OCAMPO, SILVINA

 

La casa de Azucar

EL progreso de la ciencia

El crimen perfecto

 

 

La casa de azúcar


Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos  Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:
¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.
En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.
Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete  Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.
- Acaban de traerme este vestido  me dijo con entusiasmo.
Subió corriendo !as escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
-¿Cuándo te lo mandaste hacer?
Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?
-¿Con qué dinero lo pagaste?
-Mamá me regaló unos pesos.
Me pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.
Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo  Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.
Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín - Entré silencíosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz   de Cristina.
-¿Qué quiere?  repitió dos veces.
-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.
-Los barriletes son juegos de varones.
-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros; me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.
Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.
-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.
-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
-Bruto.
-Lléveselo, por favor. antes que me encariñe con él.
Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.
No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho.
-A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.
-No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?
-Bueno. Me quedaré con él
-Gracias, Violeta.
-No me llamo Violeta.
-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.
Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:
-¿Te gustaría que me llamara Violeta?
-No me gusta el nombre de las flores.
-Pero Violeta es lindo. Es un color.
-Prefiero tu nombre.
Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro Me acerqué y no se inmutó.
-¿Qué haces aquí?
-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.
-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.
-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
-¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?
-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. "Ir y quedar y con quedar partirse."
Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le hablé.
-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio -le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.
-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.
-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.
-No me fijo en esas cosas.
-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.
-He cambiado mucho,
-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo con leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.
-No te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio.
Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:
Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?
-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.
No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.
Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.
-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mí mujer.
-Usted está mintiendo.
-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.
-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.
-No quiero escucharla.
Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.
No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:
Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.
A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:
-¿No vivía una tal Violeta?
Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.
Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.
De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.
Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto.
Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.
Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
-¿Usted es el marido?
-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la mano-. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.
-Quiere consolarme -le dije.
Ella, oprimiendo mi mano con su mano húme­da, contestó:
-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar. "Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse."
Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:
-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.
 
En La furia (1959).


