El
pescador y su alma
El
pescador y su alma
a S.a.r.a. Alicia
Princesa de Mónaca
Todas
las tardes el joven Pescador se internaba en el mar, y arrojaba
sus redes al agua.
Cuando el viento soplaba desde
tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas
negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en
cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces
subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las
mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para
venderlos.
Todas las tardes el joven Pescador
se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan
pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo, se dijo:
—O bien he atrapado todos los
peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los
hombres, o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos
de contemplar.
Haciendo uso de todas sus fuerzas
fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de
los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta
que, por fin, apareció la red a flor de agua.
Sin embargo no había cogido pez
alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; sólo una sirenita que estaba
profundamente dormida.
Su cabellera parecía vellón de
oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de
cristal. Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y
nácar. De plata y nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se
enredaban sobre ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus
labios eran como el coral. Las olas frías se estrellaban sobre sus fríos
senos, y la sal le resplandecía en los párpados bajos.
Tan bella era aquella sirenita que
cuando el joven Pescador la vio, se sintió sobrecogido de maravilla,
alargó la mano y la atrajo hasta él; luego inclinándose sobre el
borde de la barca, la tomó en brazos. Pero apenas la tocó, la
sirenita gritó como una gaviota asustada, y despertó, y lo miró con
sus ojos de amatista llenos de terror, esforzándose en un vano
intento de escapar. Él la sujetó poderosamente abrazada, sin dejarla
escapar.
Cuando la sirenita comprendió que
no había forma de huir se puso a llorar y dijo:
—Te suplico que me dejes en
libertad. Soy la hija única de un Rey, y mi padre ya es viejo y vive
solo.
Pero el joven Pescador respondió:
—No te soltaré hasta que me
prometas que cada vez que te llame obedecerás mi llamada, y
cantarás para mí. A los peces les fascina el oír las canciones del
pueblo del mar, y así mis redes estarán siempre llenas.
—¿Juras que me soltarás si te
hago esa promesa? —preguntó la sirena.
—Juro que te soltaré
—respondió el joven Pescador.
Ella hizo entonces la promesa
pactada, jurando con el juramento de los hijos del Mar. Él abrió los
brazos y la sirenita se sumergió en el agua temblando con un extraño
temblor.
Todas las tardes el joven Pescador
se internaba mar adentro, y llamaba a la sirena, y ella acudía
invariablemente; salía del agua y cantaba. En torno de ella nadaban
los delfines, y las gaviotas le revoloteaban sobre la cabeza.
Cantaba una canción maravillosa.
Cantaba sobre los hijos del Mar
que llevan sus rebaños de gruta en gruta, cargando los ternerillos al
hombro; cantaba acerca de los tritones, que tienen largas barbas
verdes y pechos velludos, y hacen sonar sus retorcidas caracolas
cuando pasa el Rey; cantaba sobre el palacio del Rey que es todo de ámbar,
y su techo es de claras esmeraldas, y el pavimento está formado de
resplandecientes perlas; y cantaba sobre los jardines del Mar, donde
los grandes abanicos de coral se balancean todo el día, y los peces
nadan alrededor como pájaros de plata, y las anémonas se cogen a las
rocas y en la arena amarilla florecen con grandes corolas rojas.
Cantaba de las vastas ballenas, que bajan de los mares del Norte con
sus barbas cuajadas de agudos carámbanos; cantaba también acerca de
las sirenas, que cantan tales maravillas, que los mercaderes deben
taparse con cera los oídos, por temor, al escucharlas, de saltar al
agua y ahogarse; cantaba sobre las naves hundidas, con sus altos mástiles
y sus marineros aferrados aún a las jarcias, y de las caballas
entrando y saliendo por los huecos abiertos en el casco; cantaba sobre
las lapas diminutas, que son grandes viajeras porque adheridas a la
quilla de los barcos dan vueltas al mundo una y otra vez; y cantaba de
las jibias, que habitan los arrecifes y extienden sus largos brazos
negros, y pueden crear la noche cuando se les antoja. Cantaba al
Nautilus, que tiene un barquito tallado en ópalo y se gobierna con
una vela de plata; cantaba a los grandes leones marinos, con sus
colmillos curvos, y a los hipocampos, de crines flotantes y graciosos
cuerpos de carey rojo y cabriolante.
Mientras la sirenita cantaba, los
atunes subían de las profundidades para oíra, y el joven Pescador
lanzaba sus redes al mar y los atrapaba, o bien traspasaba con su arpón
a los más grandes. Y cuando tenía su barca bien cargada, la sirena
le sonreía y se sumergía nuevamente hacia el reino de su padre.
Sin embargo, ella nunca se le
acercó tanto como para que el Pescador pudiese volver a tocarla.
Muchas veces él la llamó y le suplicó, pero ella no quería; y
cuando trataba de capturarla, ella se zambullía en el mar con la grácil
rapidez de una foca, y ya no volvía a verla en todo el día. Y cada día
el sonido de su voz era más dulce. Tan dulce era la voz de la sirena
que a veces el pescador olvidaba sus redes. Esas tardes pasaban en
cardumen los atunes con sus aletas purpúreas y sus ojos de oro elástico,
sin que el pescador se diera cuenta. Esas tardes el arpón descansaba
ocioso a su lado, y los cestos de mimbre quedaban vacíos. El
Pescador, con los labios entreabiertos y los ojos llenos de maravilla,
se quedaba muy quieto en la barca, escuchando, escuchando, hasta que
la niebla llegaba arrastrándose a envolver la embarcación y la luna
tenía de plata su cuerpo de bronce.
Y una tarde llamó a la sirena y
le dijo:
—Sirenita, sirenita, yo te
quiero. Seamos novios, porque estoy enamorado de ti..
Pero la sirena negó moviendo
tristemente la cabeza, mientras decía:
—Tienes un alma humana. Sólo
podría amarte yo si tú te desprendieses de tu alma.
Entonces el joven pescador se
dijo:
—¿De qué me sirve mi alma? No
puedo verla, no puedo tocarla, no la conozco. La despediré, y podré
ser feliz.
Y de sus labios surgió un grito
de alegría, y poniéndose de pie en su barca extendió los brazos
hacia la sirena, y le dijo:
—Expulsaré a mi alma, y
entonces seremos novios, y viviremos juntos en lo más profundo del
mar, y me mostrarás todo lo que has cantado, y yo haré todo lo que
quieras, y ya nunca podrán separarse nuestras vidas.
Y la sirenita rió alegremente,
escondiendo el rostro entre las manos.
—Pero ¿cómo podré
desprenderme de mi alma? —preguntó el pescador—. Dime qué debo
hacer y lo haré ahora mismo.
—¡Ay! —repuso la sirenita—.
¡Yo no lo sé! Los hijos del Mar no tenemos alma.
Lo miró con sus ojos ardientes y
se hundió en lo profundo.
Al día siguiente, muy temprano,
cuando el sol todavía no se alzaba un palmo por sobre la colina, el
joven pescador se dirigió a la casa del cura, y llamó tres veces a
la puerta.
El novicio se asomó por el
postigo y cuando vio de quien se trataba, descorrió el cerrojo y le
dijo:
—Entra.
El joven entró, se arrodilló
sobre la estera de juncos del suelo, y dijo al cura, que leía el
Libro Santo:
—Padre, estoy enamorado de una
hija del Mar, y mi alma impide que consiga mi deseo. Dime por favor,
qué es lo que debo hacer para librarme de mi alma, porque no la
necesito: ¿De qué me sirve mi alma? No puedo verla, no puedo
tocarla, no la conozco.
—¡Oh, mi muchacho, estás loco
o has comido quizás algún hongo venenoso! El alma es lo más noble
que hay en el hombre, y nos fue dada por Dios para que la usemos
noblemente. Nada hay tan precioso como el alma humana, ni cosa
terrestre alguna que pueda comparársele. Vale todo el oro del mundo,
y es más preciosa que los rubíes de los reyes. Hijo mío, no pienses
más en algo así, porque incluso tal pensamiento es un pecado mortal.
Los hijos del Mar, ellos están perdidos, y los que tienen comercio
con ellos, lo están también. Son como las bestias del campo, que no
distinguen el bien del mal. ¡Por ellos no murió nuestro Señor
Jesucristo!
Al escuchar las amargas palabras
del cura, al joven Pescador se le llenaron de lágrimas los ojos; se
levantó y repuso:
—Padre, los faunos viven en la
selva, y viven contentos; y los tritones vienen a descansar sobre las
rocas del acantilado, con sus arpas doradas. Déjame ser como ellos,
te lo ruego, porque sus días son como los días de las flores. Y en
cuanto a mi alma, dime tú, ¿de qué me sirve si se interpone entre
yo y el ser que amo?
