conozco desde que yo tenía seis años. Somos viejas amigas, pero no tanto como tú y yo, pequeña Emily del espejo. Nosotras somos amigas desde siem­pre, ¿verdad?

Emily le arrojó un beso a la pequeña Emily del espejo, y Emily del espejo desapareció.

La Señora Viento la esperaba afuera, agitando las briznas de pasto que se erguía erecto en el cantero, debajo de la ventana de la salita, hamacando las inmensas copas de Adán y Eva, susurrando entre las verdes ramas brumosas de los abedules, jugando con el Pino Gallo de detrás de la casa, que de verdad parecía un gallo enorme y ridículo, con una inmensa cola arracimada y la cabeza echada hacia atrás, listo para cantar.

Hacía tanto tiempo que Emily no salía a caminar, que estaba loca de alegría. El invierno había sido tan tormentoso y la nieve tan profunda, que no la dejaban salir; en abril había llovido y hecho mucho viento, por eso en ese atardecer de mayo se sentía como una prisionera recién liberada. ¿Adónde iría? ¿Por el arroyo o atravesando los campos hasta los páramos de abetos? Emily eli­gió lo último.

Adoraba los páramos de abetos, allá, al final de la larga pradera en declive. Ese era un lugar donde se hacía magia. Allí más que en ningún otro lugar Emily se encontraba más cerca de esa esencia de hada que era su derecho de nacimiento. Nadie que la viera deslizándose por el campo desnudo la habría envidiado. Era pe­queña y pálida y estaba pobremente vestida; a veces temblaba dentro de su delgado saco y, sin embargo, una reina habría dado con gusto su corona por sus visiones, sus sueños de cosas maravi­llosas. Los pastos marrones y congelados bajo sus pies eran hebras de terciopelo. El viejo abeto, nudoso, lleno de musgo y medio muerto, debajo del cual se detuvo un momento para mirar el cielo, era una columna de mármol en un palacio de los dioses; las distantes colinas en sombras eran las murallas de una ciudad de maravilla. Y, en cuanto a compañeros, ella tenía a todas las hadas del campo, pues aquí podía creer en ellas, las hadas del trébol blanco y de las espigas de flores satinadas, las personitas verdes del pasto, los elfos de los abetos blancos jóvenes, duendes del viento y de los helechos silvestres y de los cardos. Aquí podía suceder cualquier cosa, cualquier cosa podía volverse realidad.

Y los páramos eran un lugar tan espléndido para jugar a las escondidas con la Señora Viento. Ella era tan real allí; si uno lo­graba saltar con la rapidez suficiente al otro lado de un grupito de abetos -claro que no se podía, nunca-, uno podía llegar a verla y sentirla y oírla. Ahí estaba, ése era el borde de su capa gris... no, estaba allá, riendo en la copa de los árboles más altos, y la cacería comenzaba otra vez, hasta que, súbitamente, parecía que la Seño­ra Viento se había ido, y el atardecer quedaba envuelto en un silencio maravilloso, y había una repentina hendija en las nubes arracimadas en el oeste y aparecía un delicioso lago de cielo, páli­do, de un rosa verdoso, con una luna nueva.

Emily se detuvo a mirarlo con las manos enlazadas y la cabecita morena hacia arriba. Tenía que volver a casa y escribir una descripción de lo que veía en el cuaderno amarillo, donde lo últi­mo que había escrito era: "Biografía de Mike". Lo que veía le dolería de tan hermoso hasta que lo escribiera. Entonces se lo leería a papá. No debería olvidarse de cómo las cimas de los árbo­les de la colina se cruzaban como un delicado encaje negro en el borde del cielo rosa verdoso.

Y entonces, por un instante glorioso y sublime, le vino "el des­tello".

Emily lo llamaba así, aunque sentía que la palabra no lo des­cribía con exactitud. No podía describirlo, ni siquiera a su padre, que siempre parecía algo intrigado por él. Emily nunca le había hablado del "destello" a nadie más.

Desde que tenía sentido, Emily siempre había pensado que estaba muy, pero muy cerca, de un mundo de una maravillosa belleza. Entre éste y ella sólo había una delgada cortina; ella nun­ca podía descorrer la cortina, pero a veces, por apenas un mo­mento, un viento la agitaba y entonces era como si ella pudiera vislumbrar el encantador reino del otro lado, sólo un vislumbre, y oía una nota de música extraterrestre.

Ese momento llegaba en raras ocasiones, y se iba rápidamente, dejándola sin aliento, tan indeciblemente delicioso era. Ella nun­ca podía evocarlo, nunca convocarlo, nunca simularlo, pero su magia quedaba en ella durante días. Nunca ocurría dos veces con la misma cosa. Esa noche las ramas oscuras contra el cielo distan­te se lo habían dado. Podía llegar con una nota alta, salvaje, del viento nocturno; con una sombra ondulante sobre un campo maduro; con un gorrión que se había posado en el alféizar de su ventana en medio de una tormenta, con el cántico "Santo, santo, santo" en la iglesia; con un atisbo del fuego de la cocina cuando había vuelto a su casa una oscura noche de otoño; con el azul fantasmal de las palmas escarchadas en una ventana en el crepúscu­lo, con el feliz hallazgo de una palabra nueva cuando ella escribía una "descripción" de algo. Y siempre, cuando le llegaba el destello, Emily sentía que la vida era algo maravilloso y misterio­so, de una belleza persistente.

Volvió correteando a la casa de la hondonada, en medio del crepúsculo cada vez más profundo, entusiasmada con la idea de volver a casa y escribir su "descripción" antes de que la imagen recordada de lo que había visto se borrara. Sabía exactamente cómo empezaría: la oración parecía formarse sola en su cabeza. "La colina me llamó y algo en mí le respondió."

Encontró a Ellen Greene esperándola en el umbral hundido del frente de la casa. Emily estaba tan colmada de felicidad que en ese momento amaba todo, incluso las cosas gordas de ninguna importancia. Echó los brazos alrededor de las rodillas de Ellen y las abrazó. Ellen miró, sombría, su carita extasiada, donde el en­tusiasmo había encendido un rubor de rosas silvestres, y dijo, con un profundo suspiro:

-¿Sabes que tu padre tiene sólo una o dos semanas de vida?

 

 

Una partida de Ajedrez 

Por  Stefan Zweig.

A bordo del trasatlántico que a medianoche debía zarpar rumbo a Buenos Aires reinaban la habitual acucia y el ir y venir apresurado de la última hora. Se confundían y se abrían paso a codazos los allegados que acompañaban a los viajeros; los mensajeros de telégrafos, con las gorras terciadas, recorrían los salones como flechas, gritando tal o cual nombre; se arrastraban baúles y se traían flores; por las escaleras subían y bajaban niños movidos por la curiosidad, en tanto que la orquesta tocaba briosamente la música de acompañamiento de la deck show. Un poco apartado de ese tumulto, estaba yo conversando con un conocido sobre el puente de paseo, cuando a nuestro lado estallaron dos o tres agudos fogonazos de magnesio; algún personaje destacado había sido entrevistado y fotografiado, al parecer, instantes antes de la partida. Mi acompañante miró hacia aquel lado y sonrió:

-Llevan ustedes un tipo raro a bordo, a ese Czentovic.

Debo haber revelado con un gesto harta ignorancia ante esa noticia, pues mi interlocutor agregó en seguida a guisa de explicación:

-Mirko Czentovic es el campeón mundial de ajedrez. Acaba de recorrer Estados Unidos, de este a oeste, interviniendo en torneos, y ahora se dirige a la Argentina, en procura de nuevos triunfos.

Entonces recordé efectivamente el nombre del joven campeón mundial y aun algunos pormenores de su carrera meteórica; mi compañero, un lector de periódicos más asiduo que yo, estaba en condiciones de completarlos con toda una serie de anécdotas.

Aproximadamente un año atrás, Czentovic se había colocado de repente a la altura de los más expertos maestros consagrados del arte del ajedrez, como Alekhine, Capablanca, Tartakower, Lasker, Bogoljubow; desde la presentación, en el torneo de Nueva York de 1922 del niño prodigio de siete años llamado Reshewski, nunca la entrada brusca de un jugador absolutamente desconocido en el glorioso gremio había despertado una sensación tan unánime. Porque las dotes intelectuales de Czentovic no parecían augurarle una carrera tan brillante. No tardó en revelarse el secreto y difundirse la noticia de que el flamante maestro del ajedrez era incapaz, en su vida privada, de escribir una frase sin faltas de ortografía, en el idioma en que fuese, y, según el decir burlón y rencoroso de uno de sus colegas, «su ignorancia era en todas las materias igualmente universal». Era hijo de un paupérrimo remero del Danubio del mediodía eslavo, cuya barca fue echada a pique una noche por una lancha a vapor cargada de cereales. El entonces niño de doce años fue recogido a la muerte de su padre en un acto de piedad por el párroco del apartado lugar, y el buen sacerdote se esforzó honradamente para compensar a fuerza de paciencia lo que el niño, avaro de palabras, apático y de ancha frente, no era capaz de aprender en la escuela de la aldea.

Pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Mirko siempre miraba de hito en hito los signos de la escritura que se le habían explicado cien veces ya; su cerebro trabajaba pesadamente y carecía de fuerza retentiva aun para los objetos más simples de la enseñanza. A la edad de catorce años tenía que recurrir todavía a la ayuda de los dedos para hacer algún cálculo, y la lectura de un libro o del diario significaba aún para el mozo mayorcito un esfuerzo fuera de lo común. Pero a pesar de todo, no podía tildarse a Mirko de reacio o recalcitrante. Hacía de buen grado cuanto se le encomendaba, iba a buscar agua, echaba leña, ayudaba en las faenas del campo, ponía en orden la cocina y cumplía puntualmente, aunque con una lentitud desesperante, todo servicio que se le pedía. El rasgo del terco muchacho que más exasperaba al cura era su indiferencia absoluta y total. No hacía nada que no se le ordenase expresamente, jamás formuló una pregunta, no jugaba con otros niños ni buscaba espontáneamente un entretenimiento. En cuanto Mirko había terminado con los quehaceres de la casa, se quedaba sentado, impasible, con la mirada vacía como la de los borregos en el campo de pastoreo, sin demostrar el más remoto interés en las cosas que ocurrían a su derredor. Al anochecer, cuando el párroco, fumando su larga pipa de campesino, jugaba sus tres habituales partidas de ajedrez contra el sargento de gendarmería, el rubio y apático mozo permanecía sentado junto a él, mudo, mirando bajo los pesados párpados el tablero a cuadros, al parecer soñoliento e indiferente.

Una tarde de invierno, mientras los contrincantes estaban absortos en su partida cotidiana, resonaba en la calle pueblerina, más cerca cada vez, el tintín de un trineo. Un campesino, con la gorra espolvoreada de nieve, entró a grandes trancos para decir que su madre estaba agonizando y rogar al cura se diera prisa para llegar aún a tiempo de impartirle la extremaunción. El sacerdote le siguió sin titubear. A modo de despedida, el sargento de gendarmería, que no había terminado todavía de beber su vaso de cerveza, encendió su pipa y se disponía a calzar de nuevo sus pesadas botas de montar, cuando observó la mirada del pequeño Mirko, fija e inconmovible sobre el tablero, donde habían quedado las piezas de la partida inconclusa.

-¡Ea!, ¿quieres terminarla? -bromeó, absolutamente convencido de que el amodorrado niño no sabría mover debidamente ni una sola pieza sobre el tablero.

Una Voz En La Noche

por William Hope Hodgson.

 

Era un noche oscura y sin estrellas. La falta de viento nos tenía detenidos en el Pacífico norte. No sé cuál era nuestra posición exacta, pues durante un semana fatigosa y jadeante el sol había permanecido oculto detrás de un tenue neblina que parecía flotar sobre nosotros,  aunque a veces descendía para envolver el mar que nos rodeaba.

Ante la falta de viento, habíamos sujetado en posición firme la caña del timón y yo era el único hombre que se encontraba en cubierta. La tripulación, que consistía en dos marineros y un grumete, dormía en su camarote de proa, mientras Will -mi amigo y a la vez patrón de nuestra pequeña embarcación- se hallaba en su litera de popa, en el lado de babor.

De pronto, surgió un llamada de entre las tinieblas que nos rodeaban:

 

-¡Ah de la goleta! -Fue tan inesperada, que la sorpresa me impidió contestar inmediatamente.

 

Volvió a oírse la llamada; un voz curiosamente gutural e inhumana nos llamaba desde algun parte del mar tenebroso, por el lado de babor.

 

-¡Ah de la goleta!

-¡Eh! -grité, después de reponerme un poco de mi sorpresa-. ¿Quién eres? ¿Qué quieres?

-No teman -contestó la voz extraña, que probablemente había captado cierto tono de confusión en la mía-. No soy más que un hombre... anciano.

 

La pausa resultó extraña, pero hasta más adelante no le encontraría sentido.

 

-Si es así, ¿por qué no atracas a nuestro costado? -pregunté con cierta sequedad, pues no me gustaba la insinuación de que me había mostrado un tanto confundido. 

-No. .. no puedo. Sería peligroso. Yo...

 La voz enmudeció y todo volvió a quedar en silencio.

 

-¿Qué quieres decir? -pregunté, cada vez más asombrado-. ¿Por qué sería peligroso? ¿Dónde estás?

 

Escuché durante un momento, pero no hubo respuesta. Y entonces, un sospecha súbita e indefinida, aunque no sabía de qué, se apoderó de mí. Me acerqué rápidamente a la bitácora y saqué la lámpara encendida. Al mismo tiempo golpeé la cubierta con el tacón para despertar a Will. Luego me aproximé de nuevo al costado y proyecté el haz de luz amarilla hacia la silenciosa inmensidad que había más allá de nuestra borda. Al hacerlo, oí un grito leve y sofocado y luego un chapoteo, como si alguien acabase de sumergir los remos precipitadamente. Pese a ello, no puedo decir que viera nada con certeza, excepto, me pareció, que el primer destello de luz había iluminado algo en el agua, allí donde ahora no había nada.

 

-¡Eh! -llamé-. ¿Qué broma es ésta?

 

Pero lo único que oí fueron los confusos ruidos de un embarcación que se alejaba de nosotros y se internaba en la noche.

Entonces oí la voz de Will que venía de popa.

 

-¿Qué pasa, George?

-¡Ven aquí, Will! -dije.

-¿De qué se trata? -preguntó, cruzando la cubierta. Le conté el raro incidente que acababa de producirse. Él me hizo varias preguntas; luego, tras un momento de silencio, hizo bocina con las manos y llamó:

 

-¡Ah del barco!

 

Desde mucha distancia nos llegó débilmente un réplica y mi compañero repitió su llamada. Al poco, después de un breve silencio, el sonido apagado de unos remos fue acercándose a nosotros y, al oírlo, Will volvió a llamar.

Esta vez hubo respuesta.

 

-Apaguen la luz.

-Que me cuelguen si la apago -musité, pero Will me dijo que hiciera lo que ordenaba la voz, así que metí la luz debajo de las amuradas.

-Acerquese más -dijo Will. Siguieron oyéndose los remos. Luego, cuando parecían estar a un media docena de brazas, cesaron de nuevo.

-¡Atraque al costado! -exclamó Will-. ¡A bordo no tenemos nada que deba darle miedo!

-Promete que no mostrarás la luz.

-¿Qué te pasa? -pregunté-. ¿Por qué sientes ese temor infernal a la luz?

-Porque... -empezó a decir la voz y enmudeció de repente.

-Porque ¿qué? -pregunté en seguida. Will me puso un mano en el hombro.

-Cállate durante un minuto, viejo -dijo-. Ya me encargo yo de él.

 

Se inclinó más sobre la borda.

 

-Oiga usted, señor -dijo-. Todo esto es muy extraño..., acercarse a nosotros de esta manera, en medio del bendito Pacífico. ¿Cómo vamos a saber que no se trae algo raro entre manos? Dice que está solo. ¿Cómo podemos saberlo si no le vemos? ¿Cómo... eh? ¿Qué tiene contra la luz, si puede saberse?

 

Cuando Will terminó de hablar, volví a oír el ruido de remos y luego la voz, pero ahora procedía de más lejos y su tono reflejaba una desesperanza y un patetismo tremendos.

 

-Lo siento... ¡Lo siento! No quería molestarlos, pero es que tengo hambre..., y ella también.

 

La voz se apagó y hasta nosotros llegó el ruido de los remos sumergiéndose irregularmente.

 

-¡Alto! -gritó Will-. No quiero ahuyentarte. ¡Vuelve! Esconderemos la luz, si a ti no te gusta.

 

Will se volvió hacia mí:

 

-Todo esto resulta muy extraño, pero creo que no hay nada que temer.

 

Había un interrogante en su tono y le contesté:

 

-Yo tampoco. El pobre diablo habrá naufragado por aquí cerca y se habrá vuelto loco.

 

El sonido de los remos iba acercándose.

 

-Vuelve a guardar la lámpara en la bitácora -dijo Will; luego se inclinó sobre la borda y aguzó el oído.

 

Dejé la lámpara en su sitio y volví a su lado. El ruido de los remos cesó a un docena de metros aproximadamente.

 

-¿No quieres atracar de costado ahora? -preguntó Will con voz tranquila-. He vuelto a meter la lámpara en la bitácora.

-No.... no puedo -repuso la voz-. No me atrevo a acercarme más. Ni siquiera me atrevo a pagar las..., las provisiones.

-Eso no importa -dijo Will, titubeando luego-. Toma toda la comida que quieras...

 

Volvió a titubear.

 

-¡Eres muy bueno! -exclamó la voz-. Que Dios, que todo lo comprende, te recompense por tu...

 

La voz se quebró roncamente.

 

-¿La.... la señora? -dijo de pronto Will-. ¿Está ... ?

-La he dejado en la isla -dijo la voz.

-¿Qué isla? -tercié yo.

-No sé cómo se llama -contestó la voz-. Ojalá... -empezó a decir, pero se calló súbitamente.

-¿No podríamos enviar un barca en su busca? -pregunté a Will.

-¡No! -dijo la voz con un énfasis extraordinario-. ¡Dios mío! ¡No! -Hubo un breve pausa; luego, en un tono que hacía pensar en un reproche merecido, añadió-: Me he aventurado a causa de nuestra necesidad... Porque su agonía me atormentaba.

-¡Soy un bruto despistado! -exclamó Will-. Aguarda un minuto, seas quien seas, y en seguida te traigo algo.

Al cabo de un par de minutos volvió con los brazos cargados de los más variados comestibles. Se detuvo ante la borda.


El RETRATO DE DORIAN GRAY

 

PREFACIO

El artista es el creador de cosas bellas.  Revelar el arte, ocultando al artista: tal es el fin del arte.

 El crítico es aquel que puede traducir en un nuevo modo o una materia distinta su impresión de las cosas bellas.

 La más alta, como la más baja forma de critica, es siempre una especie de autobiografía.

 Los que encuentran un sentido feo en cosas bellas son corrompidos sin ser seducidos. Esto es un defecto.

 Los que encuentran un sentido bello en las casas bellas son los entendimientos cultos. Para éstos todavía hay esperanza.  Son los escogidos aquellos para quienes las cosas bellas sólo significan Belleza.

 No hay libros morales ni inmorales. Los libros están bien o mal escritos. Simplemente.

 La aversión del siglo XIX por el Realismo es la rabia de Caliban al ver su propia faz en un espejo.

 La aversión del siglo XIX por el Romanticismo es la rabia de Caliban al no ver su propia faz en un espejo.

 La vida moral del hombre forma parte de los materiales del artista; pero la moral del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto.

 Ningún artista desea demostrar nada. Hasta las verdades pueden ser demostradas.

 Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista es un imperdonable amaneramiento del estilo.

 Ningún artista es jamás morboso. El artista puede expresarlo todo.

 Pensamiento y palabra son para el artista instrumentos de un arte.

 Vicio y virtud son para el artista materiales de un arte.

 Desde el punto de vista de la forma, el arquetipo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el oficio del actor es el arquetipo.

 Todo arte es ala vez superficie y símbolo.

 Los que van más adentro de la superficie, hácenlo así a cuenta y riesgo propios.

 Los que descifran el símbolo, hácenlo así a cuenta y riesgo propios.

 Es el espectador, y no la vida, lo que realmente el arte refleja.

 Diversidad de opinión sobre una obra de arte prueba que la obra es nueva, compleja y vital.

 Cuando los críticos están en desacorde, el artista esta de acuerdo consigo mismo.

 Podemos perdonar a un hombre que haga una cosa útil, con tal de que no la admire. La sola excusa de hacer una cosa inútil es admirarla inmensamente.

Todo arte es completamente inútil.

 

Verónica decide morir

Paulo Coelho

El día 11 de noviembre de 1997, Veronika decidió que había llegado, por fin, el momento de matarse. Limpió cuidadosamente su cuarto alquilado en un convento de monjas, apagó la calefacción, se cepilló los dientes y se acostó.

De la mesita de noche sacó las cuatro cajas de pastillas para dormir En vez de juntarlas y diluirlas en agua, resolvió tomarlas una por una, ya que existe gran distancia entre la intención y el acto y ella quería estar libre para arrepentirse a mitad de . camino. Sin embargo, a cada comprimido que tragaba se sentía más convencida; al cabo de cinco minutos las cajas estaban vacías.

Como no sabía exactamente cuánto tiempo iba a tardar en perder la conciencia, había dejado encima de la cama una revista francesa, Homme, edición de aquel mes, recién llegada a la biblioteca donde trabajaba. Aún cuando no tuviese ningún interés especial por la informática, al hojear la revista había descubierto un artículo sobre un juego de ordenador (CD—ROM le llamaban) creado por Paulo Coelho, un escritor brasileño al que había tenido la oportunidad de conocer en una conferencia en el café del hotel Gran Unión. Ambos habían intercambiado algunas palabras, y ella había terminado siendo convidada por su editor a una cena que se celebraba esa noche. Pero el grupo era grande, y no hubo posibilidad de profundizar en ningún tema.

El hecho de haber conocido al autor, sin embargo, la llevaba a pensar que él formaba parte de su mundo, y leer algo sobre su trabajo podía ayudarla a pasar el tiempo. Mientras esperaba la muerte, Veronika comenzó a leer sobre informática, un tema que no le interesaba en absoluto, y esto armonizaba con todo lo que había hecho durante toda su vida, siempre buscando lo más fácil o lo que se hallara al alcance de la mano. Como aquella revista, por ejemplo.

Para su sorpresa, no obstante, la primera línea del texto la sacó de su pasividad natural (los somníferos aún no se habían disuelto en el estómago, pero Veronika ya era pasiva por naturaleza) e hizo que, por primera vez en su vida, considerase como verdadera una frase que estaba muy de moda entre sus amigos: «nada en este mundo sucede por casualidad».