—El amor del cuerpo es ruin
—exclamó el cura, frunciendo el ceño—, y los seres paganos que
Dios permite que vaguen por el mundo, también son ruines y maléficos.
¡Malditos los faunos del bosque, y malditos los cantores del Mar! Los
he oído a veces en las noches, e intentan distraerme de mi rosario.
Llaman a mi ventana levemente, y ríen, y me susurran al oído el
cuento de sus placeres peligrosos. Me seducen con sus proposiciones y
cuando me propongo rezar me hacen muecas. ¡Te digo que están
perdidos, están perdidos!... Para ellos no hay cielo ni infierno y en
ninguno lugar podrán alabar el nombre del Señor.
—Padre —replicó el joven
Pescador—, tú no sabes lo que dices. Una tarde capturé en mis
redes a la hija de un Rey del Mar. Y es más hermosa que la estrella
de la mañana y más blanca que la luna. Yo daré mi alma por su
cuerpo y renunciaré al cielo por su amor. Contesta mi pregunta y déjame
ir en paz.
—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó
el cura—. ¡Esa muchacha está perdida y te perderás con ella!
Y lo expulsó de la casa
parroquial sin darle la bendición.
El joven Pescador se dirigió al
mercado; caminando lentamente, con la cabeza baja, sumido en una
tristeza insondable.
Cuando lo vieron los mercaderes,
cuchichearon entre ellos, y uno se adelanto. Después de llamarlo por
su nombre, le preguntó:
—¿Qué vendes, pescador?
—Vendo mi alma —contesto el
joven Pescador—. Te ruego que me la compres, porque estoy cansado
con ella. ¿De qué sirve mi alma? No puedo verla. No pudo tocarla. No
la conozco.
Entonces los mercaderes se
burlaron de él:
—Pero dinos, muchacho, ¿de qué
nos serviría el alma de un hombre? No vale ni una mala moneda de
cobre. Si quieres te podemos comprar tu cuerpo como esclavo, y te
vestiremos de rojo y te pondremos un anillo en el dedo y podrás ser
el favorito de la gran Reina. Pero no nos hables de tu alma porque a
nosotros tampoco nos sirve para nada, ni tiene valor alguno.
El joven Pescador pensó:
—¡Qué cosa rara! El cura dice
que el alma vale todo el oro del mundo, pero los mercaderes aseguran
que no vale ni una mala moneda de cobre.
Salió del mercado, y se encaminó
hacia la playa donde se puso a meditar sobre qué debería hacer.
Al mediodía, el Pescador recordó
que cierta vez uno de sus compañeros le había hablado de una bruja
joven que vivía en una caverna al extremo de la bahía, y que era muy
sabia en brujerías. De inmediato echó a correr en dirección a la
caverna. Tan veloz que una nube de polvo le seguía al correr por la
arena de la playa.
La joven bruja adivinó la llegada
del Pescador por una picazón que sintió en la palma de la mano; se
soltó entonces la roja cabellera y se puso a reír. Se quedó de pie
a la entrada de la caverna, teniéndo en la mano una rama de cicuta
florida.
—¿Qué necesitas? —gritó
cuando el Pescador subía jadeando por el acantilado—. ¿Quieres
peces para tus redes cuando el viento sopla en contra? Si es eso,
tengo un caramillo que cuando se sopla en él, el mújol se mete a la
bahía. Pero tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio. ¿Qué
necesitas? ¿Quieres una tormenta que haga naufragar los barcos y
arrastre a la costa baúles llenos de tesoros? Tengo más huracanes
que el tiempo, porque mi amo es más fuerte que el tiempo, y con un
cedazo y un cubo de agua puedo enviar las grandes carabelas al fondo
del mar. Pero también tiene su precio, hermoso joven, tiene su
precio. ¿Qué necesitas? Conozco una flor que crece en el valle y que
yo sólo conozco. Tiene las hojas púrpura, y una estrella en el corazón,
y su jugo es tan blanco como la leche. Si tocas los labios desdeñosos
de la gran Reina con esta flor, ella te seguirá a través del mundo
entero. Pero tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio. ¿Qué
necesitas? Puedo machacar un sapo en el mortero y hacer un caldo,
removiéndolo con la mano de un muerto. Si mojas con ese caldo a tu
enemigo mientras duerme, se convertirá en una víbora negra, y lo
matará su propia madre. Con ayuda de una rueda puedo hacer bajar a la
luna del cielo, y en un cristal puedo mostrarte la Muerte. ¿Qué
necesitas? ¿Qué necesitas? Dime tu deseo y yo te lo concederé. Pero
me tendrás que pagar su precio, hermoso joven, me tendrás que pagar
su precio.
—Mi deseo es poca cosa
—contestó el joven Pescador—, sin embargo el cura se enojó
conmigo y me arrojó de su casa. Es poca cosa, pero los mercaderes se
burlaron de mí y me lo negaron. Por eso vengo a conversar contigo, a
pesar que los hombres dicen que eres mala; y sea cual sea tu precio,
te lo pagaré.
—¿Qué necesitas? —preguntó
la bruja, acercándosele.
—Quiero desprenderme de mi alma
—contesto— el joven Pescador.
La bruja palideció y, con un
estremecimiento, escondió su rostro en el manto azul.
—Hermoso joven, hermoso joven
—murmuró—, esa es una cosa terrible.
Pero él sacudió sus rizos
oscuros y se echó a reír.
—¿De qué me sirve mi alma?
—dijo—. No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco.
—¿Qué me darás si te lo digo?
—preguntó la bruja mirándolo con sus hermosos ojos.
—Tengo cinco monedas de oro para
darte —contesto él—, y también mis redes, y la choza de cañas
en que vivo, y la barca en que navego. Dime solamente lo que debo
hacer para desprenderme de mi alma, y te daré todo lo que tengo.
Ella se rió burlonamente, lo rozó
con la rama de circuta, y le dijo:
—Si yo lo desease, podría
convertir en oro las hojas del otoño, y tejer hebras de plata con los
rayos de la luna. Mi amo es más rico que todos los reyes de este
mundo, y gobierna en todos los dominios de la tierra.
—¿Qué te daré entonces
—dijo él—, si no esperas recibir oro ni plata?
La joven bruja le acarició los
cabellos con su mano blanca y fina y sonriendo, murmuró:
—Tendrás que bailar conmigo,
hermoso joven.
—¿Sólo bailar contigo?
—exclamó el Pescador maravillado.
—Nada más —contesto ella—
sonriendo de nuevo.
—En cuanto se ponga el sol,
bailaremos juntos donde nadie nos vea, o donde quieras que lo hagamos
—dijo él— y después de bailar me dirás lo que quiero saber.
Ella agitó la cabeza murmurando:
—Cuando salga la luna, cuando
salga la luna.
Luego observó atentamente
alrededor, y atentamente escuchó. Un pájaro azul salió chillando de
su nido y se puso a describir círculos sobre las dunas; y tres pájaros
pardos bostezaron en medio de la hierba verde y áspera silbándose
entre sí. No se oía más que el susurro de las olas arrastrando las
piedras pulidas de la playa. Entonces la bruja extendió su mano,
atrajo hacia sí al joven pescador y le acercó los labios al oído:
—Esta noche habrás de venir a
la cumbre de las colinas —susurró—. Es sábado y estará Él.
El joven Pescador se estremeció.
Ella reía, mostrando sus dientes blancos.
—¿Quién va a estar allí?
—preguntó.
—Eso no debe importarte
—repuso ella—. Ven esta noche y espérame a la sombra del espino
blanco... si un perro negro te acomete, golpéalo con una rama de
sauce y huirá. Y si te habla un búho, no le respondas. Cuando la
luna esté en el cenit iré a buscarte y bailaremos juntos sobre la
hierba.
—Pero, ¿Juras decirme qué debo
hacer para desprenderme de mi alma? —preguntó el joven Pescador.
Ella se puso al sol y el viento
agitó sus cabellos rojos.
—Te lo juro por las pezuñas del
macho cabrío —prometió.
—Eres la mejor de las brujas
—exclamó el Pescador—, y bailaré contigo esta noche en la cumbre
de las colinas... Hubiera preferido que me pidieras oro o plata, pero
de todos modos el precio me conviene... es poca cosa.
Se quitó la gorra, hizo una
profunda reverencia ante la mujer, y bajó corriendo de regreso al
pueblo, ebrio de alegría.
La joven bruja lo miró hasta que
el Pescador se perdió de vista. Volvió entonces a su gruta, sacó un
espejo de un cofre de cedro labrado, y lo puso en un marco. Luego,
sobre unas brasas, quemó delante del espejo un puñado de verbena, y
miró atentamente a través de las espirales de humo. Después de unos
instantes cerró los puños iracunda:
—Debería haber sido mío
—murmuró—, soy tan hermosa como ella.
Esa noche, al salir la luna, el
joven Pescador trepó a la cima del monte, y esperó bajo las ramas
del espino blanco. Allá abajo, a sus pies, se extendía el mar como
una rodela de plata bruñida, y la sombra de las barcas de pesca
moteaba la bahía de signos que resbalaban por la luz. Un gran búho,
de amarillos ojos sulfúreos, lo llamó por su nombre... pero él no
respondió. Y un perro negro lo persiguió gruñendo... él lo golpeó
con una rama de sauce y el perro huyó lanzando gañidos lastimeros.
Las brujas llegaron a medianoche,
volando por el aire como murciélagos.
—¡Whee—ho! —gritaban al
tocar tierra—. Aquí hay uno a quien no conocemos.
Olfateaban alrededor, charlaban
entre ellas, y se hacían signos.
La joven Bruja, con su roja
cabellera al viento, llegó la última de todas. Vestía un traje de
tisú de oro, bordado con ojos de pavos reales, y un pequeño birrete
de terciopelo verde en la cabeza.
—¿Dónde está, dónde está?
—chillaron las brujas cuando la vieron.
Pero ella no hizo más que reír,
corrió hacia el espino blanco, tomó de la mano al Pescador y llevándolo
a la luz de la luna comenzaron a bailar. Pronto todos estaban
bailando.
Giraban juntos
vertiginosamente, dando vuelta tras vuelta, y la joven Bruja saltaba
tan alto que el Pescador podía ver los tacos escarlata de sus
zapatillas.
Entonces, por encima del tumulto
de los bailarines, se escuchó galopar un caballo, pero no se veía
caballo alguno, y el joven Pescador tuvo miedo.
—¡Más rápido! ¡Más rápido!
—gritó la bruja abrazándolo por el cuello a tiempo que le exhalaba
su aliento cálido en el rostro.
—¡Más rápido! ¡Más rápido!
—volvió a gritar, y la tierra parecía girar bajo los pies del
Pescador, y la cabeza le daba vueltas, y comenzó a sentirse dominado
por el terror, como si lo estuviera observando un ser maléfico. Al
fin advirtió que al pie de una roca, había una sombra que recién no
estaba allí.
Era un hombre vestido de
terciopelo negro, a la manera española; tenía el rostro pálido, y
sus labios eran orgullosos como una flor roja. Estaba reclinado contra
la roca, como si estuviese muy cansado, y su mano izquierda jugaba
distraída con el pomo de la daga que pendía del cinturón. A su
lado, sobre la hierba, había un sombrero emplumado y unos guantes de
montar bordados con hilos de oro. Sus manos blancas estaban cubiertas
de preciosos anillos y una capa corta le colgaba del hombro izquierdo.
El Pescador no podía verle los ojos, porque los velaban sus párpados
cansados.
El joven Pescador no podía
apartar la mirada de esta figura, como si fuese víctima de un
sortilegio. Al fin se encontraron sus ojos, que parecían seguirle
dondequiera que los llevara la danza. Entonces escuchó reír a la
Bruja, y tomándola de la cintura giraron y giraron locamente.
De pronto, un perro ladró en el
bosque, y los bailarines se detuvieron, y fueron subiendo de a dos en
dos, para besar las manos del hombre. Mientras lo hacían, una sonrisa
se dibujó levemente en sus labios altivos. Pero había cierto desdén
en el gesto, y los ojos del hombre continuaban fijos en el joven
Pescador.
—¡Ven, adorémoslo! —murmuró
la Bruja tironeándolo hacia arriba.
El Pescador sintió un gran deseo
de hacer lo que ella le pedía, y la siguió. Pero cuando estuvo cerca
de él, sin saber por qué, hizo la señal de la cruz, invocando el
Nombre Santo.
Al instante, las brujas
emprendieron vuelo chillando como halcones, y el rostro pálido que
había estado mirando, se contrajo en con un espasmo de dolor. El
hombre se dirigió al bosque y silbó. Un corcel con arreos de plata
corrió a su encuentro. El hombre saltó sobre la silla, se volvió, y
miró tristemente, por última vez, al joven Pescador.
La Bruja de cabellos rojos también
trató de levantar el vuelo, pero el Pescador la sujeto fuertemente
por las muñecas.
—¡Suéltame! —gritó ella—.
¡Déjame ir, porque has nombrado lo que no debería nombrarse, y has
hecho el signo que no debe verse!
—¡No! —replicó él—. No te
dejaré ir hasta que me hayas dicho el secreto.
—¿Qué secreto? —preguntó
ella forcejeando como un gato montés y mordiéndose los labios,
blancos de espuma.
—¡Lo sabes muy bien! —dijo el
joven.
Los ojos de la bruja, verdes como
el pasto, centellearon de lágrimas, diciendo:
—¡Pídeme lo que quieras, menos
eso!
Pero él se echó a reír, y la
sujetó con más fuerza.
Y cuando ella vio que no podía
escapar, le susurró al oído:
—¿No te parece que soy tan
bella como las hijas del Mar, tan seductora como las que viven bajo
las aguas azules?
Y lo miraba cariñosamente,
acercando su rostro al del joven.
Pero el Pescador la rechazó
frunciendo el ceño, mientras decía:
—Si no cumples la promesa que me
hiciste, tendré que matarte por ser bruja falsa y mentirosa.
Ella palideció, tomando el color
gris lívido de la flor del árbol de Judas, y estremeciéndose le señaló:
—Será como quieres. Es tu alma
y no la mía. Haz con ella lo que se te antoje.
Y se descolgó del cinturón un
cuchillito, con mango de piel de víbora verde, para entregárselo. En
la hoja centelleaban misteriosas runas.
—¿Y para qué me va a servir
esto? —preguntó el Pescador sorprendido.
Ella calló todavía por un
instante y una sombra de terror le pasó por el rostro. Luego sonrió
extrañamente, sacudió su cabellera reja, y agregó:
—Lo que los hombres llaman la
sombra del cuerpo no es la sombra del cuerpo, sino el cuerpo del alma.
Ponte de pie en la playa, de espaldas a la luna, y con este cuchillo
corta, desde tus pies, tu sombra, que es el cuerpo de tu alma, y ordénale
que se vaya. Ella así tendrá que hacerlo.
El joven Pescador se estremeció
de placer.
—¿Es verdad lo que me dices?
—murmuró.
—Es cierto, y quisiera no habértelo
dicho nunca —murmuró ella llorando, y se abrazó a sus rodillas.
Pero el Pescador la rechazó de
nuevo, y la hizo caer sobre la hierba espesa, luego se guardó el
cuchillo en el cinturón, caminó hasta el borde de la cima e inició
el descenso.
Y su alma, que estaba dentro de él
y había escuchado todo, lo llamó para decirle apesadumbrada:
—Escucha, he vivido contigo
todos estos años y siempre estuve a tu servicio. No me arrojes
ahora... ¿qué mal te he hecho?
Y el joven Pescador se puso a reír:
—No me has hecho ningún daño
pero no te necesito. El mundo es ancho, y hay Cielo e Infierno, y esa
sombría mansión crepuscular que se extiende entre ambos. Ve donde se
te ocurra, pero no me importunes, porque mi amor me está llamando.
El alma suplicó, plañidera, pero
el Pescador, sin hacerle caso, bajó saltando de risco en risco, tan
seguro de pies como una cabra. Por fin llegó a la playa amarillenta
junto al mar.
Recio y bronceado, como una
estatua esculpida por un griego, se alzó sobre la arena, de espaldas
a la luna; y, de la espuma, surgieron, llamándolo, unos brazos
blancos, y de las olas se levantaron formas indecisas, rindiéndole
homenaje. Delante suyo, yacía su sombra, que era el cuerpo de su
alma, y detrás, en el aire, colgaba la luna color miel.
Su alma todavía le dijo:
—Si realmente quieres echarme,
no me despidas sin corazón. El mundo es cruel, dame tu corazón para
llevarlo conmigo.
Pero el Pescador, moviendo la
cabeza, sonrió:
—¿Cómo voy a amar a mi amor si
te doy mi corazón?
—Sé generoso —insistió el
alma —, dame tu corazón, que el mundo es muy cruel y tengo miedo.
—Mi corazón es de mi amor
—dijo él—. No seas porfiada y vete.
—¿Y no podré amar yo también?
—preguntó su alma.
—¡Ándate, te digo, yo no te
necesito para nada!
Y tomó el cuchillo con mango de
piel de víbora verde, y recortó su sombra alrededor, a partir de sus
pies. Y la sombra se irguió, y quedó en pie delante de él, y era
exactamente igual a él.