¿Por qué aquella primera línea, justamente en un momento en que había comenzado a morir? ¿Cuál era el mensaje oculto que tenía ante sus ojos, si es que existen mensajes ocultos en vez de casualidades?

Debajo de una ilustración del tal juego de ordenador, el periodista comenzaba su escrito preguntando: «¿Dónde está Eslovenia?»

«Nadie sabe dónde está Eslovenia —pensó— no tienen idea.»

Pero aún así Eslovenia existía, y estaba allí afuera, allí dentro, en las montañas que la rodeaban y en la plaza delante de sus ojos: Eslovenia era su país.

Apartó la revista: no le interesaba ahora indignarse con un mundo que ignoraba por completo la existencia de los eslovenos; el honor de su nación ya no le inspiraba respeto. Había llegado la hora de tener orgullo de sí misma, de saber que había sido capaz, que finalmente había tenido valor y estaba dejando esta vida. ¡Qué alegría! Y estaba haciendo eso tal como siempre lo había soñado: mediante comprimidos, que no dejan marcas.

Veronika había estado buscándolos durante casi seis meses. Pensando que nunca lograría conseguirlos, había llegado a pensar en la posibilidad de cortarse las venas, a pesar de saber que terminaría llenando el cuarto de sangre, dejando a las monjas confusas y preocupadas. Un suicidio exige que las personas piensen primero en sí mismas, y después en los demás. Estaba dispuesta a hacer todo lo posible para que su muerte no causara mucho trastorno, pero si cortarse las venas era la única posibilidad, entonces, lo siento, las hermanas que limpiaran el cuarto y se olvidaran pronto del asunto, o si no tendrían dificultades para alquilarlo de nuevo; al fin y al cabo, incluso a fines del siglo XX, las personas aún creían en fantasmas.

Es verdad que ella también podía tirarse desde uno de los pocos edificios altos de Ljubljana pero ¿y el sufrimiento enorme que tal actitud terminaría causando a sus padres? Además del impacto de descubrir que la hija había muerto, estarían obligados a identificar un cuerpo desfigurado: no, ésta era una solución peor que la de sangrar hasta morir, pues dejaría marcas indelebles en personas que sólo querían su bien.

«Terminarán admitiendo la muerte de la hija. Pero un cráneo reventado debe de ser imposible de olvidar»

Dispararse un tiro, lanzarse al vacío, ahorcarse, nada de eso estaba en consonancia con su naturaleza femenina. Las mujeres, cuando se suicidan, eligen medios mucho menos truculentos, como cortarse las venas o ingerir una sobredosis de somníferos. Las princesas abandonadas y las actrices de Hollywood habían dado diversos ejemplos a este respecto.

Veronika sabía que la vida era una cuestión de esperar siempre la hora adecuada para actuar Y así fue: dos amigos suyos, compadecidos por sus quejas de que no podía dormir, habían conseguido —cada uno por su cuenta— dos cajas de una droga poderosa que era utilizada por los músicos de un club nocturno local. Veronika había dejado las cuatro cajas en su mesita de noche durante una semana, flirteando con la muerte que se aproximaba, y despidiéndose, sin ningún sentimentalismo, de aquello a lo que llamaban Vida.

Ahora estaba allí, contenta por haber ido hasta el final, y aburrida porque no sabía qué hacer con el poco tiempo que le restaba.

Volvió a pensar en el absurdo que acababa de leer: cómo era posible que un artículo sobre un ordenador pudiera comenzar con una frase tan idiota: «¿Dónde está Eslovenia?»

Como no encontró nada más interesante en que preocuparse, decidió leer el artículo hasta el final,

y descubrió la causa: el tal juego había sido producido en Eslovenia —ese extraño país que nadie parecía saber dónde estaba, excepto quienes vivían en él— por causa de la mano de obra más barata. Unos meses atrás, al lanzarlo al mercado, la productora francesa había dado una fiesta para periodistas de todo el mundo, en un castillo en Vled.

Veronika recordó haber oído algo en relación con esa fiesta, que había sido un acontecimiento especial en la ciudad, no sólo por el hecho de haberse redecorado el castillo para acercarse al máximo al ambiente medieval del CD—ROM, sino también por la polémica que le siguió en la prensa local: había periodistas alemanes, franceses, ingleses, italianos, españoles..., pero ningún esloveno había sido convidado.

El articulista de Homme, que había venido a Eslovenia por primera vez, seguramente con todo pagado y decidido a pasar su tiempo halagando a otros periodistas, diciendo cosas supuestamente interesantes, comiendo y bebiendo gratis en el castillo, había decidido empezar su artículo haciendo un chiste que debía de agradar mucho a los sofisticados intelectuales de su país. Inclusive debía de haber contado a sus amigos de redacción algunas historias falsas sobre las costumbres locales, o sobre la manera poco elegante de vestirse de las mujeres eslovenas.

Problema de él. Veronika se estaba muriendo, y sus preocupaciones debían ser otras, como saber si existe vida después de la muerte, o a qué hora encontrarían su cuerpo. Aún así, o tal vez justamente por causa de eso, de la importante decisión que había tomado, aquel artículo la estaba molestando.

Miró por la ventana del convento que daba a la pequeña plaza de Ljubljana. «Si no saben dónde está Eslovenia, Ljubljana debe de ser un mito», pensó. Como la Atlántida, o Lemuria, o los continentes perdidos que pueblan la imaginación de los hombres. Nadie empezaría un artículo, en ningún lugar del mundo, preguntando dónde estaba el monte Everest, aún cuando nunca hubiese estado allí. Y sin embargo, en plena Europa, un periodista de una revista importante no se avergonzaba de hacer una pregunta de esa clase, porque sabía que la mayor parte de sus lectores desconocía dónde estaba Eslovenia. Y más aún Ljubljana, su capital.

Fue entonces cuando Veronika descubrió una manera de pasar el tiempo, ya que habían transcurrido diez minutos y aún no notaba ninguna diferencia en su organismo. El último acto de su vida iba a ser una carta para aquella revista, explicando que Eslovenia era una de las cinco repúblicas resultantes de la división de la antigua Yugoslavia.

Dejaría la carta con su nota de suicidio. De paso, no daría ninguna explicación sobre los verdaderos motivos de su muerte.

 

 

 

LA INVENCIÓN DE MOREL

 ADOLFO BIOY CASARES

 

 

          Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. El verano se adelantó. Puse la cama cerca de la pileta de natación y estuve bañándome, hasta muy tarde. Era imposible dormir. Dos o tres minutos afuera bastaban para convertir en sudor el agua que debía protegerme de la espantosa clama. A la madrugada me despertó un fonógrafo. No pude volver al museo, a buscar las cosas. Huí por las barrancas. Estoy en los bajos del sur, entre plantas acuáticas, indignado por los mosquitos, con el mar o sucios arroyos hasta la cintura, viendo que anticipé absurdamente mi huida. Creo que esa gente no vino a buscarme; tal vez no me hayan visto. Pero sigo mi destino; estoy desprovisto de todo, confinado al lugar más escaso, menos habitable de la isla; a pantanos que el mar suprime una vez por semana.

          Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado, o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante Sobrevivientes y un Elogio de Malthus. Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré que el mundo, con el perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos. Hasta ahora no he podido escribir sino esta hoja que ayer no preveía. ¡Cómo hay de ocupaciones en la isla solitaria! ¡Qué insuperable es la dureza de la madera! ¡Cuánto más grande es el espacio que el pájaro movedizo!

          Un italiano, que vendía alfombras en Calcuta, me dio la idea de venirme; dijo (en su lengua):

          —Para un perseguido, para usted, sólo hay un lugar en el mundo, pero en ese lugar no se vive. Es una isla. Gente blanca estuvo construyendo, en 1924 más o menos, un museo, una capilla, una pileta de natación. Las obras están concluidas y abandonadas.

          Lo interrumpí; quería su ayuda para el viaje; el mercader siguió:

          —Ni los piratas chinos, ni el barco pintado de blanco del Instituto Rockefeller la tocan. Es el foco de una enfermedad, aún misteriosa, que mata de afuera para adentro. Caen las uñas, el pelo, se mueren la piel y las córneas de los ojos, y el cuerpo vive ocho, quince días. Los tripulantes de un vapor que había fondeado en la isla estaban despellejados, clavos, sin uñas —todos muertos—, cuando los encontró el crucero japonés Namura. El vapor fue hundido a cañonazos.

          Pero tan horrible era mi vida que resolví partir... El italiano quiso disuadirme; logré que me ayudara.

          Anoche, por centésima vez, me dormí en esta isla vacía... viendo los edificios pensaba lo que habría costado traer esas piedras, lo fácil que hubiera sido levantar un horno de ladrillos. Me dormí tarde y la música y los gritos me despertaron a la madrugada. La vida de fugitivo me aligeró el sueño: estoy seguro de que no ha llegado ningún barco, ningún aeroplano, ningún dirigible. Sin embargo, de un momento a otro, en esta pesada noche de verano, los pajonales de la colina se han cubierto de gente que baila, que pasea y que se baña en la pileta, como veraneantes instalados desde hace tiempo en los Teques o en Marienbad.

 

 

          Desde los pantanos de las aguas mezcladas veo la parte alta de la colina, los veraneantes que habitan el museo. Por su aparición inexplicable podría suponer que son efectos del calor de anoche, en mi cerebro; pero aquí no hay alucinaciones ni imágenes: hay hombres verdaderos, por lo menos tan verdaderos como yo.

          Están vestidos con trajes iguales a los que se llevaban hace pocos años: gracia que revela (me parece) una consumada frivolidad; sin embargo, debo reconocer que ahora es muy general admirarse con la magia del pasado inmediato.

          Quién sabe por qué destino de condenado a muerte los miro, inevitablemente, a todas horas. Bailan entre los pajonales de la colina, ricos en víboras. Son inconscientes enemigos que, para oír Valencia y Té para dos —un fonógrafo poderosísimo los ha impuesto al ruido del viento y del mar—, me privan de todo lo que me ha costado tanto trabajo y es indispensable para no morir, me arrinconan contra el mar en pantanos deletéreos.

          En este juego de mirarlos hay peligro; como toda agrupación de hombres cultos han de tener escondido un camino de impresiones digitales y de cónsules que me remitirá, si me descubren, por unas cuantas ceremonias o trámites, al calabozo.

          Exagero: miro con alguna fascinación —hace tanto que no veo gente— a estos abominables intrusos; pero sería imposible mirarlos a todas horas:

          Primero: porque tengo mucho trabajo; el sitio es capaz de matar al isleño más hábil; acabo de llegar; estoy sin herramientas.

          Segundo: por el peligro de que me sorprendan mirándolos o en la primer visita que hagan a esta zona; si quiero evitarlo debo construir guaridas ocultas en los matorrales.

          Finalmente: porque hay dificultad material para verlos: están en lo alto de la colina y para quien los espía desde aquí son como gigantes fugaces; puedo verlos cuando se acercan a las barrancas.

          Mi situación es deplorable. Me toca vivir en estos bajos en un momento en que las mareas suben más que nunca. Hace pocos días vino la más grande que he visto desde que estoy en la isla.

          Cuando oscurece busco ramas y las cubro con hojas. No me extraña despertarme en el agua. La marea sube a eso de la siete de la mañana; a veces llega con adelanto. Pero una vez por semana hay subidas que pueden ser concluyentes. Hendiduras en el tronco de los árboles son la contabilidad de los días; un error me llenaría de agua los pulmones.

          Siento con desagrado que este papel se transforma en testamento. Si debo resignarme a eso, he de procurar que mis afirmaciones puedan comprobarse; de modo que nadie, por encontrarme alguna vez sospechoso de falsedad, crea que miento al decir que me han condenado injustamente. Pondré este informe bajo la divisa de Leonardo —Ostinato rigore— e intentaré seguirla.

          Creo que esta isla se llama Villings y que pertenece al archipiélago de Las Ellice. Del comerciante de alfombras Dalmacio Ombrellieri (Calle Hiderabad, 21, suburbio de Ramkrishnapur, Calcuta), podrán ustedes obtener más precisiones. Ese italiano me alimentó varios días que pasé enrollado en alfombras persas, después me cargó en la bodega de un buque. No lo comprometo, al recordarlo en este diario; no soy ingrato con él... La Defensa ante Sobrevivientes no dejará dudas: como en la realidad, en la memoria de los hombres —donde a lo mejor está el cielo— Ombrellieri habrá sido caritativo con un prójimo injustamente perseguido y, hasta en el último recuerdo en que aparezca, lo tratarán con benevolencia.

 

 

 

 

Juan Salvador Gaviota

PRIMERA PARTE

 

Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.

Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de pitanza. Comenzaba otro día de ajetreos.

Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, estaba practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil torsión requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue más que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció de-tenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión un... solo... centímetro... mas... Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.

Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen. Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.

Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de nuevo-, no era un pájaro cualquiera.

La mayoría de las gaviotas no se molestan en aprender sino las normas de vuelo más elementales: cómo ir y volver entre playa y comida. Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar.

Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a Juan pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura, experimentando

No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a alturas inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas, podía quedarse en el aire más tiempo, con menos esfuerzos; y sus planeos no terminaban con el normal chapuzón al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras sí una estela plana y larga al rozar la superficie con sus patas plegadas en aerodinámico gesto contra su cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas recogidas -que luego revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres se desanimaron aún más. .

-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos rasantes a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡ Hijo, ya no eres más que hueso y plumas!

-No me importa ser sólo hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.

-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá pocos barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las profundidades. Si quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar es muy bonito, pero no puedes comerte un. planeo, ¿sabes? No olvides que la razón de volar es comer.

Juan asintió obedientemente. Durante los dias sucesivos, intentó comportarse como las demás gaviotas; lo intentó de verdad, trinando y batiéndose con la Bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose sobre un pedazo de pan y algún pez. Pero no le dio resultado.

Es todo tan inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría estar empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender!

No pasó mucho tiempo sin que Juan Gaviota saliera solo de nuevo hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.

El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había aprendido más acerca de la velocidad que la más veloz de las gaviotas.

A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se metió en un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió por qué las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. En sólo seis segundos voló a cien kilómetros por hora, velocidad a la cual el ala levantada empieza a ceder.

Una vez. tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su cuidado, trabajando al máximo de su habilidad, perdía el control a alta velocidad.

Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia arriba, luego inclinándose hasta lograr un picado vertical. Entonces, cada vez que trataba de mantener alzada su ala izquierda, giraba violentamente hacia ese lado, y al tratar de levantar su derecha para equilibrarse, entraba, como un rayo, en una descontrolada barrena.

Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. Diez veces lo intentó, y las diez veces, al pasar a más de cien kilómetros por hora, terminó en un montón de plumas descontroladas, estrellándose contra el agua.

Empapado, pensó al fin que la clave debía ser mantener las alas quietas a alta velocidad; aletear, se dijo, hasta setenta por hora, y entonces dejar las alas quietas.

Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura, descendiendo en vertical, el pico hacia abajo y las alas completamente extendidas y estables desde el momento en que pasó los setenta kilómetros por hora. Necesitó un esfuerzo tremendo, pero lo consiguió. En diez segundos, volaba como una centella sobrepasando los ciento treinta kilómetros por hora. ¡Juan había conseguido una marca mundial de velocidad para gaviotas!

Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó a salir del picado, en el instante en que cambió el ángulo de sus alas, se precipitó en el mismo terrible e incontrolado desastre de antes y, a ciento treinta kilómetros por hora, el desenlace fue como un dinamitazo. Juan Gaviota se desintegró y fue a estrellarse contra un mar duro como un ladrillo.

 

 

EL CAMINO DE LAS LÁGRIMAS - JORGE BUCAY

CAPITULO 1

EMPEZANDO EL CAMINO

 

Así empieza el camino de las lágrimas. Así, conectándonos con lo doloroso. Porque así es como se entra en este sendero, con este peso, con esta carga. Y también con esta creencia irremediable: la supuesta conciencia de que no lo voy a soportar. Porque todos pensamos al comenzar este tramo que es insoportable. No es culpa nuestra; hemos sido entrenados por los más influyentes de nuestros educadores para creer que no soportaremos el dolor, que nadie puede superar la muerte de un ser querido, que podríamos morir si la persona amada nos deja, que la tristeza es nefasta y destructiva, que no somos capaces de aguantar ni siquiera un momento de sufrimiento extremo de una pérdida importante. Y nosotros vivimos así, condicionando nuestra vida con estos pensamientos, que como la mayoría de las creencias aprendidas son una compañía peligrosa y actúan como grandes enemigos que nos empujasen a veces a costo mayores que los que supuestamente evitan. En el caso de las pérdidas, por ej, pueden extraviarnos de la ruta hacia nuestra liberación definitiva de lo que ya no está. Hay una historia verídica, que sucedió en África. Seis mineros trabajaban en un túnel muy profundo. De repente un derrumbe los dejó aislados del afuera sellando la salida. En silencio cada uno miró a los demás. Con su experiencia se dieron cuenta de que el problema sería el oxígeno. Si hacían todo bien les quedaba unas tres horas de aire, cuanto mucho tres horas y media. Mucha gente de afuera sabían que estaban allí atrapados, pero un derrumbe como ese significaba horadar otra vez la mina, podrían hacerlo antes  de que se termine el aire? Los mineros decidieron que debían ahorrar todo el oxígeno que pudieran. Acordaron hacer el menor esfuerzo físico, apagaron las lámparas que llevaban y se tendieron en silencio en el piso....era difícil calcular el tiempo que pasaba... incidental- mente uno tenía reloj. Hacía él iban todas las preguntas ¿cuánto tiempo pasó? ¿Cuánto falta? ¿Y ahora? El tiempo se estiraba, cada minuto parecía una hora y la desesperación agravaba más la tensión. El jefe se dio cuenta que si seguían así, la ansiedad los haría respirar más rápidamente y esto los podía matar. ordenó a el que tenía el reloj que sólo él controlara el paso del tiempo y avisara cada media hora. Cumpliendo la orden, a la primera media hora dijo "ha pasado media hora" Hubo un murmullo entre ellos y una angustia que se sentía en el aire.. El hombre del reloj se dio cuenta de que a medida que pasaba el tiempo, iba a ser cada vez más terrible comunicarles que el minuto final se acercaba.

Sin consultar a nadie decidió que ellos no merecían morir sufriendo. Así que la próxima vez que les informó la media hora habían pasado 45 minutos. No había manera de notar la diferencia. Apoyado en el éxito del engaño de la tercera información la dio casi una hora después... así siguió el del reloj, cada hora completa les informaba que había pasado media hora. ...La cuadrilla apuraba la tarea de rescate, sabían en qué cámara estaban atrapados y que sería difícil poder llegar antes de cuatro horas. Llegaron a las cuatro horas y media. Lo más probable era encontrar a los seis mineros muertos.

Encontraron vivos a cinco de ellos. Solamente uno había muerto de asfixia...el que tenía el reloj. Esta es la fuerza que tienen las creencias en nuestras vidas. Esto es lo que nuestros condicionamientos pueden llegar a hacer de nosotros. Cada vez que construyamos una certeza de que un hecho irremediablemente siniestro va a pasar, no sabiendo cómo (o sabiéndolo)nos ocuparemos de producir, de buscar, de disparar (o como mínimo de no impedir) que algo de lo terrible y previsto nos pase realmente. De paso y como en el cuento, el mecanismo funciona también al revés: Cuando creemos y confiamos en que se puede seguir adelante, nuestras posibilidades de avanzar se multiplican. Claro que si la cuadrilla hubiera tardado doce horas, no habría habido pensamiento que salvara a los mineros.

NO digo que la actitud positiva por sí misma sea capaz de conjurar la fatalidad o de evitar tragedias. Digo que las creencias autodestructivas indudablemente condicionan la manera en la cual enfrento las dificultades. El cuento de los mineros debería obligarnos a pensar en estos condicionamientos. Y empiezo desde aquí porque uno de los falsos mitos culturales que aprendimos con nuestra educación es que no estamos preparados para el dolor ni para la pérdida.

Repetimos casi sin pensarlo: "No hubiera podido seguir si lo perdía" "No puedo seguir si no tengo esto" "No podría seguir si no consigo lo otro" Cuando hablo de dependencias, digo siempre que cuando tenía algunas horas o días de vida, era claro, aunque yo no lo supiera todavía, que no podía sobrevivir sin mi mamá o por lo menos sin alguien que me diera cuidados maternales; mi mamá era entonces imprescindible para mí porque yo no podía vivir sin su existencia. Después de los tres meses de vida seguramente me hice más consciente de esa necesidad pero descubrí además a mi papá y empecé a darme cuenta de que verdaderamente no podía vivir sin ellos. Algún tiempo después ya no eran mi mamá y mi papá, era MI familia, que incluía a mi hermano, algunos tíos y alguno de mis abuelos. Yo los amaba profundamente y sentía, me acuerdo de esto, que no podía vivir sin ellos. Más tarde apareció la escuela y con ella, la Srita Angeloz, el Sr.Almejúm, La Srita Mariano y el Sr.Fernández, maestros a quienes creí a su tiempo imprescindibles en mi vida. En la escuela República de Perú conocí a mi primer amigo entrañable "Pocho" Valiente, de quién pensé en aquel momento que nunca, nunca, podría separarme.

Siguieron después mis amigos del colegio secundario y Rosita, mi primera novia, sin la cual, por supuesto, creía que no podía vivir. Y después la Universidad, pensaba que no podía vivir sin mi carrera. Hasta que a los 21 años, después de algunas novias, también imprescindibles, conocí a Perla y sentí inmediatamente que no podía vivir sin ella. Quizás por eso hicimos una familia sin la cual no sabría cómo vivir, Y así seguí sumando ideas, descubriendo más imprescindibles, mi profesión, algunos amigos, el trabajo, la seguridad económica, el techo propio y aún después, más personas, situaciones y hechos sin los cuales no podía vivir. Hasta que un día, exactamente el 23 de Noviembre de 1979, me di cuenta que no podía vivir sin mí. Yo nunca me había dado cuenta de esto, nunca noté que yo era imprescindible para mí mismo. ¿Estúpido, verdad? Todo el tiempo sabía yo sin quién no podría vivir y nunca me había dado cuenta, hasta los treinta años, de que sobre todo, no podía vivir sin mí. Fue interesante de todas formas confirmar que sería verdaderamente difícil vivir sin algunas de esas otras cosas y personas, pero esto no cambiaba el nuevo darme cuenta "Me sería imposible vivir sin mí." Entonces empecé a pensar que algunas de las cosas que había conseguido y algunas de las personas sin las cuales creía que no podía vivir, quizás un día no estuvieran. Las personas podían decidir irse, no necesariamente morirse, simplemente no estar en mi vida. Las cosas podían cambiar y las situaciones podían volverse totalmente opuestas a como yo las había conocido. Y empecé a saber que debía aprender a prepararme para pasar por estas pérdidas. Por supuesto que no es igual que alguien se vaya a que ese alguien se muera. Seguramente no es lo mismo mudarse de una casa peor a una casa mejor, que al revés. Claro que no es lo mismo cambiar un auto todo desvencijado por un auto nuevo, que a la inversa. Es obvio que la vivencia de pérdida no es la misma en ninguno de estos ejemplos, pero quiero decir desde el comienzo que siempre hay un dolor en una pérdida. Perder es dejar algo "que era", para entrar en otro lugar donde hay otra cosa "que es". Y esto "que es" no es lo mismo "que era" Y este cambio, sea interno o externo, conlleva un proceso de elaboración de lo diferente, una adaptación a lo nuevo, aunque sea para mejor. Este proceso se conoce con el nombre de "elaboración del duelo". Mejorar también es perder:

Como su nombre lo indica, los duelos...duelen. Y no se puede evitar que duelan. Quiero decir, el hecho concreto de pensar que voy hacía algo mejor que aquello que dejé es muchas veces un excelente premio consuelo, que de alguna manera compensa con la alegría de esto que vivo el dolor que causa lo perdido.