Dando un paso atrás, el pescador
se guardó el cuchillo en el cinturón, y se sintió dominado por un
temor que entraba a las honduras de su ser.
—¡Ahora vete! —murmuro—. ¡Que
no vuelva yo a ver tu rostro!
—No —dijo el alma—. Es
necesario que nos encontremos de nuevo —su voz era llorosa y
aflautada, y sus labios apenas se movían al hablar.
—¿Cómo nos encontraremos?
—dijo el pescador — ¿No estarás pensando seguirme a las
profundidades del mar?
—Todos los años vendré una vez
a este mismo lugar y te llamaré—dijo el alma—. Tal vez me
necesites.
—¿Para qué te habría de
necesitar? —protestó el joven Pescador—. En fin, haz lo que
quieras.
Y se sumergió en el agua. Y los
tritones soplaron sus caracolas, y la sirenita nadó para encontrarlo,
y lo abrazó besándole en los labios.
Y el alma, de pie en la playa
solitaria, los miraba. Y cuando desaparecieron en el mar, se marchó
llorando a través de las marismas.
Cuando transcurrió un año, el
alma vino a la orilla del mar y llamó al joven Pescador. Él subió
de las profundidades, y la interrogó en tono fastidiado:
—¿Por qué me llamaste?
Y el alma respondió:
—Acércate más, para que pueda
hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas.
El Pescador se acercó a la
orilla, se tendió sobre el agua, y escuchó con la cabeza apoyada en
la mano.
Y el alma le refirió:
—Cuando nos separamos miré
hacia el Oriente, y caminé hacia allá, pues del Oriente viene toda
la sabiduría. Estuve caminando seis días, y al amanecer del séptimo,
llegue a una colina que se encuentra en el país de los Tártaros.
Tuve que sentarme a la sombra de un tamarindo, porque el país era
seco y el calor me abrasaba. La gente iba y venía, como moscas
arrastrándose por una bandeja de cobre bruñido. Al mediodía se
levantó una nube de polvo, y apenas la divisaron los tártaros
prepararon sus arcos saltaron sobres sus caballos, y galoparon hacia
ella. Las mujeres subieron chillando a los carros, y se escondieron
tras las cortinas de fieltro.
“Los tártaros volvieron al caer
la tarde; faltaban cinco de ellos, y muchos de los que volvían
estaban heridos. Subieron a los carros y se alejaron velozmente.
Cuando salió la luna, vi los fuegos de un campamento y me dirigí
hacia allá. Era una caravana de mercaderes, sentados en sus alfombras
alrededor de una fogata.
“Al acercarme, su jefe se levantó,
y desenvainando la espada, me preguntó qué quería.
“Repuse que en mi país yo era
un príncipe, y que había huido de los tártaros que me llevaban
prisionero. El jefe sonrió mostrándome cinco cabezas clavadas en
varas de bambú.
“Luego me preguntó quien era el
profeta de Dios, y yo le dije que Muhammad.
“Al oírme pronunciar el nombre
del falso profeta, me tomó de la mano y me hizo sentar a su lado. Un
negro me trajo leche de yegua y un trozo de cordero asado.
“Continuamos el viaje a la
salida del sol. Yo cabalgaba en un camello al lado del jefe, y un
esclavo corría delante de nosotros agitando una lanza. Nos seguían
los hombres de armas, desplegados a uno y otro lado, y detrás las
mulas con las mercancías.
“Mucho cabalgamos. Del país de
los tártaros pasamos al país de los que odian a la Luna, donde vimos
los grifos custodiando su oro sobre rocas blancas, y los dragones
cubiertos de escamas durmiendo en sus cavernas. Cuando cruzamos las
montañas, conteníamos el aliento por miedo a que las nieves cayeran
encima de nosotros. Al pasar por los valles, los pigmeos nos lanzaron
flechas desde los huecos de los árboles, y durante la noche
escuchamos los tambores de los salvajes. Cuando llegamos a la Torre de
los Monos, les ofrecimos fruta, y no nos hicieron daño. Cuando
alcanzamos la Torre de las Serpientes, les ofrecimos leche tibia, y
nos dejaron pasar mirándonos con sus ojos inexcrutables.
“Los señores de cada ciudad nos
exigían tributos de paso, pero no nos abrían sus puertas. Nos
arrojaban pan, pastelillos de harina cocidos en miel, y pasteles de
cebada rellenos con dátiles, desde lo alto de sus muros.
“Cuando los habitantes de las
aldeas nos veían acercar, envenenaban sus pozos y escapaban a la
cumbre de los cerros. Luchamos con los magdenses, que nacen viejos y
se rejuvenecen año tras año hasta que mueren niños; y con los
lactros, que se dicen hijos de los tigres y se pintan de negro y
amarillo; y con los aurantes, que sepultan a sus muertos en los árboles,
y viven en oscuras cavernas por miedo a que el sol, que es su dios,
les quite la vida.
“Un tercio de nuestra caravana
murió peleando, y un tercio pereció de hambre. El resto murmuraba en
contra mía, diciendo que les había traído la mala suerte. Entonces
tomé una víbora de debajo de una piedra y la dejé que me mordiera.
Cuando vieron que no me pasaba nada, sintieron temor pero no me
amaron.
“Tras cuatro meses de viaje
agobiador, llegamos a la ciudad de Illiel. Era de noche, y al amanecer
llamamos a sus inmensas puertas. Los centinelas preguntaron qué queríamos,
y nosotros respondimos que veníamos de la isla de Siria con gran
cantidad de mercancías. Ellos nos dijeron que abrirían las puertas
al mediodía.
“Y así lo hicieron; abrieron
las puertas cuando el sol estaba en el cenit y apenas entramos acudió
la gente para vernos, y un pregonero recorrió la ciudad. Nos
detuvimos en el mercado, donde los mercaderes mostraron los lienzos
encerados del Egipto, y las telas pintadas de los Etíopes, y las
esponjas purpúreas de Tiro y los tapices azules de Sidón.
“El primer día vinieron a
comprar los sacerdotes, al segundo los nobles, y al tercero los
artesanos y los esclavos.
“Permanecimos allí toda una
luna hasta que, hastiado, me puse a vagar por las calles de la ciudad.
Así llegué al jardín de su dios. Los sacerdotes vestidos de
amarillo, paseaban silenciosos entre los árboles verdes, y sobre un
pavimento de mármol negro se levantaba el palacio rosado que sirve de
mansión al dios.
“Uno de los sacerdotes, me
preguntó qué deseaba.
“Le respondí que quería ver al
dios.
“—El dios ha ido de cacería
—dijo el sacerdote mirándome con sus ojos oblicuos.
“—Dime a qué selva ha ido,
pues quiero cabalgar con él —repuse.
“El sacerdote peinó los flecos
de su túnica con las uñas puntiagudas, y respondió:
“—El dios está durmiendo.
“—Dime en qué lecho, y velaré
su sueño —respondí.
“—El dios está en la fiesta
—gritó el sacerdote.
“—Si el vino es dulce, beberé
con él, y si es amargo beberé también —respondí.
“El sacerdote, asombrado, me
cogió de la mano y me condujo al templo.
“En la primera cámara había un
ídolo sentado en un trono de jaspe. Era de ébano tallado y de la
estatura de un hombre. Tenía un rubí en la frente y sus pies estaban
enrojecidos por la sangre de un cabrito recién degollado.
“Le pregunté al sacerdote:
“—¿Es éste el dios?
“Y él me respondió:
“—Este es el dios.
“—Enséñame el dios —grité—,
o te mataré sin vacilar.
“Y le toqué la mano, que se
marchitó enseguida.
“El sacerdote me imploró
diciendo:
“—Cure mi señor a su siervo,
y le mostraré al dios.
“Le soplé en la mano que se curó
de inmediato. Temblando me condujo a un segundo aposento, donde había
un ídolo, en pie sobre un loto de jade. Era todo de marfil y del
doble de la estatura de un hombre. Tenía un crisólito en su frente,
y sus pechos estaban ungidos de mirra y cinamomo.
“Yo interrogué al sacerdote:
“—¿Es éste el dios?
“Y él me respondió:
“—Este es el dios.
“—Enséñame el dios—rugí—,
o te mataré sin vacilar.
“Y le toqué los ojos, que
quedaron ciegos.
“El sacerdote me suplicó
diciendo:
“—Cure mi señor a su siervo,
y le mostraré el dios.
“Le soplé en los ojos, y la
vista volvió a ellos. Temblando de pavor, el sacerdote me llevó
entonces a una tercera estancia. Allí, ¡oh maravilla!, no había ídolo
ni imagen alguna, sino solamente un espejo redondo de metal, colocado
encima de un altar de piedra.
“Y dije al sacerdote:
“—¿Dónde está el dios?
“Y él me contestó:
“—No hay más dios que este
Espejo, que es el Espejo de la Sabiduría. Todas las cosas del cielo y
de la tierra las refleja, excepto el rostro de quien se mira en él.
No lo refleja para que el que mire pueda ser sabio. Todos los demás
espejos son espejos de la opinión. Sólo éste es el Espejo de la
Sabiduría. Quienes poseen este Espejo, lo saben todo, y no hay nada
oculto para ellos. Y quienes no lo poseen, no adquieren la Sabiduría.
Este es el dios que adoramos nosotros.
“Miré el espejo, y era tal como
él me había dicho.
“Hice entonces una cosa muy
singular... No viene al caso que te lo diga, pero en un valle que está
a sólo un día de camino, tengo escondido el Espejo de la Sabiduría.
Permíteme que vuelva a entrar en ti, para servirte, y serás más
sabio que todos los sabios, y tuya será la Sabiduría. Permíteme
entrar en ti, y no habrá nadie tan sabio como tú.
El joven Pescador se puso a reír.
—El amor es mejor que la sabiduría
—exclamó— y la sirenita me ama.
—Te equivocas, no hay nada mejor
que la sabiduría —dijo el alma.
—El amor es mejor —repitió el
joven Pescador, y volvió a sumergirse en las honduras del mar,
mientras el alma se alejaba llorando a través de las marismas.
Cuando el segundo el año hubo
transcurrido, llegó el alma a la orilla del mar y llamó al joven
Pescador. Una vez más, éste subió de las profundidades, y pregunto:
—¿Para qué me has llamado?
Y el alma repuso:
—Acércate más, para poder
hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas.
Y él se acercó a la orilla, y
echado sobre el agua, escuchó con la cabeza apoyada en la mano.
El alma dijo entonces:
—Cuando nos separamos, miré
hacia el Mediodía, y caminé hacia allá. Del Mediodía viene todo lo
que hace Riqueza. Seis días caminé por las sendas que conducen a la
ciudad de Aster, y al amanecer del día séptimo divisé a mis pies la
ciudad, en el fondo de un valle.
“En los muros de la ciudad hay
nueve puertas, y en cada una de ellas hay un caballo de bronce que
relincha cuando los beduinos bajan de la montaña. Sus murallas están
cubiertas de cobre y en cada una de sus torres hace guardia un
arquero. Cuando sale el sol, disparan una flecha contra un gong, y al
ponerse el sol tocan una bocina de cuerno.
“Quise entrar, y los centinelas
me preguntaron quién era. Repliqué que era un derviche en camino
hacia la Meca, donde está la roca Kaaba y sobre ella hay un velo
negro con El Corán bordado en letras de oro por mano de los ángeles.
Ellos quedaron maravillados y me rogaron que entrara.
“Dentro de esa ciudad, es todo
un bazar. ¡Lástima que no estuvieras conmigo! Los mercaderes se
sientan en el umbral de sus tiendas sobre tapices de seda. Tienen
barbas negras, y turbantes cubiertos de broches de oro. Algunos venden
gálbano y nardo, y extraños perfumes de las Indias, y aceite de
rosa, y jugo cristalizado de las hojas de un árbol, y florecillas de
clavero de olor. Otros venden brazaletes de plata incrustados de
turquesas azules, y colgantes de perlas, y garras de tigre engarzadas
en oro, y arracadas de esmeralda, y anillos de jade. De las casas de té
llega el sonido del laúd, y los fumadores de opio, con sus blancos
rostros sonrientes, miran pasar a los viandantes.
“Es una lástima que no
estuvieras conmigo. Los vendedores de vino llevan grandes pellejos
negros a la espalda. Casi todos venden vino de Chiraz, que es dulce
como la miel. Y lo sirven en tacitas de metal, con pétalos de rosas.
Un día, vi pasar por allí un elefante. Llevaba el cuerpo pintado con
bermellón y cúrcuma. Se paró frente a una de las tiendas, y se puso
a comer naranjas mientras el dueño reía. ¡Qué gente tan extraña!
Cuando están contentos, van donde un vendedor de pájaros, compran un
centenar de ellos y los dejan libres, para aumentar su alegría; y
cuando están tristes, se azotan con espinos, para que su tristeza sea
mayor.
“Es de verdad una pena que no
estuvieses conmigo. En la fiesta de la Luna Nueva el joven Emperador
salió de su palacio para ir a rezar a la mezquita. Llevaba la barba y
los cabellos cubiertos con pétalos de rosas, y las mejillas cubiertas
con oro pulverizado.
“Salió de su palacio al
amanecer con una vestidura de plata; y al atardecer, volvió con otra
vestidura de oro. La gente se arrojaba al suelo, ocultando sus
rostros; excepto yo, que no quise imitarlos. Me mantuve de pie, junto
al mesón de un vendedor de dátiles, esperando.
“Al verme, el Emperador se
detuvo. Pero yo continué inmóvil, sin rendirle homenaje. La gente se
maravilló de mi audacia, y me aconsejaron que huyera de la ciudad.
Pero no les hice caso, y fui a sentarme con los vendedores de dioses
extranjeros, que por su oficio, son abominados. Cuando les dije lo que
había hecho, me regalaron dioses, pero me suplicaron que me alejase
de ellos.
“Aquella noche, mientras dormía
entre almohadones, en una casa de té que hay en la calle de las
Granadas, entraron los guardias del Emperador y me llevaron al
palacio. Apenas entré cerraron las puertas y las aseguraron con
cadenas. Al interior había un vasto patio, los muros eran de
alabastro blanco, adornados con azulejos verdes y azules. Las columnas
eran de mármol verde, y el pavimento de un mármol color damasco.
Nunca había visto nada similar.
“Cuando atravesé el patio, dos
mujeres veladas me maldijeron desde una galería. Los guardias
abrieron una puerta de marfil labrado, y me encontré en un patio
dispuesto en siete terrazas. Estaba lleno de maceteros con tulipanes,
girasoles y áloes. Al centro se abría un surtidor de agua rodeado de
cipreses que eran como antorchas apagadas, y en cada uno de ellos
cantaba un ruiseñor.
“Al acercamos a un pequeño
pabellón que se levantaba al extremo del jardín, salieron dos
eunucos a encontramos. Sus cuerpos obesos se balanceaban al caminar, y
me miraban de soslayo, con ojos de párpados amarillentos.
“Entonces, el capitán de la
guardia me indicó la entrada del pabellón. Entré apartando la
cortina.
“El joven Emperador estaba
reclinado sobre un lecho cubierto de pieles de león. Detrás de él
se erguía un nubio, desnudo hasta la cintura, con turbante de bronce
y pesados aretes. Encima de una mesa, al lado del lecho, descansaba un
gran alfanje de acero.
“Cuando me vio el Emperador
frunció el ceño, y me dijo:
“—¿Cuál es tu nombre? ¿Acaso
no sabes que soy el Emperador de esta ciudad?
“Pero yo no le contesté.
“Entonces el Emperador señaló
la cimitarra con el dedo, y el nubio la empuñó y abalanzándose
sobre mí, me asestó un tajo terrible. La hoja pasó zumbando a través
de mi cuerpo, pero no me hizo daño alguno. El verdugo rodó por
tierra, y al levantarse sus dientes castañeteaban de terror. Corrió
a protegerse tras el lecho.
“El joven Emperador se levantó,
tomó una lanza, y la arrojó contra mí. Pero yo la cogí al vuelo y
la quebré en dos pedazos. Entonces él me disparó una flecha, pero
levanté las manos y la detuve en el aire. Luego desenvainó una daga,
y apuñaló la garganta del nubio, para que no pudiese contarle a
nadie la afrenta que había recibido. El esclavo se retorció como una
serpiente, y la roja espuma roja le salió a borbotones entre los
labios.
“Al verlo ya muerto, el
Emperador se volvió hacia mí, y después de secarse el sudor con una
toalla de seda carmesí, me dijo:
“—¿Eres acaso un profeta, que
no puedo herirte, o el hijo de un profeta, que no puedo dañarte? Te
ruego que salgas de mi ciudad esta noche, porque mientras estés aquí,
yo ya no seré el Señor.
“Y yo le respondí:
“—Quizás acepte marcharme,
pero a cambio de la mitad de tus tesoros. Dame la mitad de tus tesoros
y me iré de tu ciudad.
“El Emperador me cogió de la
mano y me guió fuera del jardín. Cuando me vio el capitán de la
guardia, se maravilló. Cuando los eunucos me vieron, les tiritaron
las rodillas y cayeron al suelo.