Pero atención: COMPENSA pero no EVITA APLACA pero no CANCELA ANIMA a seguir pero no ANULA la pena. Siempre recuerdo el día que dejé mi primer consultorio Era un depto alquilado realmente rasposo, de un solo ambiente chiquitito, oscuro, interno, bastante desagradable. A veces digo que no soy psicoanalista porque el paciente acostado no entraba en ese consultorio, había que estar sentando. Y un día, cuando me empezó a ir mejor, decidí dejar ese depto. para irme a un consultorio más grande, de dos ambientes, mejor ubicado. Para mí era un salto impresionante. Y sin embargo, dejar ese.consultorio, donde yo había empezado, me costó muchísimo. Si no hubiera sido por mi hermano que vino a ayudarme a sacar las cosas, me habría quedado sentado, como estaba cuando él llegó, mirando las paredes, el techo, las grietas del baño, mirando el calefón eléctrico...porque no hubiera podido ni empezar a poner las cosas en los canastos. Él me había venido a ayudar, y empezó a descolgar los cuadros y a ponerlos en el piso...él sacaba y yo ponía...así durante horas para poder dejar ese lugar y partir hacía algo mejor, hacía el lugar que había elegido para mi futuro y mi comodidad... Lo increíble es que yo lo sabía y lo tenía muy presente, pero esto no evitaba el dolor de pensar en aquello que dejaba. Las cosas que uno deja siempre tiene que elaborarse. Siempre tiene uno que dejar atrás las cosas que ya no están aquí, aun cuando de alguna forma sigan estando...(?) Quiero decir, hace 26 años que estoy casado con mi esposa, yo sé que ella es siempre la misma, tiene el mismo nombre, el mismo apellido, la puedo reconocer, se parece bastante a aquella que era, pero también sé que no es la misma.- Desde muchos ángulos es totalmente otra. Por supuesto que físicamente hemos cambiado ambos (yo más que

ella), pero más allá de eso cuando pienso en aquella Perla que Perla era, de alguna manera se me confronta con esta que hoy es. Y en las más de las cosas me parece que ésta me gusta mucho más que la otra. Y digo, es fantástica esta Perla comparada con aquella, es maravilloso darse cuenta de cuánto ha crecido, es espectacular; pero esto no quiere decir que yo no haya tenido que hacer un duelo por aquella Perla que fue. Y fíjense que no estoy hablando de la muerte de nadie, ni del abandono de nadie, simplemente estoy hablando de alguien que era de una manera y que hoy es de otra. Que el presente sea aun mejor que el pasado no quiere decir que yo no tenga que elaborar el duelo. El mapa no es el territorio. Hay que aprender a recorrer este camino, que es el camino de las pérdidas, hay que aprender a sanar estas heridas que se producen cuando algo cambia, cuando el otro parte, cuando la situación se acaba, cuando ya no tengo aquello que tenía o creía que tenía o cuando me doy cuenta de que nunca lo tendré lo que esperaba tener algún día (y ni siquiera es importante si verdaderamente lo tuve o no). Este sendero tiene sus reglas, tiene sus pautas. Este camino tiene sus mapas y conocerlos ayudará seguramente a llegar más entero al final del recorrido. Un ingeniero que se llamaba Korzybski decía que en realidad todos construimos una especie de esquema del mundo en el que habitamos, un "mapa" del territorio y en él, vivimos. Pero el mapa, aclara, NO es el territorio. El mapa es apenas nuestro mapa. Es la idea que nosotros tenemos de cómo es la realidad, aunque muchas veces esté teñida por nuestros prejuicios. Aunque no se corresponda exactamente con los hechos, es en ESE mapa donde vivimos. No vivimos en la realidad sino en nuestra imagen de ella. Si en mi mapa tengo registrado que aquí en mi cuarto hay un árbol, aunque no lo haya, aunque nunca haya existido, aunque el árbol no esté en el de Uds. y todos pasen por este lugar sin miedos ni registro alguno, yo voy a vivir esquivando este árbol por el resto de mi vida. Y cuando me vean esquivar el tronco Uds. me van a decir: -¿Qué hacés, estás loco? Y yo voy a pensar "los locos son ustedes". Desde afuera de mi mapa esta conducta puede parecer estúpida y hasta graciosa, en los hechos puede resultar bastante peligrosa Dicen que una vez un borracho caminaba distraído por un campo. De pronto vio que se le venían encima dos toros, uno era verdadero y el otro imaginario.

El tipo salió corriendo para escapar de ambos hasta que consiguió llegar a un lugar donde vio dos enormes árboles. Un árbol era también imaginario pero el otro por suerte era verdadero. Borracho como estaba, el pobre desgraciado trató de subirse al árbol imaginario y lo agarró el toro real... Y por supuesto...colorín...colorado. Es decir, depende de cómo haya trazado este mapa de mi vida, depende del lugar que ocupa cada cosa en mi esquema, depende de las creencias que configuran mi ruta, así voy a transitar el proceso de la pérdida.

Un camino que empieza cuando sucede o cuando me doy cuenta de una pérdida y termina cuando esa pérdida ha sido superada. No se puede hablar de duelos y de pérdidas desconociendo el pequeño malestar que nos producen estos temas. De alguna manera un malestar que vale la pena en el sentido de aprender algunas cosas o revisar algunas otras, para sistematizar lo que todos sabemos. Nada de lo que escriba acá será extraño o misterioso para los que lo lean . De una o de otra manera todos hemos visto, hemos pasado, hemos sentido o hemos estado cerca de lo que otros sentían en relación a un dolor. La mala noticia para los que leen esto es a la vez una afortunada situación para mí, porque yo sé que pensar en la muerte de un ser querido es una cosa para quien lo ha vivido y otra para quien solamente habla de ello. Por mucho que yo haya leído sobre esto, por mucho que yo haya visto sufrir a otros, por mucho que yo haya acompañado a otros, siento que es  casi insolente escribir del tema sin haber pasado por ese lugar, sin haberlo padecido personalmente. Yo sé que en este punto la experiencia de lo vivido y padecido enseña de verdad mucho más, muchísimo más, que todo lo que cualquiera pueda leer.

Pérdidas inevitables. Este libro no habla sólo de la muerte de los seres queridos. A lo largo de nuestras vidas las pérdidas constituyen un fenómeno mucho más amplio y para bien o para mal, universal. Perdemos, no sólo a través de la muerte sino también siendo abandonados, cambiando, siguiendo adelante.

Nuestras pérdidas incluyen también las renuncias conscientes e inconscientes de nuestros sueños románticos, la cancelación de nuestras esperanzas irrealizables, nuestras ilusiones de libertad, de poder y de seguridad, así como la pérdida de nuestra juventud, aquella irreverente individualidad que se creía para siempre ajena a las arrugas, invulnerable e inmortal.

Pérdidas que al decir de Judith Viorst nos acompañan toda una vida, pérdidas necesarias, pérdidas que aparecerán cuando nos enfrentemos no sólo con la muerte de alguien querido, no sólo con un revés material, no sólo con las partes de nosotros mismos que desaparecieron, sino con hechos ineludibles como... que nuestra madre va a dejarnos y nosotros vamos a dejarla a ella; que el amor de nuestros padres nunca será exclusivamente para nosotros; que aquello que nos hiere no siempre puede ser remediado con besos; que, esencialmente, estamos aquí solos; que tendremos que aceptar el amor mezclado con el odio y lo bueno con lo malo; que a pesar de ser como se esperaba que sea , una chica no podrá casarse con su padre; que algunas de nuestras elecciones están limitadas por nuestra anatomía; que existen defectos y conflictos en todas las relaciones humanas; que nuestra condición en este mundo es implacablemente pasajera; que no importa cuán listos seamos, a veces nos toca perder; y que somos tremendamente incapaces de ofrecer a nuestros seres queridos o a nosotros mismos la protección necesaria contra el peligro, contra el dolor, contra el tiempo perdido, contra la vejez y contra la muerte. Estas pérdidas forman parte de nuestra vida, son constantes universales e insoslayables. Y son pérdidas necesarias porque crecemos a través de ellas. De hecho, somos quienes somos gracias a todo lo perdido y a cómo nos hemos conducido frente a estas pérdidas. Por supuesto que trazar este mapa nos pone en un clima diferente del que algunos de Uds. Encontraron recorriendo e de la autodependencia o el del encuentro. El clima de aquellos era el clima de descubrirse uno mismo, de descubrir el disfrute, de ser lo que uno es junto a otros. Pero hablar de la elaboración del duelo no parece un tema que nos remonte al disfrute, que nos remonte a la alegría, es un tema que tiene una arista que conecta, por supuesto, con el dolor. Este camino, el de las lágrimas, enseña a aceptar el vínculo vital que existe entre las pérdidas y las adquisiciones. Este camino señala que debemos renunciar a lo que ya no está y que eso es madurar.

Asumiremos al recorrerlo que las pérdidas tienden a ser problemáticas y dolorosas, pero sólo a través de ellas nos convertiremos en seres humanos plenamente desarrollados.

Para empezar por algún lado, el tema de las pérdidas es el de la elaboración del duelo y esto nos abre a dos conceptos: elaboración y duelo elaboración que deriva duelo que deriva de labor, de tarea. dolor. Como dice Sigmund Freud en Melancolía y duelo, la elaboración del duelo es un trabajo...un trabajo. El trabajo de aceptar la nueva realidad. proceso de aceptación Que quiere decir Que quiere decir dejar tiempo y cambio de pelearme

con la realidad que no es como yo quisiera. El ciclo de la experiencia. Todas las pérdidas son diferentes. No se puede poner en la misma bolsa y analizarlas desde el mismo lugar. Y sin embargo, desde el punto de vista psicológico, la diferencia tendrá que ver con la dificultad para hacer ese trabajo, pero el proceso del duelo es más o menos equivalente en una separación, en una pérdida material o en una muerte. El proceso de aceptación empieza, como todos, en la retirada.

Retirada es el lugar donde yo estoy aislado de lo que todavía no pasó, o de algo que está pasando y de lo que todavía no me enteré, un estímulo que está afuera, sin ninguna relación conmigo por el momento. Si estoy por entrar en una reunión donde hay gente que no conozco, la situación de retirada se establece antes de entrar, quizás todavía antes de viajar hacia la reunión. Cuando llego me enfrento con la situación de la gente reunida. Agradable o desagradable, tengo una sensación. Esto es: siento algo. Mis sentidos me informan cosas. Veo la gente, siento los ruidos, alguien se acerca. Tengo sensaciones, olfativas, auditivas, visuales, corporales, quizás me tiembla un poco el cuerpo y estoy transpirando. Después de las sensaciones "me doy cuenta", tomo conciencia de lo que pasa.

Esto es, analizando las sensaciones deduzco que la reunión es de etiqueta, que hay muchísima gente y me digo: "Uy, algunos me miran". Me doy cuenta de lo que está pasando, de qué es esto que está estimulando mis sentidos. Después de que me doy cuenta o tomo conciencia de lo que pasa se movilizan mis emociones. Siento un montón de cosas, pero no ya desde los sentidos, oídos, ojos, boca. No. Empiezo a sentir que me  asusta, me gusta o me angustia. Siento placer, inquietud y excitación.

Siento miedo, ganas, deseo, placer de verlos o temor por el resultado del encuentro. Emociones que bullen dentro mío.

Emociones que se transforman en acción. La palabra emoción es una palabra interesante, viene de moción que significa movimiento (a pesar de que la asociamos solamente con algo vivencial o interno) porque la emoción es lo que precede al movimiento. La emoción prepara el cuerpo para la acción. Pero la emoción sólo es la mitad del proceso. La otra mitad es la acción. Así que lo que hago enseguida es cargarme de energía, de potencia, de ganas. Me asusto y me voy, me quedo y empiezo a hablar, hablo por allí o acá, decido contar mis emociones, o no contarlas y esconderlas, o disimularlas o cualquier otra acción.

Entonces es el momento del contacto, el punto clave. Contacto es la posibilidad de establecer una relación concreta con el estímulo de afuera. No sólo tengo sensaciones, me doy cuenta, movilizo y actúo, sino que además vivo, me comprometo con la situación en la cual estoy inmerso; eso es establecer el contacto.

Y después de estar en contacto un tiempo, por preservación, por salud, por agotamiento del ciclo, hago una despedida e inicio una nueva retirada. Otra vez me alejo para quedarme conmigo y para volver a empezar. En la elaboración del duelo el estímulo percibido desde la situación de retirada es la pérdida. A veces de inmediato y otras no tanto me doy cuenta de lo que está pasando, he perdido esto que tenía o creía que tenía. Y siento.

Se articulan en mis sentidos un montón de cosas, no mis emociones todavía, sino mis sentidos. Y luego, frente a esta historia de impresiones negativas o desagradables, me doy cuenta cabal de lo que pasó. Aparecen y me invaden ahora sí, un montón de emociones diferentes y a veces contradictorias.

Transformar en acciones estas emociones me permitirá la conciencia verdadera de la ausencia de lo que ya no está. Y es la toma de conciencia de lo ausente, el contacto con la temida ausencia lo que me permitirá luego la aceptación de la nueva realidad, un definitivo darme cuenta antes de la vuelta a mí mismo. Me gustaría compartir con vos mi versión de un cuento que me llegó de manos de un paciente. Martín había vivido gran parte de su vida con intensidad y gozo. De alguna manera su intuición lo había guiado cuando su inteligencia fallaba en mostrarle el mejor camino. Casi todo el tiempo se sentía en paz y feliz; ensombrecía su ánimo, algunas veces, esa sensación de estar demasiado en función de sí mismo. Él había aprendido a hacerse cargo de sí y se amaba suficientemente como para intentar procurarse las mejores cosas. sabía que hacía todo lo posible para cuidarse de no dañar a los demás, especialmente a aquellos de sus afectos. Quizás por eso le dolían tanto los señalamientos injustos, la envidia de los otros o las acusaciones de egoísta que recogía demasiado frecuentemente de boca de extraños y conocidos. ¿Alcanzaba para darle significado a su vida la búsqueda de su propio placer? ¿Soportaba él mismo definirse como un hedonista centrando su existencia en su satisfacción individual? ¿Cómo armonizar estos sentimientos de goce personal con sus concepciones éticas, con sus creencias religiosas, con todo lo que había aprendido de sus mayores?

¿Qué sentido tenía una vida que sólo se significaba a sí misma?

Ese día, más que otros, esos pensamientos lo abrumaron.

Quizás debía irse. Partir. Dejar lo que tenía en manos de los otros. repartir lo cosechado y dejarlo de legado para, aunque sea en ausencia, ser en los demás un buen recuerdo. En otro país, en otro pueblo, en otro lugar, con otra gente, podría empezar de nuevo. Una vida diferente, una vida de servicio a los demás, una vida solitaria. Debía tomarse el tiempo de reflexionar sobre su presente y sobre su futuro. Martín puso muchas cosas en su mochila y partió en dirección al monte. Le habían contado del silencio de la cima y de cómo la vista del valle fértil ayudaba a poner en orden los pensamientos de quien hasta allí llegaba. En el punto más alto del monte giró para mirar su ciudad quizás por última vez. atardecía y el poblado se veía hermoso desde allí -Por un peso te alquilo el catalejo. Era la voz de un viejo que apareció desde la nada con un pequeño telescopio plegable entre sus manos y que ahora le ofrecía con una mano mientras con la otra tendida hacia arriba reclamaba su moneda. Martín encontró en su bolsillo la moneda buscada y se la dio al viejo que desplegó su catalejo y se lo alcanzó.

Después de un rato de mirar consiguió ubicar su barrio, la plaza y hasta la escuela frente a ella. Algo llamó su atención. Un punto dorado brillaba intensamente en el patio del antiguo edificio. Martín separó sus ojos del lente, parpadeó algunas veces y volvió a mirar. El punto dorado seguía allí. - Qué raro –exclamó Martín sin darse cuenta que hablaba en voz alta -¿ Qué es raro? -preguntó el viejo - El punto brillante -dijo Martín- ahí en el patio de la escuela -siguió, alcanzándole al viejo el telescopio para que viera lo que él veía. - Son huellas -dijo el anciano. -¿ Qué huellas? -preguntó Martín - Te acordás de aquél día...debías tener siete años, tu amigo de la infancia, Javier, lloraba desconsolado en ese patio de la escuela, Su madre le había dado unas monedas para comprar un lápiz para el primer día de clases. Él había perdido el dinero y lloraba a mares -contestó el viejo. Y después de una pausa siguió -: ¿Te acordás de lo que hiciste? tenías un lápiz nuevito que estrenarías ese día. Te arrimaste al portón de entrada y cortaste en lápiz en dos partes iguales, sacaste punta a la mitad cortada y le diste el nuevo lápiz a Javier. - No me acordaba -dijo Martín-.

Pero eso ¿qué tiene que ver con el punto brillante? – Javier nunca olvidó ese gesto y ese recuerdo se volvió importante en su vida. - ¿Y? - Hay acciones en la vida de uno que dejan huellas en la vida de otros -explicó el viejo-, las acciones que contribuyen al desarrollo de los demás quedan marcadas como huellas doradas... Volvió a mirar por el telescopio y vio otro punto brillante en la vereda a la salida del colegio. - ese es el día que saliste a defender a Pancho, ¿te acordás? Volviste a casa con ojo morado y un bolsillo del guardapolvos arrancado Martín miraba la ciudad. - Ese que está ahí en el centro -siguió el viejo-es el trabajo que le conseguiste a Don Pedro cuando lo despidieron de la fábrica ... y el otro, el de la derecha, es la huella de aquella vez que juntaste el dinero que hacía falta para la operación del hijo de Ramírez...las huellas esas que salen a la izquierda son de cuando volviste del viaje porque la madre de tu amigo Juan había muerto y quisiste estar con él. Apartó la vista del telescopio y sin necesidad de él empezó a ver cómo miles de puntos dorados aparecían desparramados por toda la ciudad. Al terminar de ocultarse el sol, todo el pueblo parecía iluminado por sus huellas doradas. Martín sintió que podía regresar sereno a su casa. Su vida comenzaba, de nuevo, desde un lugar distinto.

 

 

 

 

 

CONVERSACIONES CON DIOS

 

 

INTRODUCCIÓN.

 

Esta usted a punto de vivir una extraordinaria experiencia. Está a punto de mantener una conversación con Dios. Sí, sí. Lo sé... eso no es posible. Probablemente piense (o le han enseñado) que eso no es posible. Ciertamente, se puede hablar a Dios; pero no con Dios. Es decir: Dios no va a contestar, ¿no es eso? ¡Al menos no en la forma de una conversación normal y corriente!

Lo mismo pensaba yo. Pero luego me <<ocurrió>> este libro. Y lo digo literalmente. No se trata de un libro escrito por mí, sino que me ha <<ocurrido>> a mí. Y cuando lo lea, le <<ocurrirá>> a usted, ya que todos alcanzamos la verdad para la que estamos preparados.

Probablemente, mi vida sería mucho más fácil si hubiera mantenido silencio acerca de todo esto. Pero esa no fue la razón de que me ocurriera. Y cualesquiera que sean los inconvenientes que el libro pueda causarme (como ser tildado de blasfemo, de impostor, de hipócrita por no haber vivido estas verdades en el pasado, o - lo que tal vez sea peor - de santo),  ya no me es posible detener el proceso. Ni hacer lo que quiera. He dispuesto de ocasiones para apartarme de todo este asunto y no las he aprovechado. Respecto a este material, he decidido basarme en lo que me dice mi instinto, más que en lo que me pueda decir la mayoría de la gente.

Dicho instinto me dice que este libro no es un disparate, el exceso de una frustrada fantasía espiritual, o simplemente la autojustificación de un hombre frente a una vida equivocada. ¡Oh, bueno! ¡Pensé en todas estas cosas: en cada una de ellas! Así que di a leer este material a algunas personas cuando era todavía un manuscrito. Se emocionaron. Y lloraron. Y rieron por la alegría y el humor que contiene. Y, según me dijeron, sus vidas cambiaron. Se sintieron traspasados. Se sintieron poderosos.

Muchos dijeron que se sintieron transformados.

Fue entonces cuando supe que este libro era para todo el mundo, y que debía publicarse; porque es un don maravilloso para todos aquellos que realmente quieren respuestas y a quienes realmente les preocupan las preguntas; para todos aquellos que han emprendido la búsqueda de la verdad con corazón sincero, alma anhelante y espíritu franco. Y eso significa, más o menos, todos nosotros.

Este libro aborda la mayoría de las preguntas - sino todas - que siempre nos hemos formulado sobre vida y amor, propósito y función, personas y relaciones, bien y mal, culpa y pecado, perdón y redención, el sendero hacia Dios y el camino hacia el infierno... todo. Trata directamente de sexo, poder, dinero, hijos, matrimonio, divorcio, vida, trabajo, salud, el más allá, el más acá... todo. Explora la guerra y la paz, el conocimiento y el desconocimiento, el dar y el recibir, la alegría y la pena. Examina lo concreto y lo abstracto, lo visible y lo invisible, la verdad y la mentira.

 Se podría decir que este libro es <<la última palabra de Dios sobre las cosas>>, aunque a algunas personas esto les puede resultar algo difícil, especialmente si piensan que Dios dejo de hablar hace 2.000 años, o que, si Dios ha seguido comunicándose, lo ha hecho únicamente con santos, curanderas o alguien que haya estado meditando durante treinta años, o bien durante veinte, o, por poner un mínimo decente, durante diez (ninguna de estas categorías me incluye).