“Hay en el Palacio una habitación
que tiene ocho paredes de pórfido rojo, y un techo artesonado de
bronce, del que cuelgan las lámparas. El Emperador tocó una de las
paredes y ésta se abrió. Bajamos entonces por un corredor iluminado
por antorchas. En nichos, a uno y otro lado, había grandes cántaros,
llenos hasta el borde de monedas de plata. Cuando llegamos al centro
del corredor el Emperador dijo la palabra que no puede ser dicha, y
giró una puerta de granito. El se cubrió el rostro con las manos,
por temor a que sus ojos quedaran deslumbtados.
“No puedes imaginarte qué sitio
tan maravilloso. Había grandes conchas de tortuga rebosantes de
perlas, y selenitas de gran tamaño amontonadas con rubíes rojos. El
oro estaba almacenado en arcas de piel de elefante, y el oro en polvo
en botellas de cuero de bestias marinas. Había ópalos y zafiros; los
primeros en copas de cristal, los segundos en copas de jade. Ordenadas
en bandejas de marfil había esmeraldas verdes, y en un rincón
grandes sacos de seda, unos con turquesas y otros con berilos. Y aún
no he podido decirte ni la décima parte de lo que allí había.
Cuando el Emperador apartó las manos de su rostro, me expreso:
“—Este es mi tesoro, y tal
como te prometí, la mitad de él es tuya. Y te daré camellos y
camelleros para que lleves tu parte a cualquier lugar del mundo que se
te antoje. Y todo quedará hecho esta misma noche, pues no quiero que
el Sol, que es mi padre, vea que en mi ciudad hay un hombre al que no
puedo matar.
“Pero yo le respondí:
“—El oro que hay aquí es
tuyo, y también es tuya la plata, y tuyas las piedras preciosas. No
los necesito para nada, ni aceptaré otra cosa tuya que ese anillo que
llevas en el dedo.
“Y el Emperador frunció el ceño
y exclamó:
“—Es una sortija de plomo, sin
ningún valor. Toma la mitad del tesoro y vete.
“—No —repliqué—, sólo
aceptaré ese anillo de plomo, porque sé muy bien lo que hay escrito
por dentro, y con qué fin.
“Y el Emperador tembló, y me
imploró, diciendo:
“—Toma el tesoro entero, pero
ándate de mi ciudad. La mitad mía también será tuya.
“Y entonces hice una cosa muy
singular... Pero no importa lo que hice, porque en una gruta, que está
sólo a un día de camino, tengo escondido el Anillo de la Riqueza. Un
día de marcha nada más. Quién posee ese anillo es más rico que
todos los reyes de la tierra. Ven, tómalo, y todas las riquezas del
mundo serán tuyas.
Pero el joven Pescador se echó a
reír:
—El amor es mejor que la riqueza
—exclamó—, y la sirenita me ama.
—No, no hay nada mejor que la
riqueza —insistió el alma.
—El amor es mejor—replicó el
joven Pescador.
Y volvió a hundirse en las
profundidades, mientras el alma partía llorando a través de las
marismas.
Pasado el tercer año, el alma
regresó a la orilla del mar y llamó al joven pescador. Este subió
desde las profundidades y dijo:
—¿Para qué me llamas?
Y el alma le dijo:
—Acércate más para que pueda
hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas.
El se acercó a la orilla, y
echado sobre el agua, escuchó con la cabeza apoyada en la mano.
El alma le contó:
—En una ciudad que conozco, hay
una posada a la orilla de un río, donde estuve en compañía de unos
marineros que bebían vinos de dos colores y comían pan de cebada con
pescaditos salados servidos en hojas de laurel con vinagre; nos divertíamos
allí, cuando entró un viejo con una alfombra de cuero y un laúd que
tenía dos cuernos de ámbar. Extendió el tapiz en el suelo y comenzó
a tocar el laúd con la punta de una pluma; entonces entró corriendo
una muchacha, con el rostro cubierto por un velo, y comenzó a bailar
ante nosotros. Tenía cubierto el rostro, pero los pies desnudos. Tenía
los pies desnudos y se agitaban sobre el tapiz como dos pichones
blancos. Jamás, en ninguno de mis viajes, vi nada tan maravilloso. Y
la ciudad donde baila queda sólo a una jornada de aquí.
Cuando el joven Pescador oyó las
palabras de su alma, recordó que la sirenita no tenía pies, y no podía
danzar. Y se apoderó de él un gran deseo, y se dijo:
—Puesto que sólo queda de aquí
a un día, luego puedo volver al lado de mi amor.
Riendo, se puso de pie y caminó a
grandes pasos hacia la orilla.
Al llegar a tierra firme volvió a
reír y extendió los brazos hacia su alma. Y su alma lanzó un gran
grito de alegría, y corrió a su encuentro, y penetró en él; y el
joven Pescador vio delante suyo, sobre la arena esa sombra del cuerpo
que es el cuerpo del alma.
Y su alma le dijo:
—Ven, alejémonos de aquí ahora
mismo, mira que los dioses del mar son muy celosos y tienen monstruos
que obedecen sus mandatos.
Se apresuraron y toda aquella
noche caminaron bajo la luna, y todo el día siguiente caminaron bajo
el sol, y al atardecer llegaron a una ciudad.
Y entonces el joven Pescador
preguntó a su alma:
—¿Está es la ciudad donde
danza la muchacha de quien me hablaste?
Y su alma contestó:
—No, no es está ciudad, es
otra. Sin embargo, entremos.
Y entraron, y vagaron por las
calles. Al pasar por el barrio de los joyeros, el joven Pescador se
fijó en una copa de plata que estaba expuesta en una tienda. Y su
alma le dijo:
—Toma esa copa de plata y escóndela.
El tomó la copa y la escondió
entre los pliegues de su capa. Luego, precipitadamente, salieron de la
ciudad.
Cuando estuvieron a una legua de
la ciudad, el joven Pescador frunció el ceno, arrojó lejos la copa y
le dijo a su alma:
—¿Por qué me dijiste que
tomara esa copa y la ocultara, siendo eso, como es, una acción vil?
Pero su alma le respondió:
—Cálmate, tranquilízate...
Al anochecer del segundo día,
llegaron a otra ciudad, y el joven Pescador preguntó a su alma:
—¿Es ésta la ciudad donde
baila la muchacha de quien me hablaste?
Y su alma le contestó:
—No, no es esta ciudad, es otra.
Sin embargo, entremos.
Y entraron, y comenzaron a vagar
por las calles. Al pasar por el barrio de los vendedores de sandalias,
el joven Pescador vio a un niño que estaba de pie, cargando un cántaro
de agua. Y su alma le dijo:
—Pégale, hazlo caer.
Y él le pegó al niño, hasta
hacerlo caer, llorando. Luego escaparon de la ciudad.
Y cuando estuvieron a una legua de
la ciudad, el joven Pescador se irritó y dijo a su alma:
—¿Por qué me hiciste que le
pegara a ese niño, siendo eso, como es, una acción vil?
Pero su alma le respondió:
—Cálmate, tranquilízate...
Al amanecer del tercer día
llegaron a otra ciudad, y el joven Pescador preguntó a su alma:
—¿Es esta la ciudad donde baila
la muchacha de quien me hablaste?
Y su alma le contestó:
—Sí, quizás sea esta la
ciudad. Entremos a ver.
Y entraron, y recorrieron las
calles. Pero en ningún sitio les fue posible encontrar el río, ni la
posada que se levantaba a orillas del río. Y la gente de la ciudad lo
miraba con extrañeza, y el joven Pescador se atemorizó, y le dijo a
su alma:
—Vámonos de aquí, porque la
muchacha que baila con pies blancos no está en esta ciudad.
Pero su alma le contestó:
—No, quedémonos en esta ciudad,
porque la noche esta oscura y puede haber ladrones en el camino.
Se sentaron entonces a descansar
en el mercado; cuando al poco rato, pasó un mercader vestido con una
capa de paño de Tartaria que llevaba una linterna al extremo de una
caña.
El mercader le dijo:
—¿Por qué te sientas en el
mercado, cuando las tiendas ya están cerradas?
Y el joven Pescador repuso:
—No encontré ninguna posada en
esta ciudad, y no tengo pariente alguno que me hospede.
—¿Es que acaso no somos todos
hermanos? —dijo el mercader—. ¿Acaso no nos hizo a todos el mismo
dios? Ven conmigo, yo tengo en mi casa una habitación para huéspedes.
Y el joven Pescador se levantó y
siguió al mercader hasta su casa.
Cuando entraron, después de
atravesar un jardín de granados, el mercader le trajo agua de rosas
en un lavatorio de cobre para que se lavara las manos, y melones
maduros para que apagara su sed, y un plato de arroz con una porción
de cabrito asado para que saciara su hambre.