Lo cierto es que Dios habla a todo el mundo. Al bueno y al malo. Al santo y al canalla. Y, sin duda, a todos nosotros. Usted mismo, por ejemplo. Dios se ha acercado a usted muchas veces en su vida, y esta es una de ellas. ¿Cuántas veces ha escuchado este viejo axioma: <<Cuándo el estudiante está preparado, aparecerá el profesor>>? Este libro es nuestro profesor.

Poco después de que este material empezara a <<ocurrirme>>, supe que estaba hablando con Dios. Directa y personalmente. Irrefutablemente. Y que Dios respondía a mis preguntas en proporción directa a mi capacidad de comprensión. Es decir, me respondía de un modo, y con un lenguaje, que Dios sabía que yo entendería. Esto explica en gran medida el estilo coloquial de la obra y las referencias ocasionales al material recogido de otras fuentes y experiencias previas de mi vida. Ahora sé que todo lo que me ha acontecido siempre en mi vida procedía de Dios, y en ese momento se unía, se conjuntaba, en una magnífica y completa respuesta a cada una de las preguntas que siempre tuve.

Y en algún momento del recorrido me di cuenta de que se estaba produciendo un libro; un libro destinado a ser publicado. En realidad, durante la última parte del diálogo (en febrero de 1993) se me ordenó específicamente que se produjeran tres libros, y que:

 

1.       El primer volumen tratara principalmente de temas personales, centrado en los desafíos y oportunidades de la vida de un individuo.

2.       El segundo se ocupará de temas más generales, relativos a la vida geopolítica y metafísica del planeta, además de los retos a los que se enfrenta hoy el mundo.

3.       El tercero tratará de las verdades universales de orden superior, así como de los desafíos y oportunidades del alma.

 

Este es el primero de los libros, terminado en febrero de 1993. En aras de la claridad debo explicar que, puesto que transcribí este diálogo a mano, subrayé o señalé con un círculo determinadas palabras o frases que me llegaban con un énfasis especial - como si Dios las hiciera retumbar -; en la composición tipográfica estas palabras y frases aparecen en cursiva y subrayadas.

Tengo que decir también que, tras haber leído y releído la sabiduría contenida en estas páginas, estoy profundamente avergonzado de mi propia vida, que ha estado marcada por continuos errores y fechorías, algunos comportamientos sumamente vergonzosos, y algunas opciones y decisiones que, sin duda, otros consideran perjudiciales e imperdonables. Aunque experimento un profundo remordimiento por el hecho de que haya sido a través del dolor de otras personas, siento una indecible gratitud por todo lo que he aprendido en mi vida, y considero que todavía tengo que aprender por medio de los demás. Pido disculpas a todos por la lentitud de este aprendizaje. Sin embargo, Dios me alienta a perdonarme a mí mismo mis propias faltas y a no vivir en el temor y la culpa, sino seguir intentando siempre - no dejar de intentarlo - vivir una visión más grandiosa.

Sé que eso es lo que Dios desea para todos nosotros.

Neale Donald Walsch

Central Point, Oregón

Navidad 1994

 

 

 

 

 

Sobre Héroes y tumbas

 

Informe sobre ciegos

¡Oh, dioses de la noche!
¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen,
de la melancolía y del suicidio!
¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas,
de los murciélagos, de las cucarachas!
¡Oh, violentos, inescrutables dioses
del sueño y de la muerte!

I

¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato? Esta feroz lucidez que ahora tengo es como un faro y puedo aprovechar un intensísimo haz hacia vastas regiones de mi memoria: veo caras, ratas en un granero, calles de Buenos Aires o Argel, prostitutas y marineros; muevo el haz y veo cosas más lejanas: una fuente en la estancia, una bochornosa siesta, pájaros y ojos que pincho con un clavo. Tal vez ahí, pero quién sabe: puede ser mucho más atrás, en épocas que ahora no recuerdo, en períodos remotísimos de mi primera infancia. No sé. ¿Qué importa, además?
.... Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, algunos de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo.
..... De ese modo empezó la etapa final de mi existencia.
..... Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo instante más y que debía iniciar ya mismo la explotación de aquel universo tenebroso.
..... Pasaron varios meses, hasta que un día de aquel otoño se produjo el segundo encuentro decisivo. Yo estaba en plena investigación, pero mi trabajo estaba retrasado por una inexplicable abulia, que ahora pienso era seguramente una forma falaz del pavor a lo deconocido.
..... Vigilaba y estudiaba los ciegos, sin embargo.
..... Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica. Apenas comenzaba por aquel entonces a esbozar mi hipótesis de la piel fría y ya había sido insultado por carta y de viva voz por miembros de las sociedades vinculadas con el mundo de los ciegos. Y con esa eficacia, rapidez y misteriosa información que siempre tiene las logias y sectas secretas; esas logias y sectas que están invisiblemente difundidas entre los hombres y que, sin que uno lo sepa y ni siquiera llegue a sospecharlo, nos vigilan permanentemente, nos persiguen, deciden nuestro destino, nuestro fracaso y hasta nuestra muerte. Cosa que en grado sumo pasa con la secta de los ciegos, que, para mayor desgracia de los inadvertidos tienen a su servicio hombres y mujeres normales: en parte engañados por la Organización; en parte, como consecuencia de una propaganda sensiblera y demagógica; y, en fin, en buena medida, por temor a los castigos físicos y metafísicos que se murmura reciben los que se atreven a indagar en sus secretos. Castigos que, dicho sea de paso, tuve por aquel entonces la impresión de haber recibido ya parcialmente y la convicción de que los seguiría recibiendo, en forma cada vez más espantosa y sutil; lo que, sin duda a causa de mi orgullo, no tuvo otro resultado que acentuar mi indiganción y mi propósito de llevar mis investigaciones hasta las últimas instancias.
..... Si fuera un poco más necio podría acaso jactarme de haber confirmado con esas investigaciones la hipótesis que desde muchacho imaginé sobre el mundo de los ciegos, ya que fueron las pesadillas y alucinaciones de mi infancia las que me trajeron la primera revelación. Luego, a medida que fui creciendo, fue acentuándose mi prevención contra esos usrpadores, especie de chantajistas morales que, cosa natural, abundan en los subterráneos, por esa condición que los emparenta con los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües, alcantarillas, pozos ciegos, grietas profundas, minas abandonadas con silenciosas filtraciones de agua; y algunos, los más poderosos, en enormes cuevas subterráneas, a veces a centenares de metros de profundidad, como se puede deducir de informes equívocos y reticentes de espeleólogos y buscadores de tesoros; lo suficiente claros, sin embargo, para quienes conocen las amenazas que pesan sobre los que intentan violar el gran secreto.
..... Antes, cuando era más joven y menos desconfiado, aunque estaba convencido de mi teoría, me resistía a verificarla y hasta a enunciarla, porque esos prejuicios sentimentales que son la demagogia de las emociones me impedían atravesar las defensas levantadas por la secta, tanto más impenetrables como más sutiles e invisibles, hechas de consignas aprendidas en las escuelas y los periódicos, respetadas por el gobierno y la policía, propagadas por las instituciones de beneficencia, las señoras y los maestros. Defensas que impiden llegar hasta esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes empiezan a ralear más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad.
..... Muchos años tuvieron que transcurrir para que pudiera sobrepasar las defensas exteriores. Y así, paulatinamente, con una fuerza tan grande y paradojal como la que en las pesadillas nos hacen marchar hacia el horror, fui penetrando en las regiones prohibidas donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, vislumbrando aquí y allá, al comienzo indistintamente, como fugitivos y equívocos fantasmas, luego con mayor y aterradora precisión, todo un mundo de seres abominables.
..... Ya contaré cómo alcancé ese pavoroso privilegio y cómo después de años de búsqueda y de amenazas pude entrar en el recinto donde se agita una multitud de seres, de los cuales los ciegos comunes son apenas su manifestación menos impresionante.

II

Recuerdo muy bien aquel 14 de junio: día frígido y lluvioso. Vigilaba el comportamiento de un ciego que trabaja en el subterráneo a Palermo: un hombre más bien bajo y sólido, morocho, sumamente vigoroso y muy mal educado; un hombre que recorre los coches con una violencia apenas contenida, ofreciendo ballenitas, entre una compacta masa de gente aplastada. En medio de esa multitud, el ciego avanza violenta y rencorosamente, con una mano extendida donde recibe los tributos que, con sagrado recelo, le ofrecen los infelices oficinitas, mientras en la otra mano guarda las ballenitas simbólicas: pues es imposible que nadie pueda vivir de la venta real de esas varillas, ya que alguien puede necesitar un par de ballenitas por año y hasta por mes: pero nadie, ni loco ni millonario, puede comprar una decena por día. De modo que, como es lógico, y todo el mundo así lo comprende, las ballenitas son meramente simbólicas, algo así como la enseña del ciego, una suerte de patente de corso que los distingue del resto de los mortales, además de su célebre bastón blanco.
..... Vigilaba, pues, la marcha de los acontecimientos dispuesto a seguir a ese individuo hasta el fin para confirmar de una vez por todas mi teoría. Hice inumerables viajes entre Plaza Mayo y Palermo, tratando de disimular mi presencia en los terminales, porque temía despertar sospechas de la secta y ser denunciado como ladrón o cualquier otra idiotez semejante en momentos en que mis días eran de un valor incalculable. Con ciertas precauciones, pues, me mantuve en estrecho contacto con el ciego y cuando por fin realizamos el último viaje de la una y media, precisamente aquel 14 de junio, me dispuse a seguir al hombre hasta su guarida.
..... En la terminal de Plaza de Mayo, antes de que el tren hiciera su último viaje hasta Palermo, el ciego descendió y se encaminó hacia la salida que da a la calle San Martín.
..... Empezamos a caminar por esa calle hacia Cangallo.
..... En esa esquina dobló hacia el Bajo.
..... Tuve que extremar mis precauciones, pues en la noche invernal y solitaria no había más transeúntes que el ciego y yo, o casi. De modo que los seguí a prudente distancia, teniendo en cuenta el oído que tienen y el instinto que les advierte cualquier peligro que aceche sus secretos.
..... El silencio y la soledad tenían esa impresionante vigencia que tienen siempre de noche en el barrio de los Bancos. Barrio mucho más silencioso y solitario, de noche, que cualquier otro; probablemente por contraste, por el violento ajetreo de esas calles durante el día; por el ruido, la inenarrable confusión, el apuro, la inmensa multitud que allí se agita durante las horas de Oficina. Pero también, casi con certeza, por la soledad sagrada que reina en esos lugares cuando el Dinero descansa. Una vez que los últimos empleados y gerentes se han retirado, cuando se ha terminado con esa tarea agotadora y descabellada en que un pobre diablo que gana cinco mil pesos por mes maneja cinco millones, y en que verdaderas multitudes depositan con infinitas precauciones pedazos de papel con propiedades mágicas que otras multitudes retiran de otras ventanillas con precauciones inversas. Proceso todo fantasmal y mágico pues, aunque ellos, los creyentes, se creen personas realistas y prácticas, aceptan ese papelucho sucio donde, con mucha atención, se puede descifrar una especie de promesa absurda, en virtud de la cual un señor que ni siquiera firma con su propia mano se compromete, en nombre del Estado, a dar no sé qué cosa al creyente a cambio del papelucho. Y lo curioso es que a este individuo le basta con la promesa, pues nadie, que yo sepa, jamás ha reclamado que se cumpla el compromiso; y todavía más sorprendente, en lugar de esos papeles sucios se entrega generalmente otro papel más limpio pero todavía más alocado, donde otro señor promete que a cambio de ese papel se le entregará al creyente una cantidad de los mencionados papeluchos sucios: algo así como una locura al cuadrado. Y todo en representación de Algo que nadie ha visto jamás y que dicen yace depositado en Alguna Parte, sobre todo en los Estados Unidos, en grutas de Acero. Y que toda esta historia es cosa de religión lo indican en primer término palabras como créditos y fiduciario.
..... Decía, pues, que esos barrios, al quedar despojados de la frenética muchedumbre de creyentes, en horas de la noche quedan más desiertos de gente que ningún otro, pues allí nadie vive de noche, no podría vivir, en virtud del silencio que domina y de la tremenda soledad de los gigantescos halls de los templos y de los grandes sótanos donde se guardan los increíbles tesoros. Mientras duermen ansiosamente, con píldoras y drogas, perseguidos por pesadillas de desastres financieros, los poderosos hombres que controlan esa magia. Y también por la obvia razón de que en esos barrios no hay alimentos, no hay nada que permita la vida permanente de seres humanos, o siquiera de ratas o cucarachas; por la extremada limpieza que existe en esos reductos de la nada, donde todo es simbólico y a lo más papeloso; y aun esos papeles, aunque podrían representar cierto alimento para polillas y otros bichos pequeños, son guardados en formidables recintos de acero, invulnerables a cualquier raza de seres vivientes.
..... En medio, pues, del silencio total que impera en el barrio de los Bancos, seguí al ciego por Cangallo hacia el Bajo. Sus pasos resonaban apagadamente e iban tomando a cada instante una personalidad más secreta y perversa.
..... Así descendimos hasta Leandro Alem y, después de atravesar la avenida, nos encaminamos hacia la zona del puerto.
..... Extremé mi cautela: por momentos pensé que el ciego podía oír mis pasos y hasta mi agitada respiración.
..... Ahora el hombre caminaba con una seguridad que me pareció aterradora, pues descartaba la trivial idea de que no fuera verdaderamente ciego.
.... Pero lo que me asombró y acentuó mi temor es que de pronto tomase nuevamente hacia la izquierda, hacia el Luna Park. Y digo que me atemorizó porque no era lógico, ya que, si ése hubiese sido su plan desde el comienzo, no había ningún motivo para que, después de cruzar la avenida, hubiese tomado hacia la derecha. Y como la suposición de que el hombre se hubiera equivocado de camino era radicalmente inadmisible, dada la seguridad y rapidez con que se movía, restaba la hipótesis (temible) de que hubiese advertido mi persecución y que estuviera intentando despistarme. O, lo que era infinitamente peor, tratando de prepararme una celada.
..... No obstante, la misma tendencia que nos induce a asomarnos a un abismo, me conducía en pos del ciego y cada vez con mayor determinación. Así, ya casi corriendo (lo que hubiera resultado grotesco de no ser tenebroso), se podía ver a un individuo de bastón blanco y con el bolsillo lleno de ballenitas, perseguido silenciosa pero frenéticamente por otro individuo: primero por Bouchard hacia el norte y luego, al terminar el edificio del Luna Park, hacia la derecha, con quien piensa bajar hacia la zona portuaria.
..... Lo perdí entonces de vista porque, como es natural, yo lo seguía a cosa de media cuadra.
..... Apresuré con desesperación mi marcha, temiendo perderlo cuando casi tenía (así o pensé entonces) buena parte del secreto en mis manos.
..... Casi a la carrera llegué a la esquina y doblé bruscamente hacia la derecha, tal como lo había hecho el otro.
..... ¡Qué espanto! El ciego estaba contra la pared, agitado, evidentemente a la espera. No pude evitar el llevármelo por delante. Entonces me agarró del brazo con una fuerza sobrehumana y sentí su respiración contra mi cara. La luz era muy escasa y apenas podía distinguir su expresión; pero toda su actitud, su jadeo, el brazo que me apretaba como una tenaza, su voz, todo manifestaba rencor y una despiadada indignación.
..... ¡Me ha estado siguiendo! -exclamó en voz baja, pero como si gritara.
..... Asqueado (sentía su aliento sobre mi rostro, olía su piel húmeda), asustado murmuré monosílabos, negué loca y desesperadamente, le dije "señor, usted está equivocado", casi caí desmayado de asco y de prevención.
..... ¿Cómo podía haberlo advertido? ¿En qué momento? ¿De qué manera? Era imposible admitir que mediante los recursos normales de un simple ser humano hubiese podido notar mi persecución. ¿Qué? ¿Acaso los cómplices? ¿Los invisibles colaboradores que la secta tiene distribuidos astutamente por todas partes y en las posiciones y oficios más insospechados: niñeras, profesoras de enseñanza secundaria, señoras respetables, bibliotecarios, guardas de tranvías? Vaya a saber. Pero de ese modo confirmé, aquella madrugada, una de mis intuiciones sobre la secta.
..... Todo eso lo pensé vertiginosamente mientras luchaba por desasirme de sus garras.
..... Salí huyendo en cuanto pude y por mucho tiempo no me animé a proseguir mi pesquisa. No sólo por temor, temor que sentía en grado intolerable, sino también por el cálculo, pues imaginaba que aquel episodio nocturno podía haber desatado sobre mí la más estrecha y peligrosa vigilancia. Tendría que esperar meses y quizás años, tendría que despistar, debería hacer creer que aquello había sido una simple persecución con objetivo de robo.
..... Otro acontecimiento me condujo, más de tres años después, sobre la gran pista y pude, por fin, entrar en el reducto de los ciegos. De esos hombres que la sociedad denomina No Videntes: en parte por sensiblería popular; pero también, con casi seguridad, por ese temor que induce a muchas sectas religiosas a no nombrar nunca la Divinidad en forma directa.

III

Hay una fundamental diferencia entre los hombres que han perdido la vista por enfermedad o accidente y los ciegos de nacimiento. A esta diferencia debo el haber penetrado finalmente en sus reductos, bien que no haya entrado en los antros más secretos, donde gobiernan la Secta, y por lo tanto el Mundo, los granes y desconocidos jerarcas. Apenas si desde esa especie de suburbio alcancé a tener noticias, siempre reticentes y equívocas, sobre aquellos monstruos y sobre los medios de que se valen para dominar el universo entero. Supe así que esa hegemonía se logra y se mantiene (aparte del trivial aprovechamiento de la sensiblería corriente) mediante los anónimos, las intrigas, el contagio de pestes, el control de los sueños y pesadillas, el sonanbulismo y la difusión de drogas. Baste recordar la operación a base de marihuana y de cocaína que se descubrió con los colegios secundarios de los Estados Unidos, donde se corrompía a chicos y chicas desde los once a doce años de edad para tenerlos al servicio incondicional y absoluto. La investigación, claro, terminó donde debía empezar de verdad: en el umbral inviolable. En cuanto al dominio mediante los sueños, las pesadillas y la magia negra, no vale ni siquiera la pena demostrar que la Secta tiene para ello a su servicio a todo el ejército de videntes y de brujas de barrio, de curanderos, de manos santas, de tiradores de cartas y de espiritistas: muchos de ellos, la mayoría, son meros farsantes; pero otros tienen auténticos poderes y, lo que es curioso, suelen disimular esos poderes bajo la apariencia de cierto charlatanismo, para mejor dominar el mundo que los rodea.
..... Si, como dicen, Dios tiene el poder sobre el cielo, la Secta tiene el dominio sobre la tierra y sobre la carne. Ignoro si, en última instancia esta organización tiene que rendir cuentas, tarde o temprano, a lo que podría denominarse Potencia Luminosa; pero, mientras tanto, lo obvio es que el universo está bajo su poder absoluto, poder de vida y muerte, que se ejerce mediante la peste o la revolución, la enfermedad o la tortura, el engaño o la falsa compasión, la mistificación o el anónimo, las maestritas o los inquisidores.
..... No soy teólogo y no estoy en condiciones de creer que estos poderes infernales puedan tener explicación en alguna retorcida Teodicea. En todo caso, eso sería teoría o esperanza. Lo otro, lo que he visto y sufrido, eso son hechos.
..... Pero volvamos a las diferencias.
..... Aunque no: hay mucho todavía que decir sobre esto de los poderes infernales, porque acaso algún ingenuo piensa que se trata de una simple metáfora, no de una cruda realidad. Siempre me preocupó el problema del mal, cuando desde chico me ponía al lado de un hormiguero armado de un martillo y empezaba a matar bichos sin ton ni son. El pánico se apoderaba de las sobrevivientes, que corrían en cualquier sentido. Luego echaba agua con la manguera; inundación. Ya me imaginaba las escenas dentro, las obras de emergencia, las corridas, las órdenes y contraórdenes para salvar depósitos de alimentos, huevos, seguridad de reinas, etcétera. Finalmente con una pala removía todo, abría grandes boquetes, buscaba las cuevas y destruía freneticamente: catástrofe general. Después me ponía a cavilar sobre el sentido general de la existencia, y a pensar sobre nuestras propias inundaciones y terremotos. Así fui elaborando una serie de teorías, pues la idea de que estuviéramos gobernados por un Dios omnipotete, omnisciente y bondadoso me parecía tan contradictorio que ni siquiera creía que se pudiese tomar en serio. Al llegar a la época de la banda de asaltantes había elaborado ya las siguientes posibilidades:
..... 1º Dios no existe.
..... 2º Dios existe y es un canalla.
..... 3º Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia.
..... 4º Dios existe, pero tiene accesos de ocura: esos accesos son nuestra existencia.
..... 5º Dios no es omnipresente, no puede estar en todas partes. A veces está ausente ¿en otros mundos? ¿En otras cosas?.
..... 6º Dios es un pobre diablo, con un problema demasiado complicado para sus fuerzas. Lucha con la materia como un artista con su obra. Algunas veces, en algún momento logra ser Goya, pero generalmente es un desastre.
..... 7º Dios fue derrotado antes de la Historia por el Principe de las Tinieblas. Y derrotado, convertido en presunto diablo, es doblemente desprestigiado, puesto que se le atribuye este universo calamitoso.
..... Yo no he inventado todas estas posibilidades, aunque por aquel entonces así lo creía; más tarde, verifiqué que algunas habían constituido tenaces convicciones de los hombres, sobre todo la hipótesis del Demonio triunfante. Durante más de mil años hombres intrépidos y lúcidos tuvieron que enfrentar la muerte y la tortura por haber develado el secreto. Fueron aniquilados y dispersados, ya que, es de suponer, las fuerzas que dominan el mundo no van a detenerse en pequeñeces cuando son capaces de hacer lo que hacen en general. Y así, pobres diablos o genios, fueron por igual atormentados, quemados por la Inquisición, colgados, desollados vivos; pueblos enteros fueron diezmados y dispersados. Desde la China hasta España, las religiones de estado (cristianos o mazdeístas) limpiaron el mundo de cualquier intento de revelación. Y puede decirse que en cierto modo lograron su objetivo. Pues aun cuando algunas de las sectas no pudieron ser aniquiladas, se convirtieron a su turno en nueva fuente de mentira, tal como sucedió con los mahometanos. Veamos el mecanismo: según los gnósticos, el mundo sensible fue creado por un demonio llamado Jehová. Por largo tiempo la Suprema Deidad deja que obre libremente en el mundo, pero al fin envía a su hijo a que temporariamente habite en el cuerpo de Jesús, para de ese modo liberar al mundo de las falaces enseñánzas de Moisés. Ahora bien; Mahoma pensaba, como algunos de estos gnósticos, que Jesús era un simple ser humano, que el Hijo de Dios había descendido a él en el bautismo y lo abandonó en la Pasión, ya que si no, sería inexplicable el famoso grito: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Y cuando los romanos y los judíos escarnecen a Jesús, están escarneciendo una especie de fantasma. Pero lo grave es que de este modo (y en forma más o menos similar, pasa con las otras sectas rebeldes) no se ha revelado la mistificación sino que se ha fortalecido. Porque para las sectas cristianas que sostenían que Jehova era el Demonio y que con Jesús se inicia la nueva era, como para los mahometanos, si el Príncipe de las Tinieblas reinó hasta Jesús (o hasta Mahoma), ahora en cambio, derrotado, ha vuelto a sus infiernos. Como se comprende, ésta es una doble mistificación: cuando se debilita la gran mentira, estos pobres diablos la consolidaban.
..... Mi conclusión es obvia: sigue gobernando el Príncipe de las Tinieblas. Y ese gobierno se hace mediante la Secta Sagrada de los Ciegos. Es tan claro todo que casi me pondría a reír si no me poseyera el pavor.