Una vez que hubo acabado de comer,
lo llevó a la habitación para alojados, y le deseó una buena noche.
El joven Pescador le dio las gracias, y besó el anillo que su anfitrión
llevaba en el dedo. Luego se tendió sobre los tapices de pelo de
cabra, y cubierto con pieles de cordero negro, se quedó dormido.
Tres horas antes de salir el sol,
cuando todavía era de noche, su alma lo despertó y le dijo:
—Levántate y anda al cuarto del
mercader, a la misma habitación donde duerme, y mátalo, y róbale el
oro; porque tenemos necesidad de dinero.
El joven Pescador se levantó,
como sonámbulo, y se deslizó sigilosamente hasta la alcoba del
mercader. A los pies de su anfitrión había una espada curva, y en un
azafate, junto a él, nueve bolsas de oro. Extendiendo la mano, el
joven Pescador tocó la espada; pero, apenas lo hizo despertó el
mercader estremeciéndose y saltando del lecho, empuñó la espada. Y
dijo al joven Pescador:
—¿Vas a devolver el bien por
mal y pagar con mi sangre la bondad que he tenido contigo?
Pero su alma le dijo al joven
Pescador:
—¡Mátalo!
Entonces el joven Pescador golpeó
al mercader y lo hizo perder el sentido. Luego se apoderó de las
nueve bolsas de oro, y huyó rápidamente atravesando el jardín de
los granados, y volviendo continuamente el rostro hacia la estrella de
la mañana.
Cuando estuvieron a una legua de
la ciudad, el joven Pescador se golpeó el pecho y dijo a su alma:
—¿Por qué me ordenaste que
asesinara al mercader y le robara su oro? No cabe duda que eres muy
perversa.
Pero su alma le respondió:
—Cálmate, tranquilízate...
—¡No! —gritó el joven
Pescador—, no puedo tranquilizarme, porque detesto todo lo que me
has obligado a hacer. Y a tí también te detesto, y te ordeno que me
expliques por qué me has obligado a actuar de esta manera.
Su alma le contestó entonces:
—Cuando te desprendiste de mí y
me lanzaste al mundo, no me diste corazón; así que aprendí a hacer
todas estas cosas, y a gustar de ellas.
—¿Qué dices? —murmuró el
joven Pescador.
—Bien lo sabes —contestó su
alma—, lo sabes muy bien. ¿Te olvidaste que no me diste corazón?
Por eso, no te inquietes, ni me perturbes a mí. Tranquilízate,
porque no hay dolor que no puedas ahuyentar, ni placer que no puedas
conseguir.
Al oír estas palabras atroces, el
joven Pescador tembló, y replicó a su alma:
—Eres perversa y malvada, me has
hecho olvidar mi amor, me has seducido con tus tentaciones, y has
encaminado mis pies por la senda del pecado.
Pero su alma replicó con
petulancia:
—No olvides que cuando me
arrojaste al mundo no me diste corazón. Ven, vamos ya a otra ciudad,
y divirtámonos, porque tenemos nueve bolsas de oro para gastar.
Esta vez el joven Pescador arrojó
al suelo las nueve bolsas de oro, y las pisoteó, gritando:
—¡No! ¡No quiero nada contigo,
ni viajaré más en tu compañía! Tal como me desprendí de ti una
vez, me desprenderé de nuevo ahora, porque no me has hecho más que
daño.
Se volvió de espaldas a la luna,
y con el cuchillito de mango de piel de víbora verde, trató de
recortar, desde sus pies, esa sombra del cuerpo que es el cuerpo del
alma.
Sin embargo ahora el alma no se
separó de él, ni obedeció su mandato, sino que le dijo:
—El hechizo que te enseñó la
bruja ya no te sirve ahora, porque ni yo puedo abandonarte, ni tú
puedes desprenderte de mí. Sólo una vez en la vida un hombre puede
separarse de su alma, pero aquel que la ha recibido de nuevo, tiene
que conservarla consigo para siempre; y éste es su castigo y también
su recompensa.
El joven Pescador palideció y
apretó los puños, gritando:
—¡Fue una bruja malvada, porque
eso no me lo dijo!
—No —repuso su alma—, ella
fue fiel a Aquel a quien adora y servirá para siempre.
Cuando el joven Pescador comprendió
que ya no podría librarse de su alma, que ahora era un alma perversa,
y que habitaría en él para siempre, cayó en tierra llorando
amargamente.
Al amanecer, el joven Pescador se
levantó y dijo a su alma:
—Amarraré mis manos para que no
te obedezcan, cerraré mis labios para que no repitan tus palabras, y
volveré al lugar en que vive la sirena que amo. Caminaré de nuevo
hacia el mar, hacia la bahía donde ella canta habitualmente y la
llamaré, y le contaré el mal que he hecho a otros, y el mal que tú
me has hecho a mí.
Y su alma lo tentó, diciéndole:
—¿Qué tan gran cosa es esa
amada tuya, para que quieras volver con ella? Hay muchas mujeres en el
mundo que son mucho más hermosas. Existen las bailarinas de Samaris,
que bailan imitando a las aves y los animales, y llevan los pies teñidos
de alheña, y cascabeles en las manos. Ellas ríen cuando bailan, y su
risa es tan clara como la risa del agua. Ven conmigo y te las mostraré.
Porque, ¿para qué te vas a preocupar de eso que tú crees que es
pecado? ¿No fueron hechas para el goce las cosas sabrosas de comer?
¿Y acaso hay algún veneno en lo que es dulce de beber? No te
perturbes más, y ven conmigo a otra ciudad. Muy cerca de aquí se
encuentra una ciudad, donde hay un jardín de tulipanes poblado de
pavos reales blancos y pavos reales de pecho azul. Cuando abren sus
colas al sol son como discos de marfil y como discos de oro. Y la
muchacha que los alimenta, baila con ellos, y algunas veces baila
sobre sus manos y otras veces baila sobre sus pies. Y lleva los ojos
pintados con antimonio, y las aletas de su nariz tienen el delicado
molde de las alas de la golondrina. De una de ellas cuelga una flor
tallada en una perla. Y ríe cuando baila y los aros de plata que
lleva en los tobillos tintinean como campanitas. No te mortifiques más,
y acompáñame a esa ciudad.
El joven Pescador ya no le contestó
a su alma; cerró sus labios con un sello de silencio, amarró sus
manos con una cuerda, y emprendió el regreso hacia el lugar de donde
había venido, hacia la bahía donde su amada cantaba. Aunque su alma
lo tentó sin cesar durante todo el camino, el joven Pescador no
respondió, ni quiso seguir ninguno de sus pérfidos consejos. Tan
grande era la fuerza de su amor.
Cuando por fin llegó a la orilla
del mar, liberó sus manos de la cuerda, levantó de sus labios el
sello de silencio y llamó a la sirenita. Pero esta vez ella no acudió
a su llamada, a pesar de que él estuvo allí, implorando todo el día.
Su alma se burlaba, ahora, y le
decía:
—Poca es la alegría que te
produce tu amor. Eres como ese que, en tiempos de sequía, guarda su
agua en un cántaro roto. Das lo que tienes y no recibes nada en
cambio. Mejor será que te vengas conmigo, porque yo sé dónde está
el valle de los Placeres, y las cosas que pasan allí.
El joven Pescador siguió sin
responder a su alma, y en una quebrada de la roca, se construyó una
cabaña, y habitó allí todo un año. Cada mañana llamaba a la
sirenita, y todas las tardes la volvía a llamar, y pasaba las noches
repitiendo su nombre.
Pero ella no salió del agua, jamás
acudió a su encuentro, y tampoco pudo encontrarla en ningún lugar
del mar, a pesar de que la buscó en las grutas y en el agua verde, en
las charcas de la marea y en los pozos que hay en las profundidades.
Y sin cesar, su alma le tentaba,
susurrándole cosas terribles. Pero no consiguió vencerlo, tan grande
era la fuerza de su amor.
Y cuando pasó todo un año, pensó
el alma:
—He tentado a mi dueño con el
mal, y su amor es más fuerte que yo. Ahora voy a tentarlo con el
bien, y quizás venga conmigo. Habló entonces al joven Pescador diciéndole:
—Te he referido los placeres del
mundo, y no me has escuchado. Déjame ahora que te hable del dolor del
mundo y acaso quieras oírme. Porque, en verdad, el dolor es el Rey
del mundo, y no hay nadie que pueda escapar de sus redes. A unos les
falta ropa, y otros no tienen pan. Hay viudas que se visten de púrpura,
y hay viudas que se visten de harapos. A través de los pantanos
caminan los leprosos, y son crueles unos con otros. De aquí para allá
van los mendigos por los caminos, con sus bolsillos vacíos. Por las
calles de las ciudades pasea el Hambre, y la Peste se estaciona en las
puertas. Ven, vamos a remediar todo eso. ¿Para qué vas a quedarte
aquí, llamando día y noche a tu amada, si ves que no viene nunca? ¿Qué
tanto valor tiene ese amor tuyo para que le des tanta importancia?