 

 

 

 

 

             SIGMUND FREUD

 LA INTERPRETACIÓN DE LOS SUEÑOS

 

 

 

 

CAPÍTULO IV

 

LA DEFORMACIÓN ONÍRICA

 

SÉ desde luego que ante mi afirmación de que todo sueño es una realización de deseos y que no existen por tanto sino sueños optativos, habrán de alzarse rotundas negativas. Se me objetará que la existencia de sueños interpretables como realizaciones de deseos no es cosa nueva y ha sido observada ya por un gran número de autores (cf. Radestock, págs. 137 y 138; Volkelt, págs. 110 y 111; Purkinje, pág. 456; Tissié, pág. 70; M. Simón, pág. 42 -sobre los sueños de hambre del barón de Trenck durante su encarcelamiento-; Griesinger, pág. 111), pero que el negar en absoluto la posibilidad de otro género de sueños no es sino una injustificada generalización, fácilmente controvertible por fortuna. Existen, en efecto, muchos sueños de contenido penoso que no muestran el menor indicio de una realización de deseos. E. V. Hartman, el filósofo pesimista, es quien más se aleja de esta percepción de la vida onírica. En su Filosofía de lo inconsciente escribe (segunda parte, pág. 344):

«Con los sueños pasan al estado de reposo todos los cuidados de la vida despierta, y no, en cambio, aquello que puede reconciliar al hombre culto con la existencia: el goce científico y artístico…» Pero también observadores menos pesimistas han hecho resaltar la circunstancia de que en los sueños son más frecuentes el dolor y el displacer que el placer (cf. Scholz, pág. 33; Volkelt, página 80, y otros). Las «señoras Sarah Weed y Florence Hallam han formado una estadística de sus sueños, y deducido de ella una expresión numérica para el predominio del displacer en la vida onírica -un 58 por 100 de sueños penosos y un 28,6 por 100 de sueños agradables-. Por otra parte, además de estos sueños, que continúan durante el reposo los diversos sentimientos penosos de la vida despierta, existen sueños de angustia, en los que esta sensación, la más terrible de todas las displacientes, se apodera de nosotros hasta que su misma intensidad nos hace despertar, y se da el caso de que los niños, en cuyos sueños se nos ha mostrado la realización de deseos sin disfraz alguno, se hallan sujetos con gran frecuencia a tales pesadillas angustiosas» (cf. las observaciones de Debacker sobre el pavor nocturnus.)

 

Los sueños de angustia parecen realmente excluir la posibilidad de una generalización del principio que los análisis incluidos en el capítulo anterior nos llevaron a deducir, o sea, el de que los sueños son una realización de deseos, y hasta demostrar su total absurdo. Sin embargo, no es muy difícil sustraerse a estas objeciones, aparentemente incontrovertibles. Obsérvese tan sólo que nuestra teoría no reposa sobre los caracteres del contenido manifiesto, sino que se basa en el contenido ideológico que la labor de interpretación nos descubre detrás del sueño. Confrontemos, en efecto, el contenido manifiesto con el latente. Es cierto que existen sueños en los que el primero es penosísimo. Pero ¿se ha intentado nunca interpretar estos sueños y descubrir el contenido ideológico latente de los mismos? Desde luego, no; y por tanto, no pueden alcanzarnos ya las objeciones citadas, y cabe siempre la posibilidad de que también los sueños penosos y los de angustia se revelen después de la interpretación como realizaciones de deseos.

 

En la investigación científica resulta a veces ventajoso, cuando un problema presenta difícil solución, acumular a él otro nuevo; del mismo modo que nos es más fácil cascar dos nueces apretándolas una contra otra que separadamente. Así, a la interrogación planteada de cómo los sueños penosos y los de angustia pueden constituir realizaciones de deseos, podemos agregar, deduciéndola de las características de la vida onírica hasta ahora examinadas, la de por qué los sueños de contenido indiferente, que resultan ser realizaciones de deseos, no muestran abiertamente este significado. Tomemos el sueño examinado antes con todo detalle de la inyección de Irma; no es de carácter penoso, y la interpretación nos lo ha revelado como una amplia realización de deseos. Mas ¿por qué precisa de interpretación? ¿Por qué no expresa directamente su sentido? A primera vista no nos hace tampoco la impresión de presentar realizado un deseo del durmiente, y sólo después del análisis es cuando nos convencemos de ello. Dando a este comportamiento del sueño, cuyos motivos ignoramos aún, el nombre de «deformación onírica» (Traumentstellung), surge en nosotros la segunda interrogación: ¿de dónde proviene esta deformación de los sueños?

 

Si para contestar a esta pregunta echamos mano a las primeras ocurrencias que por su estímulo surgen en nuestro pensamiento, podremos proponer varias soluciones verosímiles; por ejemplo, la de que durante el reposo no existe el poder de crear una expresión correspondiente a las ideas del sueño. Pero el análisis de determinados sueños nos obliga a aceptar una distinta explicación de la deformación onírica. Para demostrarlo expondré la interpretación de otro sueño propio; interpretación que, si bien me fuerza a cometer de nuevo multitud de indiscreciones, compensa este sacrificio personal con un acabado esclarecimiento del problema planteado.

 

Información preliminar. -En la primavera de 1897 supe que dos profesores de nuestra Universidad me habían propuesto para el cargo de profesor extraordinario; hecho que, a más de sorprenderme por inesperado, me causó una viva alegría, pues suponía una prueba de estimación, independiente de toda relación personal, por parte de dos hombres de altos merecimientos científicos. Pero en el acto me dije que no debía fundar esperanza alguna en la propuesta de que había sido objeto, pues durante los últimos años había hecho el Ministerio caso omiso de todas las que le habían sido dirigidas, y muchos de mis colegas, de más edad, y por lo menos de iguales merecimientos que yo, esperaban en vano su promoción. Careciendo de motivos para esperar mejor suerte, decidí resignarme a que mi nombramiento quedase sin efecto. «Después de todo -me dije-, no soy ambicioso, y ejerzo con éxito mi actividad profesional sin necesidad de título honorífico ninguno, aunque también es verdad que en este caso no se trata de que las uvas estés verdes o maduras, pues lo indudable es que se hallan fuera de mi alcance.»

 

Así las cosas, recibí una tarde la visita de un colega, con el que me unían vínculos de amistad, y que se contaba precisamente entre aquellos cuya suerte me había servido de advertencia. Candidato desde hacía mucho tiempo al nombramiento de profesor, que hace del médico en nuestra sociedad moderna una especie de semidiós ante los ojos de los enfermos, y menos resignado que yo, solía visitar de cuando en cuando las oficinas del ministerio para activar la resolución de su empeño. De una de tales visitas venía la tarde a que me refiero, y me relató que esta vez había puesto en un aprieto al alto empleado que le recibió, preguntándole sin ambages si el retraso de su nombramiento dependía realmente de consideraciones confesionales. La respuesta fue que, en efecto, dadas las corrientes de opinión dominantes, no se hallaba S. E., por el momento, en situación, etc., etc. «Por lo menos sé ya a qué atenerme», dijo mi amigo al final de su relato, con el cual no me había revelado nada nuevo, aunque sí me había afirmado en mi resignación, pues las consideraciones confesionales alegadas eran también aplicables a mi caso.

 

A la madrugada siguiente a esta visita tuve un sueño de contenido y formas singulares. Se componía de dos ideas y dos imágenes, en sucesión alternada; mas para el fin que aquí perseguimos nos bastará con comunicar su primera mitad, o sea, una idea y una imagen.

 

I. Mi amigo R. es mi tío. Siento un gran cariño por él.

II. Veo ante mí su rostro, pero algo cambiado y como alargado, resaltando con especial precisión la rubia barba que lo encuadra. A continuación sigue la segunda mitad del sueño, compuesta de otra idea y otra imagen, de las que prescindo, como antes indiqué.

 

La interpretación de este sueño se desarrolló en la forma siguiente:

Al recordarlo por la mañana me eché a reír, exclamando: «¡Qué disparate!» Pero no pude apartar de él mi pensamiento en todo el día, y acabé por dirigirme los siguientes reproches: «Si cualquiera de tus enfermos tratase de rehuir la interpretación de uno de sus sueños, tachándolo de disparatado, cuya percatación intentaba evitarse. Por tanto, debes proceder contigo mismo como con un tal enfermo procederías. Tu opinión de que este sueño es un desatino no significa sino una resistencia interior contra la interpretación y no debes dejarte vencer por ella. Estos pensamientos me movieron a emprender el análisis.

 

«R. es mi tío.» ¿Qué puede esto significar? No he tenido más que un tío, mi tío José, protagonista por cierto de una triste historia. Llevado por el ansia de dinero, se dejó inducir a cometer un acto que las leyes castigan severamente y cayó bajo el peso de las mismas. Mi padre, que por entonces (de esto hace ya más de treinta años) encaneció del disgusto, solía decir que tío José no había sido nunca un hombre perverso, y si únicamente un imbécil. De este modo, al pensar en mi sueño que mi amigo R. es mi tío José, no quiero decir otra cosa sino que R. es un imbécil. Esto, aparte de serme muy desagradable, me parece al principio inverosímil. Mas para confirmarlo acude el alargado rostro, encuadrado por una cuidada barba rubia, que a continuación veo en mi sueño. Mi tío realmente cara alargada, y llevaba una hermosa barba rubia. En cambio, mi amigo R. ha sido muy moreno; pero, como todos los hombres morenos, paga ahora, que comienza a encanecer,, el atractivo aspecto de sus años juveniles, pues su barba va experimentando, pelo a pelo, transformaciones de color nada estéticas, pasando primero al rojo sucio y luego al gris amarillento antes de blanquear definitivamente. En uno de estos cambios se halla ahora la barba de mi amigo R., y según advierto con desagrado, también la mía. El rostro que en sueños he visto es el mismo tiempo el de R. y el de mi tío José, como si fuese una de aquellas fotografías en que Galton obtenía los rasgos característicos de una familia, superponiendo en una misma placa los rostros de varios de sus individuos. Así, pues, habré de aceptar que en mi sueño quiero, efectivamente, decir que mi amigo R. es un imbécil, como mi tío José.

 

Lo que no sospecho aún es para qué habré podido establecer una tal comparación, contra la que todo en mí se rebela, aunque he de reconocer que no pasa de ser harto superficial, pues mi tío José era un delincuente, y R. es un hombre de conducta intachable. Sin embargo, también él ha sufrido los rigores de la Ley por haber atropellado a un muchacho, yendo en bicicleta. ¿Me referiré acaso en mi sueño a este delito? Sería llevar la comparación hasta lo ridículo. Pero recuerdo ahora una conversación mantenida hace unos día con N., otro de mis colegas, y que versó sobre le mismo tema de la detallada en la información preliminar. N., al que encontré en la calle, se halla también propuesto para el cargo de profesor, y me felicitó por haber sido objeto de igual honor; felicitación que yo rechacé, diciendo: «No sé por qué me da usted la enhorabuena conociendo mejor que nadie, por experiencia propia, el valor de tales propuestas.» A estas palabras mías, bromeando, repuso N.: «¿Quién sabe? Yo tengo quizá algo especial en contra mía. ¿Ignora usted acaso que fui una vez objeto de una denuncia? Naturalmente, se trataba de una vulgar tentativa de chantaje, y todavía me costó Dios y ayuda librar a la denunciante del castigo merecido. Pero ¿quién me dice que en el Ministerio no toman este suceso como pretexto para negarme el título de profesor? En cambio, a usted no tienen «pero» que ponerle.»

 

Con el recuerdo de esta conversación se me revela el delincuente de que precisaba para completar la comprensión del paralelo establecido en mi sueño, y al mismo tiempo todo el sentido y la tendencia de este último. Mi tío José -imbécil y delincuente- representa en mi sueño a mis dos colegas, que no han alcanzado aún el nombramiento de profesor, y por el hecho mismo de representarlos tacha al uno de imbécil, y de delincuente al otro. Asimismo, veo ahora con toda claridad para qué me es necesario todo esto. Si efectivamente es a razones «confesionales» a lo que obedece el indefinido retraso de la promoción de mis dos colegas, puedo estar seguro de que la propuesta hecha a mi favor habrá de correr la misma suerte. Por lo contrario, si consigo atribuir a motivos distintos, y que no pueda alcanzarme el veto opuesto a ambos por las altas esferas oficiales, no tendré por qué perder la esperanza de ser nombrado. En este sentido actúa, pues, mi sueño, haciendo de R. un imbécil, y de N., un delincuente. En cambio, yo, libre de ambos reproches, no tengo ya nada común con mis dos colegas, puedo esperar confiado mi nombramiento y me veo libre de la objeción revelada a mi amigo R. por el alto empleado del Ministerio; objeción que es perfectamente aplicable a mi caso.

 

A pesar de los esclarecimientos logrados, no puedo dar aquí por terminada la interpretación, pues siento que falta aún mucho que explicar y sobre todo no he conseguido todavía justificar ante mis propios ojos la ligereza con que me he decidido a denigrar a dos de mis colegas, a los que respeto y estimo, sólo por desembarazar de obstáculos mi camino hacia el Profesorado. Claro es que el disgusto que tal conducta me inspira queda atenuado por mi conocimiento del valor que debe concederse a los juicios que en nuestros sueños formamos. No creo realmente que R. sea un imbécil, ni dudo un solo instante de la explicación que N. me dio del enojoso asunto en que se vio envuelto, como tampoco podía creer en realidad que Irma se hallaba gravemente enferma a causa de una inyección de un preparado a base de propilena que Otto le había administrado. Lo que tanto en un caso como en otro expresa mi sueño no es sino mi deseo de que así fuese. La afirmación por medio de la cual se realiza este deseo parece más absurda en el sueño de Irma que en el últimamente analizado, pues en éste quedan utilizados con gran habilidad varios puntos de apoyo efectivos, resultando así como una diestra calumnia, en la que «hay algo de verdad». En efecto, mi amigo R. fue propuesto con el voto en contra de uno de los profesores, y N. me proporcionó por sí mismo, inocentemente, en la conversión relatada, material más que suficiente para denigrarle. Repito, no obstante, que me parece necesario más amplio esclarecimiento.

 

Recuerdo ahora que el sueño contenía aún otro fragmento, del que hasta ahora no me he ocupado en la interpretación. Después de ocurrírseme que R. es mi tío, experimento en sueños un tierno cariño hacia él. ¿De dónde proviene este sentimiento? Mi tío José no me inspiró nunca, naturalmente, cariño alguno; R. es, desde hace años, un buen amigo mío, al que quiero y estimo, pero si me oyera expresarle mi afecto en términos aproximadamente correspondientes al grado que él mismo alcanza en mi sueño, quedaría con seguridad un tanto sorprendido. Tal afecto me parece, pues, tan falso y exagerado -aunque esto último en sentido inverso- como el juicio que sobre sus facultades intelectuales expreso en mi sueño al fundir su personalidad con la de mi tío. Pero esta misma circunstancia me hace entrever una posible explicación. El cariño que por R. siento en mi sueño no pertenece al contenido latente; esto es, a los pensamientos que se esconden detrás del sueño. Por el contrario, se halla en oposición a dicho contenido, y es muy apropiado para encubrirse su sentido. Probablemente no es otro su destino. Recuerdo qué enérgica resistencia se opuso en mí a la interpretación de este sueño, y cómo fui aplazándola una y otra vez hasta la noche siguiente, con el pretexto de que todo él no era sino un puro disparate.

 

Por mi experiencia psicoanalítica sé cómo han de interpretarse estos juicios condenatorios. Su valor no es el de un conocimiento, sino tan sólo el de una manifestación afectiva. Cuando mi hija pequeña no quiere comer una manzana que le ofrecen afirma que está agria sin siquiera haberla probado. En aquellos casos en que mis pacientes siguen esta conducta infantil comprendo en seguida que se trata de una representación que quieren reprimir. Esto mismo sucede en mi sueño. Me resisto a interpretarlo, porque la interpretación contiene algo contra lo cual me rebelo, y que una vez efectuada aquélla, demuestra ser la afirmación de que R. es un imbécil. El cariño que por R. siento no puedo referirlo a las ideas latentes de mi sueño, pero sí, en cambio, a esta, mi resistencia. Si mi sueño, comparado con su contenido latente, aparece deformado hasta la inversión, con respecto a este punto habré de deducir que el cariño en él manifiesto sirve precisamente a dicha deformación; o dicho de otro modo: que la deformación demuestra ser aquí intencionada, constituyendo un medio de disimulación. Mis ideas latentes contienen un insulto contra R., y para evitar que yo me dé cuenta de ello llega al contenido manifiesto todo lo contrario; esto es, un cariñoso sentimiento hacia él.

 

Podía se éste un descubrimiento de carácter general. Como hemos visto por los ejemplos incluidos en el capítulo III, existen sueños que constituyen francas realizaciones de deseos. En aquellos casos en que tal realización aparece disfrazada e irreconocible habrá de existir una tendencia opuesta al deseo de que se trate, y a consecuencia de ella no podría el deseo manifestarse sino encubierto y disfrazado. La vida social nos ofrece un proceso paralelo a este que en la vida psíquica se desarrolla, mostrándonos una análoga deformación de un acto psíquico. En efecto, siempre que en la relación social entre dos personas se halle una de ellas investida de cualquier poder, que imponga a la otra determinadas precauciones en la expresión de sus pensamientos, se verá obligada esta última a deformar sus actos psíquicos, al exteriorizarlos; o dicho de otro modo: a disimular. La cortesía social que estamos habituados a observar cotidianamente no es en gran parte sino tal disimulo. Asimismo, al comunicar aquí a mis lectores las interpretaciones de mis sueños me veo forzado a llevar a cabo tales deformaciones. De esta necesidad de disfrazar nuestro pensamiento se lamentaba también el poeta: Lo mejor que saber puede no te es dado decírselo a los niños.

 

En análoga situación se encuentra el escritor político que quiere decir unas cuantas verdades desagradables al Gobierno. Si las expresa sin disfraz alguno, la autoridad reprimirá su exteriorización, a posteriori, si se trata de manifestaciones verbales, o preventivamente, si han de hacerse públicas por medio de la imprenta. De este modo el escritor, temeroso de la censura, atenuará y deformará la expresión de sus opiniones. Según la energía y la susceptibilidad de esta censura, se verá obligado a prescindir simplemente de algunas formas de ataque, a hablar por medio de alusiones y no directamente o a ocultar sus juicios bajo un disfraz, inocente en apariencia, refiriendo, por ejemplo, los actos de dos mandarines del Celeste Imperio cuando intente publicar los dos altos personajes de su patria. Cuanto más severa es la censura, más chistosos son con frecuencia los medios de que el escritor se sirve para poner a sus lectores sobre la pista de la significación verdadera de su artículo.

 

La absoluta y minuciosa coincidencia de los fenómenos de la censura con los de la deformación onírica nos autoriza a atribuir a ambos procesos condiciones análogas de la formación de los sueños, dos poderes psíquicos del individuo (corrientes, sistemas), uno de los cuales forma el deseo expresado por el sueño, mientras que el otro ejerce una censura sobre dicho deseo y le obliga de este modo a deformar su exteriorización. Sólo nos quedaría entonces por averiguar qué es lo que confiere a esta segunda instancia el poder mediante el cual le es dado ejercer la censura. Si recordamos que las ideas latentes del sueño no son conscientes antes del análisis, y, en cambio, el contenido manifiesto de ellas emanado si es recordado como consciente, podemos sentar la hipótesis de que el privilegio de que dicha segunda instancia goza es precisamente el del acceso a la conciencia. Nada del primer sistema puede llegar a la conciencia sin antes pasar por la segunda instancia, y ésta no deja pasar nada sin ejercer sobre ello sus derechos e imponer a los elementos que aspiran a llegar a la conciencia aquellas transformaciones que le parecen convenientes. Entrevemos aquí una especialísima concepción de la «esencia» de la conciencia; el devenir consciente es para nosotros un especial acto psíquico, distinto e independiente de los procesos de inteligir o representar, y la conciencia se nos muestra como un órgano sensorial, que percibe un contenido dado en otra parte. No es nada difícil demostrar que la psicopatología no puede prescindir en absoluto de estas hipótesis fundamentales, cuyo detenido estudio habremos de llevar a cabo más adelante.

 

Conservando esta representación de las dos instancias psíquicas y de sus relaciones con la conciencia, se nos muestra una analogía por completo congruente entre la singular ternura que en mi sueño experimento hacia mi amigo R. -tan denigrado luego en la interpretación- y la vida política del hombre. Supongámonos, en efecto, trasladados a un Estado en el que un rey absoluto, muy celoso de sus prerrogativas, y una activa opinión pública luchan entre sí. El pueblo se rebela contra un ministro que no le es grato y pide su destitución. Entonces el monarca, con el fin de mostrar que no tiene por qué doblegarse a la voluntad popular, hará precisamente objeto a su ministro de una lata distinción, para la cual no existía antes el menor motivo. Del mismo modo, si mi segunda instancia, que domina el acceso a la conciencia, distingue a mi amigo R. con una exagerada efusión de ternura, es precisamente porque las tendencias optativas del primer sistema quisieran denigrarle, calificándole de imbécil, en persecución de un interés particular, del que dependen.

 

Sospechamos aquí que la interpretación onírica puede proporcionarnos, sobre la estructura de nuestro aparato anímico, datos que hasta ahora habíamos esperado en vano de la filosofía. Pero no queremos seguir ahora este camino, sino que, después de haber esclarecido la deformación onírica, volvemos a nuestro punto de partida. Nos preguntamos cómo los sueños de contenido penoso podían ser interpretados como realizaciones de deseos, y vemos ahora que ello es perfectamente posible cuando ha tenido efecto una deformación onírica; esto es, cuando el contenido penoso no sirve sino de disfraz de otro deseado. Refiriéndose a nuestras hipótesis sobre las dos instancias psíquicas, podremos, pues, decir que los sueños penosos contienen, efectivamente, algo que resulta penoso para la segunda instancia, pero que al mismo tiempo cumplen un deseo de la primera. Son sueños optativos, en tanto en cuanto todo sueño parte de la primera instancia, no actuando la segunda, con respecto al sueño, sino defensivamente, y no con carácter creador. Si nos limitamos a tener en cuenta aquello que la segunda instancia aporta al sueño no llegaremos jamás a comprenderlo, y permanecerán en pie todos los enigmas que los autores han observado en el fenómeno onírico.

 

El análisis nos demuestra en todo caso que el sueño posee realmente un sentido y que éste es el de una realización de deseos.

 

 

 

 

 

 

 

EL PROCESO

FRANZ KAFKA

 

 

LA DETENCIÓN

Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo. La cocinera de la señora Grubach, su casera, que le llevaba todos los días a eso de las ocho de la mañana el desayuno a su habitación, no había aparecido. Era la primera vez que ocurría algo semejante. K esperó un rato más. Apoyado en la almohada, se quedó mirando a la anciana que vivía frente a su casa y que le observaba con una curiosidad inusitada. Poco después, extrañado y hambriento, tocó el timbre. Nada más hacerlo, se oyó cómo llamaban a la puerta y un hombre al que no había visto nunca entró en su habitación. Era delgado, aunque fuerte de constitución, llevaba un traje negro ajustado, que, como cierta indumentaria de viaje, disponía de varios pliegues, bolsillos, hebillas, botones, y de un cinturón; todo parecía muy práctico, aunque no se supiese muy bien para qué podía servir.

--¿Quién es usted? --preguntó Josef K, y se sentó de inmediato en la cama.

El hombre, sin embargo, ignoró la pregunta, como si se tuviera que aceptar tácitamente su presencia, y se limitó a decir:

--¿Ha llamado?

--Anna me tiene que traer el desayuno --dijo K, e intentó averiguar en silencio, concentrándose y reflexionando, quién podría ser realmente aquel hombre. Pero éste no se expuso por mucho tiempo a sus miradas, sino que se dirigió a la puerta, la abrió un poco y le dijo a alguien que presumiblemente se hallaba detrás:

--Quiere que Anna le traiga el desayuno.

Se escuchó una risa en la habitación contigua, aunque por el tono no se podía decir si la risa provenía de una o de varias personas. Aunque el desconocido no podía haberse enterado de nada que no supiera con anterioridad, le dijo a K con una entonación oficial:

--Es imposible.

--¡Es lo que faltaba! --dijo K, que saltó de la cama y se puso los pantalones con rapidez--. Quiero saber qué personas hay en la habitación contigua y cómo la señora Grubach me explica este atropello.

Al decir esto, se dio cuenta de que no debería haberlo dicho en voz alta, y de que, al mismo tiempo, en cierta medida, había reconocido el derecho a vigilarle que se arrogaba el desconocido, pero en ese momento no le pareció importante. En todo caso, así lo entendió el desconocido, pues dijo:

--¿No prefiere quedarse aquí?

--Ni quiero quedarme aquí, ni deseo que usted me siga hablando mientras no se haya presentado.

--Se lo he dicho con buena intención --dijo el desconocido, y abrió voluntariamente la puerta.

La habitación contigua, en la que K entró más despacio de lo que hubiera deseado, ofrecía, al menos a primera vista, un aspecto muy parecido al de la noche anterior. Era la sala de estar de la señora Grubach. Tal vez esa habitación repleta de muebles, alfombras, objetos de porcelana y fotografías aparentaba esa mañana tener un poco más de espacio libre que de costumbre, aunque era algo que no se advertía al principio, como el cambio principal, que consistía en la presencia de un hombre sentado al lado de la ventana con un libro en las manos, del que, al entrar K, apartó la mirada.

--¡Tendría que haberse quedado en su habitación! ¿Acaso no se lo ha dicho Franz?

--Sí, ¿qué quiere usted de mí? --preguntó K, que miró alternativamente al nuevo desconocido y a la persona a la que había llamado Franz, que ahora permanecía en la puerta. A través de la ventana abierta pudo ver otra vez a la anciana que, con una auténtica curiosidad senil, permanecía asomada con la firme resolución de no perderse nada.

--Quiero ver a la señora Grubach --dijo K, hizo un movimiento corno si quisiera desasirse de los dos hombres, que, sin embargo, estaban situados lejos de él, y se dispuso a irse.

--No --dijo el hombre de la ventana, arrojó el libro sobre una mesita y se levantó--. No puede irse, usted está detenido.

--Así parece --dijo K--. ¿Y por qué? --preguntó a continuación.

--No estamos autorizados a decírselo. Regrese a su habitación y espere allí. El proceso se acaba de iniciar y usted conocerá todo en el momento oportuno. Me excedo en mis funciones cuando le hablo con tanta amabilidad. Pero espero que no me oiga nadie excepto Franz, y él también se ha comportado amablemente con usted, infringiendo todos los reglamentos. Si sigue teniendo tanta suerte como la que ha tenido con el nombramiento de sus vigilantes, entonces puede ser optimista.

K se quiso sentar, pero ahora comprobó que en toda la habitación no había ni un solo sitio en el que tomar asiento, excepto el sillón junto a la ventana.

Ya verá que todo lo que le hemos dicho es verdad --dijo Franz, que se acercó con el otro hombre hasta donde estaba K. El compañero de Franz le superaba en altura y le dio unas palmadas en el hombro. Ambos examinaron la camisa del pijama de K y dijeron que se pusiera otra peor, que ellos guardarían ésa, así como el resto de su ropa, y que si el asunto resultaba bien, entonces le devolverían lo que habían tomado.

--Es mejor que nos entregue todo a nosotros en vez de al depósito --dijeron--, pues en el depósito desaparecen cosas con frecuencia y, además, transcurrido cierto plazo, se vende todo, sin tener en consideración si el proceso ha terminado o no. ¡Y hay que ver lo que duran los procesos en los últimos tiempos! Naturalmente, el depósito, al final, abona un reintegro, pero éste, en primer lugar, es muy bajo, pues en la venta no decide la suma ofertada, sino la del soborno y, en segundo lugar, esos reintegros disminuyen, según la experiencia, conforme van pasando de mano en mano y van transcurriendo los años.

K apenas prestaba atención a todas esas aclaraciones. Por ahora no le interesaba el derecho de disposición sobre sus bienes, consideraba más importante obtener claridad en lo referente a su situación. Pero en presencia de aquella gente no podía reflexionar bien, uno de los vigilantes --podía tratarse, en efecto, de vigilantes--, que no paraba de hablar por encima de él con sus colegas, le propinó una serie de golpes amistosos con el estómago; no obstante, cuando alzó la vista contempló una nariz torcida y un rostro huesudo y seco que no armonizaba con un cuerpo tan grueso. ¿Qué hombres eran ésos? ¿De qué hablaban? ¿A qué organismo pertenecían? K vivía en un Estado de Derecho, en todas partes reinaba la paz, todas las leyes permanecían en vigor, ¿quién osaba entonces atropellarle en su habitación? Siempre intentaba tomarlo todo a la ligera, creer en lo peor sólo cuando lo peor ya había sucedido, no tomar ninguna previsión para el futuro, ni siquiera cuando existía una amenaza considerable. Aquí, sin embargo, no le parecía lo correcto. Ciertamente, todo se podía considerar una broma, si bien una broma grosera, que sus colegas del banco le gastaban por motivos desconocidos, o tal vez porque precisamente ese día cumplía treinta años. Era muy posible, a lo mejor sólo necesitaba reírse ante los rostros de los vigilantes para que ellos rieran con él, quizá fueran los mozos de cuerda de la esquina, su apariencia era similar, no obstante, desde la primera mirada que le había dirigido el vigilante Franz, había decidido no renunciar a la más pequeña ventaja que pudiera poseer contra esa gente. Por lo demás, K no infravaloraba el peligro de que más tarde se dijera que no aguantaba ninguna broma. Se acordó --sin que fuera su costumbre aprender de la experiencia-- de un caso insignificante, en el que, a diferencia de sus amigos, se comportó, plenamente consciente, con imprudencia, sin cuidarse de las consecuencias, y fue castigado con el resultado. Eso no debía volver a ocurrir, al menos no esta vez; si era una comedia, seguiría el juego.

Aún estaba en libertad.

--Permítanme --dijo, y pasó rápidamente entre los vigilantes para dirigirse a su habitación.

--Parece que es razonable --oyó que decían detrás de él.

En cuanto llegó a su habitación se dedicó a sacar los cajones del escritorio, todo en su interior estaba muy ordenado, pero, a causa de la excitación, no podía encontrar precisamente los documentos de identidad que buscaba. Finalmente encontró los papeles para poder circular en bicicleta, ya quería ir a enseñárselos a los vigilantes cuando pensó que esos papeles eran insignificantes, por lo que siguió buscando hasta que encontró su partida de nacimiento. Cuando regresó a la habitación contigua, se abrió la puerta de enfrente y apareció la señora Grubach. Sólo se vieron un instante, pues en cuanto reconoció a K pareció confusa, pidió disculpas y desapareció cerrando cuidadosamente la puerta.

--Pero entre --es lo único que K tuvo tiempo de decir.

Ahora se encontraba en el centro de la habitación, con los papeles en la mano. Continuó mirando hacia la puerta, que no se volvió a abrir, y le asustó la llamada de los vigilantes, quienes permanecían sentados frente a una mesita al lado de la ventana abierta. Como K pudo comprobar, se estaban comiendo su desayuno.

--¿Por qué no ha entrado la señora Grubach? --preguntó K.

--No puede --dijo el vigilante más alto--. Usted está detenido. --Pero ¿cómo puedo estar detenido, y de esta manera?

--Ya empieza usted de nuevo --dijo el vigilante, e introdujo un trozo de pan en el tarro de la miel--. No respondemos a ese tipo de preguntas.

--Pues deberán responderlas. Aquí están mis documentos de identidad, muéstrenme ahora los suyos y, ante todo, la orden de detención.

--¡Cielo santo! --dijo el vigilante--. Que no se pueda adaptar a su situación actual, y que parezca querer dedicarse a irritarnos inútilmente, a nosotros, que probablemente somos los que ahora estamos más próximos a usted entre todos los hombres.

Así es, créalo --dijo Franz, que no se llevó la taza a los labios, sino que dirigió a K una larga mirada, probablemente sin importancia, pero incomprensible. K incurrió sin quererlo en un intercambio de miradas con Franz, pero agitó sus papeles y dijo:

Aquí están mis documentos de identidad.

--¿Y qué nos importan a nosotros? --gritó ahora el vigilante más alto--. Se está comportando como un niño. ¿Qué quiere usted? ¿Acaso pretende al hablar con nosotros sobre documentos de identidad y sobre órdenes de detención que su maldito proceso acabe pronto? Somos empleados subalternos, apenas comprendemos algo sobre papeles de identidad, no tenemos nada que ver con su asunto, excepto nuestra tarea de vigilarle diez horas todos los días, y por eso nos pagan. Eso es todo lo que somos. No obstante, somos capaces de comprender que las instancias superiores, a cuyo servicio estamos, antes de disponer una detención como ésta se han informado a fondo sobre los motivos de la detención y sobre la persona del detenido. No hay ningún error. El organismo para el que trabajamos, por lo que conozco de él, y sólo conozco los rangos más inferiores, no se dedica a buscar la culpa en la población, sino que, como está establecido en la ley, se ve atraído por la culpa y nos envía a nosotros, a los vigilantes. Eso es ley. ¿Dónde puede cometerse aquí un error?

--No conozco esa ley--dijo K.

--Pues peor para usted--dijo el vigilante.

--Sólo existe en sus cabezas --dijo K, que quería penetrar en los pensamientos de los vigilantes, de algún modo inclinarlos a su favor o ir ganando terreno. Pero el vigilante se limitó a decir:

--Ya sentirá sus efectos.

Franz se inmiscuyó en la conversación y dijo:

--Mira, Willem, admite que no conoce la ley y, al mismo tiempo, afirma que es inocente.

--Tienes razón, pero no se puede conseguir que comprenda nada --dijo el otro.

K ya no respondió. «¿Acaso --pensó-- debo dejarme confundir por la cháchara de estos empleados subalternos, como ellos mismos reconocen serlo? Hablan de cosas que no entienden en absoluto. Su seguridad sólo se basa en su necedad. Un par de palabras que intercambie con una persona de mi nivel y todo quedará incomparablemente más claro que en una conversación larga con éstos». Paseó de un lado a otro de la habitación, seguía viendo enfrente a la anciana, que ahora había arrastrado hasta allí a una persona aún más anciana, a la que mantenía abrazada. K tenía que poner punto final a ese espectáculo.

--Condúzcanme hasta su superior --dijo K.

--Cuando él lo diga, no antes --dijo el vigilante llamado Willem--. y ahora le aconsejo --añadió-- que vaya a su habitación, se comporte con tranquilidad y espere hasta que se disponga algo sobre su situación. Le aconsejamos que no se pierda en pensamientos inútiles, sino que se concentre, pues tendrá que hacer frente a grandes exigencias. No nos ha tratado con la benevolencia que merecemos. Ha olvidado que nosotros, quienes quiera que seamos, al menos frente a usted somos hombres libres, y esa diferencia no es ninguna nimiedad. A pesar de todo, estamos dispuestos, si tiene dinero, a subirle un pequeño desayuno de la cafetería.

K no respondió a la oferta y permaneció un rato en silencio. Tal vez no le impidieran que abriera la puerta de la habitación contigua o la del recibidor, tal vez ésa fuera la solución más simple, llevarlo todo al extremo. Pero también era posible que se echaran sobre él y, una vez en el suelo, habría perdido toda la superioridad que, en cierta medida, aún mantenía sobre ellos. Por esta razón, prefirió a esa solución la seguridad que traería consigo el desarrollo natural de los acontecimientos, y regresó a su habitación, sin que ni él ni los vigilantes pronunciaran una palabra más.

Se arrojó sobre la cama y tomó de la mesilla de noche una hermosa manzana que había reservado la noche anterior para su desayuno. Ahora era su único desayuno y, como comprobó al darle el primer mordisco, resultaba, sin duda, mucho mejor que el desayuno que le hubiera podido subir el vigilante de la sucia cafetería. Se sentía bien y confiado. Cierto, estaba descuidando sus deberes matutinos en el banco, pero como su puesto era relativamente elevado podría disculparse con facilidad. ¿Debería decir las verdaderas razones? Pensó en hacerlo. Si no le creían, lo que sería comprensible en su caso, podría presentar a la señora Grubach como testigo o a los dos ancianos de enfrente, que ahora mismo se encontraban en camino hacia la ventana de la habitación opuesta. A K le sorprendió, al adoptar la perspectiva de los vigilantes, que le hubieran confinado en la habitación y le hubieran dejado solo, pues allí tenía múltiples posibilidades de quitarse la vida. Al mismo tiempo, sin embargo, se preguntó, esta vez desde su perspectiva, qué motivo podría tener para hacerlo. ¿Acaso porque esos dos de al lado estaban allí sentados y se habían apoderado de su desayuno? Habría sido tan absurdo quitarse la vida, que él, aun cuando hubiese querido hacerlo, hubiera desistido por encontrarlo absurdo. Si la limitación intelectual de los vigilantes no hubiese sido tan manifiesta, se hubiera podido aceptar que tampoco ellos, como consecuencia del mismo convencimiento, consideraban peligroso dejarlo solo. Que vieran ahora, si querían, cómo se acercaba a un armario, en el que guardaba un buen aguardiente, cómo se tomaba un vaso como sustituto del desayuno y cómo destinaba otro para darse valor, pero este último sólo como precaución para el caso improbable de que fuera necesario.

En ese instante le asustó tanto una llamada de la habitación contigua que mordió el cristal del vaso.

--El supervisor le llama--dijeron.

Sólo había sido el grito lo que le había asustado, ese grito corto, seco, militar, del que jamás hubiera creído capaz a Franz. La orden fue bienvenida.

--¡Por fin! --exclamó, cerró el armario y se apresuró a entrar en la habitación contigua. Allí estaban los dos vigilantes que le conminaron a que volviera a su habitación, como si fuera algo natural.

--¿Pero cómo se le ocurre? --gritaron--. ¿Cómo pretende presentarse ante el supervisor en mangas de camisa? ¡Le dará una paliza y a nosotros también!

--¡Al diablo con todo! --gritó K, que ya había sido empujado hasta el armario ropero--. Cuando se me asalta en la cama no se puede esperar encontrarme en traje de etiqueta.

--No le servirá de nada resistirse --dijeron los vigilantes, quienes, siempre que K gritaba, permanecían tranquilos, con cierto aire de tristeza, lo que le confundía y, en cierta medida, le hacía entrar en razón.

--¡Ceremonias ridículas! --gruñó aún, pero cogió una chaqueta de la silla y la mantuvo un rato entre las manos, como si la sometiera al juicio de los vigilantes. Ellos negaron con la cabeza.

--Tiene que ser una chaqueta negra--dijeron.

K arrojó la chaqueta al suelo y dijo:

--Aún no se puede tratar de la vista oral.

Los vigilantes sonrieron, pero no cambiaron de opinión: --Tiene que ser una chaqueta negra.

--Si eso contribuye a acelerar el asunto, me parece bien --dijo K, que abrió el armario, buscó un buen rato entre los trajes y por fin sacó su mejor traje negro, un chaqué que por su elegancia había causado impresión entre sus amigos. A continuación, sacó también una camisa y comenzó a vestirse cuidadosamente. Creyó haber logrado un adelanto al comprobar que los vigilantes habían olvidado que se aseara en el baño. Los observaba para ver si se acordaban, pero naturalmente no se les ocurrió; sin embargo, Willem no olvidó enviar a Franz al supervisor con la noticia de que K se estaba vistiendo .

Una vez vestido tuvo que atravesar, pocos pasos por delante de Willem, la habitación contigua, ya vacía, y entrar en la siguiente, cuya puerta, de dos hojas, estaba abierta. Esta habitación, como muy bien sabía K, había sido ocupada hacía poco tiempo por una mecanógrafa que solía salir muy temprano a trabajar y llegaba tarde por las noches, y con la que K apenas había cruzado algunas palabras de saludo. Ahora la mesilla de noche había sido desplazada desde la cama hasta el centro de la habitación para servir de mesa de interrogatorio, y el supervisor se sentaba detrás de ella. Tenía las piernas cruzadas y apoyaba un brazo en el respaldo de la silla. En una de las esquinas de la habitación había tres jóvenes que contemplaban las fotografías de la señorita Bürstner, colgadas de la pared. Del picaporte de la ventana, que permanecía abierta, colgaba una blusa blanca. En la ventana de enfrente se encontraban de nuevo los dos ancianos, pero la reunión había aumentado, pues detrás de ellos destacaba un hombre con la camisa abierta, mostrando el pecho, que no paraba de retorcer y presionar con los dedos su perilla pelirroja.

--¿Josef K? --preguntó el supervisor, tal vez sólo para captar su atención dispersa.

K asintió.

--¿Le han sorprendido mucho los acontecimientos de esta mañana? --preguntó el supervisor y, como si fueran elementos necesarios para el interrogatorio, desplazó con ambas manos algunos objetos que había sobre la mesilla: una vela, una caja de cerillas, un libro y un acerico.

--Así es --dijo K, y le invadió una sensación de bienestar por haber encontrado al fin a un hombre razonable con el que poder hablar sobre su asunto--. Cierto, estoy sorprendido, pero de ningún modo muy sorprendido.

--¿No muy sorprendido? --preguntó el supervisor, y puso ahora la vela en el centro de la mesilla, mientras agrupaba el resto de los objetos a su alrededor.

--Es posible que no me interprete bien --se apresuró a especificar--. Quiero decir… --aquí K se interrumpió y buscó una silla--. ¿Puedo sentarme? --preguntó.

--No es lo normal --respondió el supervisor.

--Quiero decir --dijo ahora K sin más pausas-- que me ha sorprendido mucho, pero como llevo treinta años en el mundo y he tenido que abrirme camino solo en la vida, estoy endurecido contra todo tipo de sorpresas, así que no las tomo por la tremenda. Especialmente la de hoy, no.

--¿Por qué no especialmente la de hoy?

--No quiero decir que lo considere todo una broma, para ello me parecen demasiado complicadas todas las precauciones que se han tomado. Tendrían que participar todos los inquilinos de la pensión y también todos ustedes, eso me parece rebasar los límites de una broma. Por eso no quiero decir que se trata de una broma.

--En efecto --dijo el supervisor y se dedicó a contar las cerillas que había en la caja.

--Por otra parte --continuó K, y se dirigió a todos, incluso le hubiera gustado que los tres situados ante las fotografías se hubieran dado la vuelta para escucharle--, por otra parte el asunto no puede ser de mucha importancia. Lo deduzco porque he sido acusado, pero no puedo encontrar ninguna culpa por la que me pudieran haber acusado. Pero eso también es secundario. Las preguntas principales son: ¿Quién me ha acusado? ¿Qué organismo tramita mi proceso? ¿Es usted funcionario? Ninguno tiene uniforme, a no ser que su traje --y se dirigió a Franz-- se pueda denominar un uniforme, aunque a mí me parece más bien un traje de viaje. Reclamo claridad en estas cuestiones y estoy convencido de que, una vez que hayan sido aclaradas, nos podremos despedir amablemente.

El supervisor derribó la caja de cerillas sobre la mesa.

--Usted se encuentra en un grave error --dijo--. Estos señores, aquí presentes, y yo, carecemos completamente, en lo que se refiere a su asunto, de importancia, más aún, apenas sabemos algo de él. Podríamos llevar los uniformes reglamentarios y su asunto no habría empeorado un ápice. Tampoco puedo decirle si le han acusado, o mejor, ni siquiera se si le han acusado. Usted está detenido, eso es cierto, no sé más. Es posible que los vigilantes hayan charlado de otra cosa, pero eso sólo es una charla. Aunque no pueda responder a sus preguntas, sí le puedo aconsejar que piense menos en nosotros y en lo que le pueda ocurrir y piense más en sí mismo. Y tampoco alardee tanto de su inocencia, estropea la buena impresión que da. También debería ser más reservado al hablar, casi todo lo que ha dicho hasta ahora se podría haber deducido de su comportamiento aunque hubiera dicho muchas menos palabras, además, no resulta muy favorable para su causa.