Nuevamente el joven Pescador no
quiso contestarle; tan grande era la fuerza de su amor. Y siguió
llamando a la sirenita cada mañana, y todas las tardes la volvía a
llamar y pasaba las noches repitiendo su nombre. Sin embargo, ella
nunca salió del agua para encontrarlo, ni tampoco pudo encontrarla en
ningún lugar del mar, a pesar que la buscó en las corrientes, y en
los valles que hay debajo de las olas; la buscó en el mar que al
atardecer se tiñe de rojo, y en el mar que al amanecer se vuelve
gris.
Cuando el segundo año transcurrió,
una noche su alma dijo al joven Pescador, mientras estaba sentado en
la cabaña:
—Te he tentado con el mal y te
he tentado con el bien, pero tu amor es más fuerte que yo. No voy a
volver a tentarte, pero te ruego que me dejes entrar en tu corazón,
para ser de nuevo una sola contigo, como fuimos antes.
—Por cierto que puedes entrar
—dijo el joven Pescador—, porque en los días que vagaste por el
mundo sin corazón, has tenido que sufrir mucho.
—¡Ay! chilló el alma—. No
hay sitio para mí en tu corazón, está repleto de amor.
—Yo quisiera ayudarte —dijo el
joven Pescador.
En ese instante, un gran grito de
duelo llegó del mar, como el grito que escuchan los hombres cuando
muere un hijo del Mar.
El joven Pescador se puso en pie
de un salto, y corrió hacia la orilla. Las olas sombrías se
precipitaron hacia la playa, trayendo una carga más blanca que la
plata. Blanca como la espuma y semejante a una flor flotante sobre las
olas empenachadas de negro. La marejada la arrancó de las olas, la
espuma la arrancó de la marejada, la playa la recibió... y el joven
Pescador vio tendido a sus pies el cuerpo de la sirenita. La sirenita
estaba muerta a sus pies.
Con el corazón deshecho de dolor,
el joven pescador se echó sobre la arena, junto a la sirenita, y besó
el rojo frío de su boca, y acarició el ámbar mojado de su
cabellera. Se echó junto a la sirenita, llorando como el que tiembla
de alegría y la estrechó contra su pecho. Estaban fríos sus labios,
pero él los besó. Estaba salada la miel de su carne, pero él la
saboreó con cruel alegría.
Y habló con el cadáver. En las
conchas de las orejas de la sirenita vertió el vino agrio de su
historia. Puso las manos de ella alrededor de su cuello, y con sus
dedos le acarició la garganta delicada. Amarga, amarga era su alegría,
y lleno de una extraña plenitud era su dolor.
El mar negro se acercaba hinchándose,
y la blanca espuma gemía como un leproso. Con blancas manos de espuma
el mar se aferraba a la playa. Y del palacio del Rey del Mar se escuchó
de nuevo el grito de dolor, y a lo lejos en alta mar, los tritones
soplaron roncamente sus caracolas.
—Retírate— le advirtió su
alma—, porque el mar se acerca cada vez más; si te demoras vas a
morir. Retírate a un lugar seguro. ¿No querrás enviarme al otro
mundo sin corazón?
Pero el joven Pescador no la
escuchaba. Llamaba a la sirenita, y le decía:
—El amor es mejor que la sabiduría,
y más precioso que las riquezas, y más bello que los pies de las
hijas de los hombres. Al amor no lo consume el fuego, ni el agua puede
apagarlo. Yo te llamaba al amanecer, y tú no acudiste a mi llamada.
La luna oyó tu nombre, pero tú no escuchaste. Porque yo te había
abandonado, y para daño mío vagué muy lejos de ti. Sin embargo, tu
amor fue siempre conmigo a todas partes, y siempre fue poderoso, y
nada prevaleció contra él, a pesar de que contemplé el mal y
contemplé el bien. Y ahora que tú estás muerta, yo quiero también
morir contigo.
Su alma le suplicaba que se
retirase pero él no quiso hacerlo; tan grande era su amor. Y el mar
se acercó cada vez más y trató de cubrirlo con sus olas. Y cuando
él supo que su muerte estaba próxima, besó con labios frenéticos
los labios fríos de la sirenita, y su corazón se hizo pedazos. Y
como la plenitud de su amor hizo estallar su corazón, el alma encontró
una abertura, y por allí entró, y fue de nuevo una sola con el joven
Pescador, tal como antes. Entonces las sombrías olas del mar
cubrieron al joven Pescador.
A la mañana siguiente, el
sacerdote salió para bendecir el mar que había estado tormentoso, y
con él venían los monjes y los músicos, y los acólitos llevando
cirios, y una gran muchedumbre.
Cuando alcanzaron la orilla, el
sacerdote vio al joven Pescador, ahogado sobre la playa con el cuerpo
de la sirenita estrechamente abrazado. Y retrocedió frunciendo el ceño;
y después de hacer la señal de la cruz anunció con resentimiento:
—¡No bendeciré al mar, ni a
nada de lo que encierra! ¡Malditos sean los hijos del Mar, y malditos
los que tienen relaciones con ellos! Y en cuánto a este joven
Pescador, que por causa del amor olvidó a su Dios, y yace así,
fulminado por el juicio de Dios, tomen su cuerpo y el cuerpo de su
amante impía, y entiérrenlos al final del Campo de los Retamos, y no
pongan encima marca ni señal alguna, para que nadie sepa el lugar
donde descansan, porque fueron malditos en vida, y malditos son también
en la eternidad de la muerte.
La gente le obedeció, y al final
del Campo de los Retamos, en un sitio donde no crecía hierba, cavaron
un profundo foso, y allí depositaron los cadáveres.
Cuando hubo pasado el tercer año,
llegado que fue el día de la gran fiesta, subió el cura a la
parroquia, para mostrarle al puerto las llagas del Señor, y hablar de
la cólera divina.
Después de vestirse con sus
paramentos sacerdotales, cuando entró y se inclinó ante el altar,
vio que estaba todo cubierto de extrañas flores fragantes, que jamás
había visto anteriormente. Eran muy singulares, y su rara belleza le
turbó, y el aroma fue dulce para su olfato, sugerente de nostalgias
que jamás se cuajarían en recuerdos. Y se sintió alegre, sin saber
por qué estaba alegre.
Después de abrir el tabernáculo
y de incensar la custodia que había dentro, y demostrar la Santa
Forma al pueblo, y de esconderla otra vez detrás del velo de los
velos, comenzó hablar al pueblo. Se había propuesto hablarles de la
cólera divina. Pero la belleza de las flores blancas lo turbaba, y su
perfume era tan grato a su olfato, y otras palabras comenzaron a
brotar de sus labios. Así no habló de la ira de Dios, sino del Amor
de Dios. ¿Y por qué hablaba así? No lo sabía.
Al término de su prédica la
gente lloraba, y el propio cura volvió a la sacristía con los ojos
llenos de lágrimas. Y los diáconos vinieron a despojarle de sus
paramentos, le quitaron el alba y el cíngulo, el manípulo y la
estola, mas el sacerdote seguía inmóvil como en sueños.
Cuando lo hubieron desvestido, miró
a los diáconos y dijo:
—¿Qué flores son esas que hay
en el altar, y de dónde provienen?
Y ellos le contestaron:
—Qué flores son no podemos
decirlo; pero provienen del final del Campo de los Retamos.
Entonces el cura se estremeció,
atravesado de recuerdos, y volviendo a su casa se puso en oración.
Al amanecer del siguiente día,
salió con los monjes y los músicos, y los portadores de cirios; y
los acólitos, y una gran muchedumbre. Fue caminando hasta la orilla
del mar y bendijo al mar, y a todos los seres que viven en él. A los
faunos también los bendijo, y a las pequeñas criaturas que danzan en
la selva, y a las criaturas de ojos brillantes que espían a través
del follaje. A todos los seres del mundo de Dios los bendijo estremeciéndose
de amor, y el pueblo estaba lleno de júbilo y asombro.
Sin embargo, desde entonces, nunca
más volvieron a crecer flores en aquel rincón de los Campo de los
Retamos, que volvió a quedar tan desierto como lo había sido.
Tampoco volvieron a entrar los
hijos del Mar en la bahía, como acostumbraban a hacerlo, porque se
fueron a otro lugar del limpio océano.