K miró fijamente al supervisor. ¿Acaso recibía lecciones de un hombre que probablemente era más joven que él? ¿Le reprendían por su sinceridad? ¿Y no iba a saber nada de su detención ni del que la había dispuesto? Se apoderó de él cierta excitación, fue de un lado a otro, siempre y cuando nada ni nadie se lo impedía, se subió los puños de la camisa, se tocó el pecho, se alisó el pelo, pasó al lado de los tres señores, dijo «esto es absurdo», por lo que éstos se volvieron y le contemplaron con amabilidad, pero serios, y, finalmente, se paró ante la mesa del supervisor.

--El fiscal Hasterer es un buen amigo mío --dijo--, ¿le puedo llamar por teléfono?

--Por supuesto --dijo el supervisor--, pero no sé qué sentido podría tener hacerlo, a no ser que quisiera hablar con él de algún asunto particular.

--¿Qué sentido? --gritó K, más confuso que enojado--. ¿Pero, entonces, quién es usted? Usted pretende encontrar algún sentido y procede de la manera más absurda. Esto es para volverse loco. Estos señores me han asaltado y ahora están aquí sentados o pasean alrededor y me obligan a comparecer ante usted como si fuera un colegial. ¿Qué sentido tendría llamar a un fiscal si, como indican las apariencias, estoy detenido? Bien, no llamaré por teléfono.

--Pero hágalo --dijo el supervisor, y extendió la mano en dirección al recibidor, donde estaba el teléfono--, por favor, llame.

--No, ya no quiero --dijo K, y se acercó a la ventana. Desde allí podía ver a las personas de enfrente, quienes ahora, al ver aparecer a K en la ventana, se sintieron algo perturbadas en su papel de tranquilos espectadores. Los ancianos querían levantarse, pero el hombre que estaba detrás de ellos los tranquilizó.

--¡Allí hay unos mirones! --gritó K hacia el supervisor y los señaló con el dedo--. ¡Fuera de ahí!

Los tres retrocedieron inmediatamente unos pasos, los dos ancianos se colocaron, incluso, detrás del hombre, que con su ancho cuerpo los tapaba. Por los movimientos de su boca se podía deducir que estaba diciendo algo, aunque incomprensible desde la distancia. Pero no llegaron a desaparecer del todo, más bien parecían esperar el instante en que pudieran acercarse a la ventana sin ser notados.

--¡Gente impertinente y desconsiderada! --dijo K al volverse hacia la habitación. El supervisor probablemente asintió, al menos así lo creyó K al dirigirle una mirada de soslayo. Aunque también era posible que no hubiera escuchado, pues había extendido una de sus manos en la mesa y parecía comparar los dedos. Los dos vigilantes estaban sentados en un baúl cubierto con un paño decorativo y frotaban sus rodillas. Los tres jóvenes habían colocado las manos en las caderas y miraban alrededor sin fijarse en nada. Había un silencio como el que reina en una oficina vacía.

--Bien, señores --dijo K, pues le pareció que él era quien lo soportaba todo sobre sus hombros--, de su actitud se puede deducir que han concluido con mi asunto. Soy de la opinión de que lo mejor sería no pensar más sobre si su actuación está justificada o no y terminar el caso reconciliados, con un apretón de manos. Si comparten mi opinión, entonces, por favor… --y se acercó a la mesa del supervisor alargándole la mano.

El supervisor elevó la mirada, se mordió el labio y miró la mano extendida de K. Aún creía K que el supervisor la estrecharía, pero éste se levantó, cogió un sombrero que estaba sobre la cama de la señorita Bürstner y se lo colocó cuidadosamente con las dos manos, como hace la gente cuando se prueba un sombrero nuevo.

--¡Qué fácil le parece todo a usted! --dijo a K mientras se ponía el sombrero--. Deberíamos terminar el asunto con una despedida conciliadora, ¿ésa es su opinión? No, no, así no funcionan las cosas, y con esto tampoco le estoy diciendo que se desespere. No, ¿por qué hacerlo? Usted está detenido, nada más. Eso es lo que tenía que comunicarle, he cumplido mi misión y también he visto cómo ha reaccionado. Con eso es suficiente por hoy, ya podemos despedirnos, aunque sólo por el momento. Usted querrá ir al banco…

--¿Al banco? --preguntó K--. Pensé que estaba detenido.

K preguntó con cierto consuelo, pues aunque su apretón de manos no había sido aceptado, desde que el supervisor se había levantado se sentía mucho más independiente de aquella gente. Quería seguirles el juego. Tenía la intención, en el caso de que se fueran, de ir detrás de ellos hasta la puerta y ofrecerles su detención. Por eso repitió:

--¿Cómo puedo ir al banco, si estoy detenido?

--¡Ah, ya! --dijo el supervisor, que había llegado a la puerta--, me ha entendido mal, usted está detenido, cierto, pero eso no le impide Cumplir con sus obligaciones laborales. Debe seguir su vida normal.

--Entonces estar detenido no es tan malo --dijo K, y se acercó al supervisor.

--No he dicho nada que lo desmienta--dijo éste.

--Pero tampoco parece que haya sido necesaria la comunicación de la detención --dijo K, y se acercó más. También los otros se habían acercado. Todos se habían reunido en un pequeño espacio al lado de la puerta.

--Era mi deber --dijo el supervisor.

--Un deber bastante tonto --dijo K inflexible.

--Puede ser --respondió el supervisor--, pero no vamos a perder el tiempo con conversaciones como ésta. He pensado que querría ir al banco. Como usted está al tanto de todas las palabras, añado: no le obligo a ir al banco, sólo he supuesto que quería hacerlo. Para facilitárselo y para que su llegada al banco sea lo más discreta posible, he mantenido a estos tres jóvenes, colegas suyos, a su disposición.

--¿Cómo? --gritó K, y miró asombrado a los tres.

Aquellos jóvenes tan anodinos y anémicos, que él aún recordaba sólo como grupo al lado de las fotografías, eran realmente funcionarios de su banco, no colegas, eso era demasiado decir, y demostraba una laguna en la omnisciencia del supervisor, aunque, en efecto, se trataba de funcionarios subordinados del banco. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Hasta qué punto había concentrado la atención en el supervisor y en los vigilantes, que había sido incapaz de reconocer a esos tres: al torpe Rabensteiner, siempre agitando las manos, al rubio Kullych, con los ojos caídos, y a Kaminer, con su sonrisa insoportable, producto de una distrofia muscular crónica.

--¡Buenos días! --dijo K, pasado un rato, y ofreció su mano a los señores, que se inclinaron correctamente--. No les había reconocido. Bien, entonces nos vamos juntos al trabajo, ¿no?

Los tres jóvenes asintieron solícitos y sonriendo, como si hubieran estado esperando ese momento durante todo el tiempo, sólo cuando K echó de menos su sombrero, que se había quedado en su cuarto, se apresuraron, uno detrás del otro, a recogerlo, de lo que se podía deducir cierta perplejidad. K permaneció en silencio y vio cómo se alejaban a través de las dos puertas abiertas, el último, naturalmente, era el indiferente Rabensteiner, que se había limitado a adoptar un elegante trote corto. Kaminer le entregó el sombrero, y K tuvo que decirse expresamente, lo que, por lo demás, era necesario con frecuencia en el banco, que la sonrisa de Kaminer no era intencionada, que en realidad era incapaz de sonreír intencionadamente. En el recibidor, la señora Grubach, que no aparentaba ninguna conciencia culpable, abrió la puerta de la calle a todo el grupo, y K, como muchas veces, se quedó mirando la cinta de su delantal, que ceñía innecesariamente su poderoso cuerpo. Una vez fuera, K, con el reloj en la mano, y para no aumentar el retraso de media hora, decidió llamar a un taxi. Kaminer se acercó corriendo a una esquina para llamar a uno, pero mientras los otros dos aparentemente intentaban distraer a K, Kullych señaló repentinamente la puerta de enfrente, en la que acababa de aparecer el hombre con la perilla pelirroja, quien quedó algo confuso, ya que ahora se mostraba en toda su estatura, por lo que retrocedió hasta la pared y se apoyó en ella. Los ancianos aún estaban en las escaleras. K se enfadó con Kullych por haber llamado la atención sobre el hombre al que ya había visto antes y al que incluso había esperado.

--No mire hacia allí --balbuceó, sin darse cuenta de lo llamativa que resultaba esa forma de expresarse cuando se dirigía a personas maduras. Pero tampoco era necesaria ninguna explicación, pues acababa de llegar el coche, así que se sentaron y partieron. En ese instante, K se acordó de que no se había percatado de la partida del supervisor y de los vigilantes, el supervisor le había ocultado a los tres funcionarios y ahora los funcionarios habían ocultado, a su vez, al supervisor. Eso no denotaba mucha serenidad, así que K se propuso observarse mejor. No obstante, se dio la vuelta y se inclinó por si todavía existía la posibilidad de ver al supervisor y a los vigilantes. Pero recuperó en seguida su posición original sin ni siquiera haber intentado buscar a alguien, reclinándose cómodamente en uno de los extremos del asiento del coche. Aunque no lo aparentaba, habría necesitado ahora algo de conversación, pero los señores parecían cansados. Rabensteiner miraba hacia la derecha, Kullych hacia la izquierda y sólo Kaminer estaba a su disposición con sus muecas, y hacer una broma sobre ellas, por desgracia, lo prohibía la

 

 

 

 

DEMIAN

 

Quería tan sólo intentar vivir lo que tendía

a brotar espontáneamente de mí.

¿Por qué había de serme tan difícil?

 

1. Los dos mundos

Comienzo mi historia como un acontecimiento de la época en que yo tenía diez años e iba al Instituto de letras de nuestra pequeña ciudad. Muchas cosas conservan aún su perfume y me conmueven en lo más profundo con

pena y dulce nostalgia: callejas oscuras y claras, casas y torres, campanadas de reloj y rostros humanos, habitaciones llenas de acogedor y cálido bienestar, habitaciones llenas de misterio y profundo miedo a los fantasmas. Olores a cálida intimidad, a conejos y a criadas, a remedios caseros y a fruta seca. Dos mundos se confundían allí: de dos polos opuestos surgían el día y la noche.

Un mundo lo constituía la casa paterna; más estrictamente, se reducía a mis padres. Este mundo me resultaba muy familiar: se llamaba padre y madre, amor y severidad, ejemplo y colegio. A este mundo pertenecían un tenue esplendor, claridad y limpieza; en él habitaban las palabras suaves y amables, las manos lavadas, los vestidos limpios y las buenas costumbres. Allí se cantaba el coral por las mañanas y se celebraba la Navidad.

En este mundo existían las líneas rectas y los caminos que conducen al futuro, el deber y la culpa, los remordimientos y la confesión, el perdón y los buenos propósitos, el amor y el respeto, la Biblia y la sabiduría. Había que mantenerse dentro de este mundo para que la vida fuera clara, limpia, bella y ordenada.

El otro mundo, sin embargo, comenzaba en medio de nuestra propia casa y era totalmente diferente: olía de otra manera, hablaba de otra manera, prometía y exigía otras cosas. En este segundo mundo existían criadas y aprendices, historias de aparecidos y rumores escandalosos; todo un torrente multicolor de cosas terribles, atrayentes y enigmáticas, como el matadero y la cárcel, borrachos, mujeres chillonas, vacas parturientas y caballos desplomados; historias de robos, asesinatos y suicidios. Todas estas cosas hermosas y terribles, salvajes y crueles, nos rodeaban; en la próxima calleja, en la próxima casa, los guardias y los vagabundos merodeaban, los borrachos pegaban a las mujeres; al anochecer las chicas salían en racimos de las fábricas, las viejas podían embrujarle a uno y ponerle enfermo; los ladrones se escondían en el bosque cercano, los incendiarios caían en manos de los guardias. Por todas partes brotaba y pululaba aquel mundo violento; por todas partes, excepto en nuestras habitaciones, donde estaban mi padre y mi madre. Y estaba bien que así fuera. Era maravilloso que entre nosotros reinara la paz, el orden y la tranquilidad, el sentido del deber y la conciencia limpia, el perdón y el amor; y también era maravilloso que existiera todo lo demás, lo estridente y ruidoso, oscuro y brutal, de lo que se podía huir en un instante, buscando refugio en el regazo de la madre. Y lo más extraño era cómo lindaban estos dos mundos, y lo cerca que estaban el uno del otro. Por ejemplo, nuestra criada Lina, cuando por la noche rezaba en el cuarto de estar con la familia y cantaba con su voz clara, sentada junto a la puerta, con las manos bien lavadas sobre el delantal bien planchado, pertenecía enteramente al mundo de mis padres, a nosotros, a lo que era claro y recto. Pero después, en la cocina o en la leñera, cuando me contaba el cuento del hombrecillo sin cabeza o cuando discutía con las vecinas en la carnicería, era otra distinta: pertenecía al otro mundo y estaba rodeada de misterio. Y así sucedía con todo; y más que nada conmigo mismo. Sí, yo pertenecía al mundo claro y recto, era el hijo de mis padres; pero adondequiera que dirigiera la vista y el oído, siempre estaba allí lo otro, y también yo vivía en ese otro mundo aunque me resultara a menudo extraño y siniestro, aunque allí me asaltaran regularmente los remordimientos y el miedo. De vez en cuando prefería vivir en el mundo prohibido, y muchas veces la vuelta a la claridad, aunque fuera muy necesaria y buena, me parecía una vuelta a algo menos hermoso, más aburrido y vacío. A veces sabía yo que mi meta en la vida era llegar a ser como mis padres, tan claro y limpio, superior y ordenado como ellos; pero el camino era largo, y para llegar a la meta había que ir al colegio y estudiar, sufrir pruebas y exámenes; y el camino iba siempre bordeando el otro mundo más oscuro, a veces lo atravesaba y no era del todo imposible quedarse y hundirse en él. Había historias de hijos perdidos a quienes esto había sucedido, y yo las leía con verdadera pasión. El retorno al hogar paterno y al bien era siempre redentor y grandioso, y yo sentía que aquello era lo único bueno y deseable; pero la parte de lahistoria que se desarrollaba entre los malos y los perdidos siempre resultaba más atractiva y, si se hubiera podido decir o confesar, daba casi pena que el hijo pródigo se arrepintiese y volviera. Pero aquello no se decía y ni siquiera se pensaba; existía solamente como presentimiento y posibilidad, muy dentro de la conciencia. Cuando imaginaba al diablo, podía representármelo muy bien en la calle, disfrazado o al descubierto, en el mercado o en una taberna, pero nunca en nuestra casa.

Mis hermanas pertenecían también al mundo claro. Estaban, así me parecía a mí, más cerca de nuestros padres; eran mejores, más modosas y con menos defectos que yo.

Tenían imperfecciones y faltas, pero a mi me parecía que no eran defectos profundos; no les pasaba como a mí, que estaba más cerca del mundo oscuro y sentía, agobiante y doloroso, el contacto con el mal. A las hermanas había que respetarías y cuidarlas como a los padres; y cuando se había reñido con ellas se consideraba uno, ante la propia conciencia, malo, culpable y obligado a pedir perdón. Porque en las hermanas se ofendía a los padres, a la bondad y a la autoridad. Había misterios que yo podía compartir mejor con el más golfo de la calle que con mis hermanas. En días buenos, cuando todo era radiante y la conciencia estaba tranquila, era delicioso jugar con las hermanas, ser bueno y modoso con ellas y verse a sí mismo con un aura bondadosa y noble. ¡Así debía sentirse uno siendo ángel! Era la suma perfección que conocíamos; y creíamos que debía ser dulce y maravilloso ser ángel, rodeado de melodías suaves y aromas deliciosos como la Navidad y la felicidad. ¡Y qué pocas veces seguíamos aquellos momentos y aquellos días! En los juegos -juegos buenos, inofensivos, permitidos- yo era de una violencia apasionada, que acababa por hartar a mis hermanas y nos llevaba a la riña y al desastre; y cuando me dominaba la ira, me convertía en un ser terrible que hacia y decía cosas cuya maldad sentía profunda y ardientemente mientras las hacía y decía. Luego venían las horas espantosas y negras del arrepentimiento y la contrición, el momento doloroso de pedir perdón hasta que surgía un rayo de luz, una felicidad tranquila y agradecida, sin disensión, que duraba horas o instantes.

Yo iba al Instituto de letras. El hijo del alcalde y el del guardabosques mayor eran compañeros míos de clase y a veces venían a mi casa; eran chicos salvajes pero que pertenecían al mundo bueno y permitido. A pesar de ello, mantenía amistad estrecha con chicos vecinos, alumnos de la escuela de primera enseñanza a quienes generalmente despreciábamos. Con uno de ellos he de empezar mi relato.

Una tarde en que no teníamos clase -andaba yo por los diez años- vagaba con dos chicos de esta vecindad cuando se nos unió un chico mayor, más fuerte y brutal que nosotros, de unos 13 años, alumno de la escuela e hijo de un sastre. Su padre era un bebedor crónico y toda la familia tenía mala fama. Yo conocía bien a Franz Kromer; le tenía miedo y no me gustó que se uniera a nosotros. Tenía ya modales de hombre e imitaba los andares y la manera de hablar de los jóvenes obreros de las fábricas. Bajo su mando descendimos a la orilla del río, junto al puente, y nos ocultamos a los ojos del mundo bajo el primer arco. La estrecha orilla entre la pared arqueada del puente y el agua, que fluía lentamente, estaba cubierta de escombros, cacharros rotos y trastos, ovillos enredados de alambre oxidado y otras basuras. Allí se encontraban de vez en cuando cosas aprovechables; bajo la dirección de Franz Kromer nos pusimos a registrar el terreno para traerle lo que encontrábamos. Franz Kromer se lo guardaba o lo tiraba al agua. Nos llamaba la atención sobre objetos de plomo o zinc, y luego se lo guardaba todo, hasta un viejo peine de concha. Yo me sentía muy cohibido en su compañía; y no porque supiera que mi padre me prohibiría tratarme con él si se enteraba, sino por miedo a Franz mismo. Sin embargo, estaba contento de que me aceptara y me tratara como a los demás. Franz daba las órdenes y nosotros obedecíamos como si aquello fuera una vieja costumbre, aunque en verdad era la primera vez que estaba con él.

Por fin nos sentamos en el suelo. Franz escupía al agua, haciéndose el hombre; escupía por el colmillo y daba siempre en el blanco. Se inició una conversación y los chicos empezaron a fánfarronear de sus hazañas escolares y sus travesuras. Yo me callaba, pero temía llamar la atención con mi silencio y despertar la ira de Kromer.

Desde un principio mis dos compañeros se habían apartado de mí y unido a él. Yo era un extraño entre ellos y sentía que mis vestidos y mi manera de comportarme les provocaban. Era imposible que Franz me aceptara a mí, niño bien y alumno del Instituto; los otros dos chicos -yo me daba cuenta- renegarían de mí en el momento decisivo y me dejarían en la estacada.

Por fin, de puro miedo que tenía, empecé también a contar. Me inventé una historia de ladrones y me adjudiqué el papel de héroe principal. Les conté que en un huerto cerca del molino había robado por la noche, con la ayuda de un amigo, un saco de manzanas; pero no de manzanas corrientes sino de reinetas y verdes doncellas de las más finas. Huyendo de los peligros del momento me refugié en aquella historia, ya que inventar y narrar me resultaba fácil. Tiré de todos los registros con tal de no terminar en seguida y quizás enredarme en cosas peores. Uno de nosotros, seguí contando, tenía que hacer de guardia mientras el otro, subido en el árbol, tiraba las manzanas. El saco pesaba tanto que al final tuvimos que abrirlo y dejar allí la mitad del contenido; pero al cabo de media hora volvimos por el resto.

Al terminar mi relato esperé algún aplauso; al fin y al cabo, había entrado en calor dejándome arrastrar por la fantasía. Sin embargo, los dos chicos más pequeños se quedaron callados, a la expectativa, y Franz Kromer, observándome con ojos escrutadores, me preguntó en tono amenazador:

- ¿ Eso es verdad?

-Sí -contesté.

-¿De veras?

-Sí, de veras -aseguré, mientras el miedo me ahogaba.

-¿Lo puedes jurar?

Me asusté mucho, pero dije en seguida que sí.

-Entonces di: lo juro por Dios y mi salvación eterna.

Yo repetí:

-Por Dios y mi salvación eterna.

-Bien -dijo, y se apartó de mí.

Yo pensé que con esto me dejaría en paz; y me alegré cuando se levantó, poco después, y propuso regresar. Al llegar al puente dije tímidamente que tenía que irme a casa.

-No correrá tanta prisa -rió Franz-, llevamos el mismo camino.

Franz seguía caminando lentamente y yo no me atreví a escaparme, porque en verdad íbamos hacia mi casa. Cuando llegamos y vi la puerta con su grueso picaporte dorado, la luz del sol sobre las ventanas y las cortinas del cuarto de mi madre, respiré aliviado. La vuelta a casa. ¡Venturoso regreso a casa, a la luz, a la paz!

Abrí rápidamente la puerta, dispuesto a cerrarla detrás de mí, pero Franz Kromer se interpuso y entró conmigo. En el zaguán fresco y oscuro, que recibía sólo un poco de luz del patio, se acercó a mí y, cogiéndome del brazo, dijo:

-Oye, no tengas tanta prisa.

Le miré asustado. Su mano atenazaba mi brazo con una fuerza de hierro. Me pregunté qué se propondría y si quizá me quería pegar. Si yo gritara ahora, pensé, si gritara fuerte, ¿bajaría alguien tan de prisa como para salvarme? Pero no lo hice.

-¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Qué quieres?

-Nada especial. Quería preguntarte algo. Los otros no necesitan enterarse.

-¡Ah, bueno! ¿Qué quieres que te diga? Tengo que subir.

-Tú sabes a quién pertenece el huerto junto al molino, ¿verdad? -dijo Franz muy bajo.

-No lo sé. Creo que al molinero.

Franz me había rodeado con el brazo y me atrajo a sí de tal manera que tenía que mirarle a la cara muy de cerca. Sus ojos tenían un brillo maligno, sonreía torvamente y su rostro irradiaba crueldad y poder.

-Oye, pequeño, te diré de quién es el huerto. Hace tiempo que sé lo del robo de las manzanas y que el propietario ha prometido dos marcos al que le diga quién robó la fruta.

-¡Santo Dios! -exclamé-. ¿Pero no irás a decírselo?

Me di cuenta de que no serviría de nada apelar a su sentido del honor. Pertenecía al «otro» mundo; para él la traición no era un crimen. Lo sabía perfectamente. En estas cosas la gente del «otro» mundo no era como nosotros.

-¿No decir nada? -rió Kromer-. Amigo, ¿crees que falsifico monedas y que puedo fabricar de dos marcos cuando quiera? Soy bastante pobre, no tengo un padre rico como tú; y si puedo ganarme dos marcos aprovecho la ocasión. Quizá me dé aún más. Me soltó de pronto. Nuestro zaguán no olía ya a paz y a seguridad. El mundo se desmoronó

a mi alrededor. Me denunciaría; yo era un delincuente. Se lo dirían a mi padre y quizá vendría hasta la policía a casa. Me amenazaban todos los horrores del caos; todo lo feo y todo lo peligroso se alzaba contra mí. Que en realidad yo no hubiera robado, carecía de importancia. Y además había jurado. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Me brotaron las lágrimas. Se me ocurrió que podría pagarle mi rescate y busqué desesperadamente en mis bolsillos. Ni una manzana, ni una navaja: no tenía nada.

Entonces me acordé de mi reloj, un viejo reloj de plata que no funcionaba y que yo llevaba por llevar. Había pertenecido a nuestra abuela. Lo saqué rápidamente.

-Kromer -dije-, escucha, no me denuncies, no estaría bien. Toma, te regalo mi reloj, no tengo otra cosa. Te lo puedes quedar. Es de plata, y la maquinaria es buena; tiene sólo un pequeño fallo, pero se puede arreglar.

Kromer sonrió y tomó el reloj con su manaza. Miré aquella mano y me di cuenta de lo brutal y hostil que me era, de cómo amenazaba mi vida y mi paz.

-Es de plata -dije tímidamente.

-Me importa tres pitos tu plata y tu reloj -dijo con profundo desprecio-. Arréglalo tú.

-¡Pero, Franz! -grité, temblando y temiendo que se fuera-. ¡ Espera, toma el reloj!

¡Es de plata, de verdad, y no tengo otra cosa!

Me miró fría y despectivamente.

-Bueno, ya sabes dónde voy a ir. O también se lo puedo decir a la policía. Conozco bien al sargento.

Se volvió para salir y yo le retuve por la manga. Aquello no podía suceder. Hubiera preferido antes morir que tener que soportar todo lo que pasaría si él se iba.

-Franz -imploré ronco de excitación-, ¡no hagas tonterías! Es sólo una broma, ¿ no?

-Sí, una broma; pero puede salirte muy cara.

-Dime lo que tengo que hacer, Franz. Haré lo que sea.

Me miró de arriba abajo guiñando los ojos y volvió a reírse.

-¡No seas tonto! -dijo con falsa amabilidad-. Tú sabes tan bien como yo de qué se trata. Puedo ganarme dos marcos, y yo no soy un rico como tú para tirarlos. Tú lo sabes. Eres rico, tienes hasta un reloj. No necesitas más que darme esos dos marcos, y todo irá sobre ruedas.

Ahora comprendí la lógica. Pero ¡dos marcos! Para mí era tanto y tan imposible como diez, cien o mil marcos. Yo no disponía de dinero. Tenía una hucha, que estaba en el cuarto de mi madre, en la que había algunas monedas, de las visitas de los tíos y de otras ocasiones parecidas. Aparte de esto, no tenía nada. Por entonces no me daban aún dinero para mis gastos.

-No tengo nada -dije tristemente-. No tengo dinero. Pero te daré todo lo que tengo: un libro de indios, y soldados, y una brújula. Ahora te los bajo.

Kromer sólo torció su boca agresiva y peligrosa y escupió en el suelo.

-No digas estupideces -dijo en tono imperativo-. Puedes guardarte todas tus porquerías. ¡Una brújula! Mira, no hagas que me enfade y dame el dinero.

-¡Pero si no tengo! No me dan nada. ¡No tengo la culpa!

-Bueno, tú tráeme mañana los dos marcos. Te espero después del colegio en el mercado. Asunto terminado. Si no me traes el dinero, ¡prepárate!

-¿Pero de dónde voy a sacarlo? ¡Por Dios, si no lo tengo!

-En tu casa hay dinero de sobra. Arréglatelas como puedas; así que mañana después del colegio. Y te aseguro que si no me lo traes...

Me lanzó una mirada terrible, escupió otra vez y desapareció como una sombra.

No podía subir a casa. Mi vida estaba destrozada. Pensé escaparme para no volver más o tirarme al río; pero no eran ideas claras. Me senté a oscuras en el último peldaño de la escalera, me hice un ovillo y me entregué a mi desgracia. Allí me encontró llorando Lina, cuando bajó a coger leña con una cesta.

Le pedí que no dijera nada y subí. En el perchero, junto a la puerta de cristal, colgaban el sombrero de mi padre y la sombrilla de mi madre; el hogar y la ternura me salían al encuentro en aquellos objetos, y mi corazón les saludó agradecido y suplicante, como el hijo pródigo a las viejas estancias de la casa paterna. Pero todo aquello ya no me pertenecía; era el mundo claro de los padres y yo me había hundido profunda y culpablemente en el torrente desconocido. Me había enredado en la aventura y el pecado, me amenazaba el enemigo, y me esperaban peligros, miedo y vergüenza. El sombrero y la sombrilla, el viejo suelo de ladrillo, el gran cuadro sobre el armario del pasillo, y desde el cuarto de estar la voz de mis hermanas mayores: todo aquello me resultaba más querido, más delicado y valioso que nunca, pero ya no era un consuelo y un bien seguro, sino un vivo reproche. Esto ya no era mío; yo no podía participar más de su alegría y tranquilidad. Llevaba en las botas barro que no podía limpiar en el felpudo, y traía conmigo sombras de las que el mundo del hogar nada sabía. Cuantos secretos y temores había yo tenido, habían sido un juego y una broma comparado con lo que traía hoy a estas habitaciones. El destino me perseguía; hacia mí se tendían unas manos de las que mi madre no podía protegerme y de las que nada debía saber. Que mi delito fuera hurto o mentira -¿no había jurado por Dios y mi salvación?- importaba poco.

Mi pecado no era esto o aquello; mi pecado era haber dado la mano al diablo. ¿Por qué había ido con ellos? ¿Por qué había obedecido a Kromer en vez de a mi padre? ¿Por qué había inventado la historia del robo? ¿Por qué me había vanagloriado de un delito como si se tratara de una hazaña? Ahora el diablo me tenía agarrado por la mano; ahora el enemigo me perseguía.

Por un momento no sentí miedo por el día siguiente sino la terrible certidumbre de que mi camino iba cuesta abajo, hacia las tinieblas. Sentía claramente que a mi delito seguirían forzosamente otros, que mi presencia ante mis hermanas, mi saludo y mis besos a mis padres eran mentira porque yo llevaba en mí un destino y un secreto que escondía ante ellos.

Durante un instante tuve un destello de confianza y esperanza al ver el sombrero de mi padre. Podía decirle todo y aceptar su sentencia y su castigo; podía hacerle mi confidente y mi salvador. Esto sólo significaría una penitencia, como lo había hecho muchas veces, una hora difícil y amarga, un pedir perdón arrepentido y contrito.

¡Qué dulce me parecía aquello! ¡Cómo deseaba hacerlo! Pero era imposible. Sabía que no lo haría. Sabía que ahora guardaba un secreto, una culpa que tenía que llevar yo solo. Quizá me encontraba ahora en un momento crucial; quizás iba a pertenecer desde ahora al mundo de los malos, a compartir secretos con los malvados, a depender de ellos, a obedecerles y a convertirme en uno de ellos. Había jugado a ser hombre y héroe y ahora tenía que soportar las consecuencias.

Me gustó que, al entrar, mi padre se fijara en mis zapatos mojados. Aquello distraería su atención; así no se daría cuenta de lo peor y yo podía cargar con una reprimenda que en secreto trasladaba a la otra culpa. Al mismo tiempo surgió en mí un extraño y nuevo sentimiento lleno de espinas. ¡Me sentía superior a mi padre! Sentí durante un momento cierto desprecio por su ignorancia; su reprensión por las botas mojadas me parecía mezquina. «¡Si tú supieras!», pensaba yo como un criminal al que interrogan por un panecillo robado, mientras él tiene asesinatos sobre su conciencia. Era un sentimiento feo y repulsivo pero muy fuerte y con un profundo encanto y que me encadenaba con fuerza a mi secreto y a mi culpa. Quizá, pensaba yo, Kromer ha ido ya a la policía y me ha denunciado; los nubarrones empiezan a amontonarse sobre mi cabeza y aquí me tratan como a un chiquillo.

De toda esta vivencia, de cuanto va relatado hasta aquí, constituyó este momento lo más importante y perdurable. Fue el primer resquebrajamiento de la divinidad del padre, el primer golpe a los pilares sobre los que había descansado mi niñez y que todo hombre tiene que destruir para poder ser él mismo. Estos acontecimientos, que nadie ve, forman la línea interior y esencial de nuestro destino. El desgarrón cicatriza y se olvida, pero en el interior del ser continúa existiendo y sangrando. A mí mismo me dio en seguida miedo del nuevo sentimiento, y me hubiera tirado al suelo para besar a mi padre los pies y pedirle perdón. Pero no se puede pedir perdón por algo esencial; y eso lo siente y sabe un niño tan profundamente como un sabio.

Tenía necesidad de pensar sobre este asunto y trazar caminos para el día siguiente; pero no pude hacerlo. Me pasé toda la tarde intentando acostumbrarme al ambiente transformado que reinaba en nuestro cuarto de estar. El reloj y la mesa, la Biblia y el espejo, la librería y los cuadros se despedían de mí; con el corazón helado, me veía obligado a contemplar cómo mi mundo y mi vida feliz y buena se transformaban en pasado y se desligaban de mí. Me veía sujeto por nuevas y absorbentes raíces al mundo extraño y tenebroso. Descubrí el gusto de la muerte; y la muerte sabe amarga porque es nacimiento, porque es miedo e incertidumbre ante una aterradora renovación.

Por fin, llegó la hora de acostarme. Pero antes, como último purgatorio, tuve que aguantar las oraciones de la noche, en las que se cantó una de mis oraciones preferidas.

Yo no canté; cada tono era como hiel y veneno para mí. Tampoco recé con ellos; y cuando mi padre pronunció la acción de gracias y terminó con las palabras:

«Tu espíritu esté con nosotros», un impulso me apartó de su comunidad. La gracia de Dios estaba con todos ellos pero no conmigo. Me fui a mi cuarto aterido y profundamente cansado. En la cama, después de un rato, cuando el calor y la seguridad me envolvían cariñosamente, mi corazón volvió otra vez a la angustia, revoloteando temeroso en torno a lo que había pasado. Mi madre acababa de darme las buenas noches, como siempre; sus pasos aún resonaban en la habitación y el resplandor de su vela aún refulgía en la puerta entreabierta. «Ahora -pensé-, ahora vendrá otra vez. Se ha dado cuenta de todo. Me dará un beso, me preguntará con bondad y comprensión y entonces

podré llorar. Se me derretirá el hielo que tengo en la garganta, la abrazaré y se lo diré todo. Entonces, todo volverá a la normalidad. ¡Será la salvación!» Cuando la rendija de la puerta volvió a quedar a oscuras, estuve un rato escuchando, convencido de que tenía que suceder así por fuerza.

Luego volví a mis penas y me enfrenté con mi enemigo. Le veía claramente. Tenía guiñado un ojo, su boca reía brutalmente y, mientras yo le miraba, seguro de que no podía escapar, él crecía y se hacía cada vez más horrible y sus ojos malvados lanzaban destellos diabólicos. Estuvo junto a mí hasta que me dormí; y entonces no soñé con él ni

con las cosas de aquel día sino que mis padres, mis hermanas y yo íbamos en una barca y nos rodeaba la paz y la luz de un día de vacaciones. En medio de la noche me desperté, con el sabor de la felicidad aún en la boca; todavía veía brillar los trajes blancos de mis hermanas bajo el sol. Pero me precipité desde aquel paraíso a la realidad y de nuevo me encontré, cara a cara, con el enemigo de los ojos malvados.

Por la mañana, cuando mi madre entró presurosa diciendo que era tarde y preguntándome por qué estaba aún en la cama, tenía yo muy mala cara. Al preguntarme si me pasaba algo, vomité.

Parecía que con aquello ganaba algo. Me gustaba estar un poco enfermo y pasarme una mañana entera en la cama, tomando manzanilla y escuchando cómo mi madre arreglaba el cuarto de al lado y Lina recibía al carnicero en el pasillo. Una mañana sin colegio era algo maravilloso y legendario. El sol jugueteaba en la habitación, pero no era el mismo sol contra el que se bajaban las cortinas verdes en el colegio. Sin embargo, todo aquello no tenía hoy el sabor de otras veces y me sonaba a falso. ¡Ojalá me hubiera muerto! Pero sólo me sentía un poco mal, como muchas veces me había sentido, y con eso no se arreglaba nada. Sí; me salvaba del colegio, pero no me salvaba de Kromer, que me esperaría a las once en el mercado. El cariño de mi madre no me consolaba; me molestaba y me dolía. Me hice el dormido y me puse a pensar. No había salida: a las once tenía que estar en el mercado. A las diez me levanté y dije que estaba mejor. Me contestaron, como siempre en estos casos, que me volviera a la cama y que si no tendría que ir al colegio por la tarde. Dije que iría de buena gana al colegio. Ya tenía trazado un plan. Sin dinero no podía presentarme a Kromer. Tenía que hacerme con la hucha, que al fin y al cabo me pertenecía. No contenía dinero suficiente, eso ya lo sabía; pero algo era, y un presentimiento me decía que mejor era eso que nada y que así Kromer se apaciguaría.

Tuve una sensación malísima al entrar en calcetines en el cuarto de mi madre para sacar la hucha de su escritorio. Pero no era una sensación tan insoportable como la de ayer. Los latidos del corazón casi me ahogaban, y no me fue mejor cuando descubrí en el zaguán que la hucha estaba cerrada. Era fácil abrirla: sólo había que romper una fina

rejilla de hojalata; pero me dolió hacerlo porque con ese acto había cometido realmente un robo. Hasta ahora sólo había goloseado terrones de azúcar y fruta. Esto, sin embargo, era robar, aunque fuera mi dinero. Me di cuenta de que había dado un paso más hacia Kromer y su mundo, de que iba poco a poco cuesta abajo, pero me obstiné en ello. ¡Al diablo todo! Ahora no podía volverme atrás. Conté el dinero con miedo. En la hucha hacía mucho ruido, pero ahora en la mano era una miseria: 65 céntimos. Escondí la hucha bajo la escalera y con el dinero en la mano salí de la casa, con una sensación totalmente nueva... Arriba alguien me llamaba, o eso me pareció; eché a andar de prisa.

Aún tenía mucho tiempo por delante y fui dando rodeos por las callejas de una ciudad transformada, bajo nubes nunca vistas, ante edificios que me observaban y entre personas que sospechaban de mí. En el camino me acordé de que un compañero mío había encontrado un día un táler en el mercado de ganado. De buena gana hubiera rezado para que Dios hiciera un milagro y me permitiera un descubrimiento así. Pero yo no tenía derecho a rezar. Además, eso no hubiera arreglado la hucha rota.

Franz Kromer me vio venir de lejos, pero se acercó lentamente y como si no me viera. Cuando llegó a mime hizo un gesto para que le siguiera, bajó por la Strohgasse, cruzó el puente y siguió caminando hasta que se detuvo cerca de un edificio en construcción, ya en las afueras. Nadie estaba trabajando en la obra; los muros se levantaban desnudos, sin ventanas ni puertas. Kromer echó un vistazo a su alrededor y entró por una puerta. Yo le seguí. Se paró detrás de un muro, me llamó y tendió la mano.

-¿Qué, lo traes? -preguntó fríamente.

Saqué el puño del bolsillo y dejé caer mi dinero en la palma de su mano. Antes de que hubiera caído la última moneda, ya lo había contado.

-Son sesenta y cinco céntimos -dijo, y me miró.

-Sí -contesté tímidamente-. Es todo lo que tengo; no es bastante, ya lo sé. Pero es todo. No tengo más.

-Te creía más listo -me replicó casi con bondad-. Entre hombres de honor tiene que haber orden. No quiero aceptar nada de ti que no sea justo, tú lo sabes. ¡Toma tus perras! El otro, ya sabes quién, no intentará regatear conmigo. Ese paga.

-¡Pero no tengo más! Son todos mis ahorros.

-Eso es cosa tuya. Pero vamos, no quiero hacerte daño. Me debes aún un marco y treinta y cinco céntimos. ¿Cuándo me los vas a dar?

-Los tendrás, Kromer. ¡Seguro! Aún no sé cuándo, pero quizá tenga pronto dinero, mañana o pasado. Comprenderás que no puedo decírselo a mi padre.

-A mí eso no me importa. Pero ya sabes que no quiero hacerte daño. Yo podía tener ese dinero antes del mediodía, y ya sabes que soy pobre. Tú tienes trajes bonitos y te dan mejor comida que a mí. Pero no voy a decir nada. Esperaré un poco. Pasado mañana te llamaré por la tarde, y me lo traes. ¿Conoces bien mi silbido? Me silbó una señal que ya había oído muchas veces.

-Sí -dije-, ya sé.

Se marchó como si yo no tuviera nada que ver con él. Aquello había sido un negocio y nada más.

Hoy todavía me asustaría el silbido de Kromer si lo oyera inesperadamente. Desde aquel día lo tuve que escuchar muchas veces; me daba la impresión de oírlo constantemente, sin cesar. No había lugar, juego, trabajo o pensamiento adonde no llegara ese silbido que me esclavizaba y que era mi destino. A menudo bajaba yo en las tardes suaves y multicolores de otoño a nuestro pequeño jardín, que tanto me gustaba, y un extraño impulso me llevaba a los juegos infantiles de épocas pasadas; jugaba a ser un niño mas pequeño de lo que yo era y que aún era bueno, libre, inocente y protegido.

En medio de los juegos sonaba desde cualquier parte el silbido de Kromer, siempre esperado pero siempre terriblemente inquietante e inoportuno, rompiendo la paz, destruyendo mis pensamientos. Entonces tenía que salir y seguir a mi verdugo a sitios apartados y feos, justificarme ante él y escuchar sus amenazadoras peticiones de dinero. Todo esto duraría unas semanas, pero a mí me pareció que fueron años, una eternidad. Raras veces conseguía dinero: de vez en cuando, alguna perra que robaba en la cocina, cuando Lina dejaba allí la bolsa de la compra. Kromer siempre me reñía y me hundía en su desprecio, diciendo que yo quería engañarle y estafarle, que era yo quien le robaba lo suyo y le hacía desgraciado. Nunca, en toda mi vida, he sentido la desdicha tan cerca del corazón; nunca he sentido mayor desesperanza ni mayor dependencia.

Había llenado la hucha de fichas de jugar y la había vuelto a dejar en su Sitio. Nadie preguntó por ella. Pero también aquello podía venírseme encima cualquier día. Más que al silbido brutal de Kromer temía yo a mi madre cuando se acercaba a mi suavemente: ¿vendría acaso a preguntarme por la hucha?

Como muchas veces me presentaba ante mi verdugo sin dinero, éste empezó a atormentarme y a utilizarme de otra manera. Me hacía trabajar para él. Me obligaba a hacer en su lugar los recados que le encargaba su padre, o me mandaba a hacer algo difícil como saltar diez minutos a la pata coja o colgar a un transeúnte un monigote en la espalda. Estos suplicios se prolongaban muchas noches en los sueños y yo me despertaba empapado de sudor.

Durante un tiempo caí enfermo. Durante el día vomitaba a menudo y tenía frío; por la noche, sin embargo, tenía fiebre y sudores. Mi madre se daba cuenta de que algo no iba bien y me demostraba un cariño tan grande que me martirizaba, ya que no podía corresponderle con franqueza.

Una vez mi madre me trajo un trocito de chocolate a la cama. Aquello era un recuerdo de años pasados, cuando solía recibir estas pequeñas sorpresas si había sido bueno. Me dolió tanto el recuerdo que sólo pude mover la cabeza. Ella me preguntó qué me pasaba y me acarició el pelo. Sólo pude responder: «Nada, nada. No quiero que me

des nada.» Dejó el chocolate en la mesilla y salió de la habitación. Cuando al día siguiente me quiso interrogar sobre lo sucedido, hice como si no me acordara de ello. Un día trajo al médico, que me hizo un reconocimiento y me recetó abluciones frías por la mañana.

Mi estado durante aquel tiempo era una especie de desquiciamiento. En medio de la paz ordenada de nuestra casa yo vivía atemorizado y torturado como un fantasma; no participaba en la vida de los demás y raras veces me olvidaba de mí mismo. Con mi padre, que muchas veces me interrogaba irritado, me mostraba frío y hermético.

 

 

 

EL PRINCIPITO

Cuando yo tenía seis años vi en un libro sobre la selva virgen que se titulaba "Historias vividas", una magnífica lámina. Representaba una serpiente boa que se tragaba a una fiera. Esta es la copia del dibujo.



En el libro se afirmaba: "La serpiente boa se traga su presa entera, sin masticarla. Luego ya no puede moverse y duerme durante los seis meses que dura su digestión".

Reflexioné mucho en ese momento sobre las aventuras de la jungla y a mi vez logré trazar con un lápiz de colores mi primer dibujo. Mi dibujo número uno era de esta manera:

 


Enseñé mi obra de arte a las personas mayores y les pregunté si mi dibujo les daba miedo.

-¿por qué habría de asustar un sombrero? - me respondieron.

Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba una serpiente boa que digiere un elefante. Dibujé entonces el interior de la serpiente boa a fin de que las personas mayores pudieran comprender. Siempre estas personas tienen necesidad de explicaciones. Mi dibujo número dos era así:

 



Las personas mayores me aconsejaron abandonar el dibujo de serpientes boas, ya fueran abiertas o cerradas, y poner más interés en la geografía, la historia, el cálculo y la gramática. De esta manera a la edad de seis años abandoné una magnífica carrera de pintor. Había quedado desilusionado por el fracaso de mis dibujos número uno y número dos. Las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones.

Tuve, pues, que elegir otro oficio y aprendía pilotear aviones. He volado un poco por todo el mundo y la geografía, en efecto, me ha servido de mucho; al primer vistazo podía distinguir perfectamente la China de Arizona. Esto es muy útil, sobre todo si se pierde uno durante la noche.

A lo largo de mi vida he tenido multitud de contactos con multitud de gente seria. Viví mucho con personas mayores y las he conocido muy de cerca; pero esto no ha mejorado demasiado mi opinión sobre ellas.

Cuando me he encontrado con alguien que me parecía un poco lúcido, lo he sometido a la experiencia de mi dibujo número 1 que he conservado siempre. Quería saber si verdaderamente era un ser comprensivo. E invariablemente me contestaban siempre: "Es un sombrero". Me abstenía de hablarles de la serpiente boa, de la selva virgen y de las estrellas. Poniéndome a su altura, les hablaba del bridge, del golf, de política y de corbatas. Y mi interlocutor se quedaba muy contento de conocer a un hombre tan razonable.