El progreso de la ciencia

            En otros tiempos los hombre no sólo conocieron la curación de la ceguera, sino el secreto del rejuvenecimiento.
            Un rey piadoso, cargado de virtudes e infinitamente bello que tenía un solo defecto, la presunción, al sentir que envejecía mandó cegar a todos sus súbditos, que trataban de imitarlo, para que no sufrieran un desencanto.
            El rey pensó que al no ser vista su desdicha, dejaría de existir. Se equivocó. No podía hacer nada sino lamentar su vejez.
            Mas uno de los súbditos, que era sabio, con el correr del tiempo decidió salvar a ese rey que amaba tanto a su pueblo. El sabio y sus compañeros, con el vehemente deseo de salvar a su rey, hallaron el modo de rejuvenecerlo.
            Como primera medida los sabios ordenaron la construcción de un palacio de hielo, donde encerraron al rey. Nunca se supo con qué productos químicos lo alimentaron durante varios meses. Al cabo de un tiempo, que pareció larguísimo al rey y brevísimo a los sabios, el rey volvió a ser como cuando tenía veinte años. Al verse en el espejo, tan hermosos, el rey suspiró de alegría y se contempló durante tres días y tres noches, sin comer ni dormir. No podía hacer nada sino alegrarse de ser joven. Llamó  a los súbditos para que lo admiraran, pero hombres, mujeres y niños miraron para otro lado, con sus miradas blancas. Llamó a todos los animales del reino, pero los animales no saben lo que es un hombre hermoso. Si hubiera sido una mujer, tal vez un mono se hubiera enamorado de él, pero no era mujer y no había monos en todo el territorio. Al cabo de un tiempo se cansó de los espejos, de vestirse y de peinarse, entristeció y se quiso morir.
            –De qué me sirve la belleza, si nadie la ve. Mi juventud está en los ojos que me miran. –dijo, y llamó a los sabios, que llegaron guiados por perros lanudos.
            –Ustedes tienen que devolver la vista a los ciegos –dijo el rey, que seguía lamentándose– o moriré. ¿Quién me mira?
            –Majestad, los animales tienen ojos que ven.
            –Los animales me aburren.
            –Juegue al diábolo. Es un juego solitario.
            –Quiero que las personas me vean –gritó desconsoladamente.
            Los sabios se encerraron en sus casas para leer y estudiar, pero los libros para ciegos se leen lentamente, y las manos aprenden lentamente a reemplazar los ojos que no ven. Hicieron experimentos con muchos reptiles, animales feroces y domésticos.
            El rey lloró tanto que envejeció de nuevo en poco tiempo. Las lágrimas dejaban huellas en sus ojos y sus dos cejas afligidas marcaban arrugas en su frente. “¿Qué hacen los sabios?” pensaba, con resentimiento nocivo.
            Los sabios, que no alardeaban de sus descubrimientos, preparaban una sorpresa para el rey: en día determina devolvería la vista a todos los ciegos. Fue difícil organizar las cosas. El rey, al ver llegar ese ejército de videntes, que llenaba las calles, se ocultó en el palacio de hielo. Se cubrió la cara con una máscara verde, y el mismo día ordenó a los sabios, bajo pena de muerte, que cegaran de nuevo a los súbditos, hasta que él rejuveneciera.
            Varias veces el rey recuperó la juventud y los ciegos la vista, siempre a destiempo, con igual zozobra que la primera vez, pues lo sabios no podían comprobar, por ser ciegos, en qué momento el rey había rejuvenecido; pero la vida no es eterna y tiene que terminar, aun para los que rejuvenecen.
            Por eso mismo el rey, después de cien años en plena juventud, antes de morir, destruyó el secreto de los sabios.
            “No quiero –dijo en su testamente– que otros reyes rejuvenezcan, ni que los ciegos recobren la vista, si no es para mirarme a mí. Quiero que la historia de mi reino, con su dicha y su dolor, sea única en el mundo. Además esta costumbre que hemos adquirido podría convertirse en moda, y detesto la moda. El plagio no se practica sólo en literatura, detesto también el plagio. Conozco un pelagatos, rey de no sé dónde, que pretendía arrancar los ojos de su cónyuge para que no le viera los párpados hinchados. Otro pelagatos más conocido, rey también, hizo perforar los tímpanos de sus discípulos (un famosos orador) para que no oyeran los desvaríos de su vejez.”
Después de redactar su testamento el rey se suicidó con los sabios, que le agradecieron, hasta el último suspiro, el honor que les hacía de morir con ellos, sin advertir que lo hacía por egoísmo, o más bien dicho, por interés, para poder disponer de ellos en el cielo o en el infierno, donde creyó que también envejecería.
           
En de Las invitadas, 1961.  


El crimen perfecto
            Gilberta Pax quería vivir tranquila. Cuando me enamoré de ella, yo creía lo contrario y lo ofrecí todo lo que un hombre de mi posición puede ofrecer a una mujer para que se viniera a vivir conmigo, ya que no podíamos casarnos. Durante uno o dos años nos vimos en lugares incómodos y caros. Primero en automóviles, después en cafés, después en cines de mala reputación, después en hoteles un poco sucios. Cuando no le rogué sino exigí que viviera conmigo, me respondió:
            – ¡No puedo!
            – ¿Por qué? –interrogué- ¿Por tu marido?
            – Por el cocinero –susurró, y salió corriendo.
            Con ira, al día siguiente, le pedí una explicación. Me la dio.
            – No conoces mi casa, parece un hotel –me dijo–. Cinco personas viven en ella; a más de mi marido, mi tío, una de sus hermanas y sus dos hijos. Todo lo quieren perfecto, especialmente la comida; pero Tomás Mangorsino, el cocinero –desde hace ocho años está en la casa– se burlaba de nosotros. Aunque la presentación de cada plato fuera decorativa, cada día cocinaba peor. Con el pelo oliendo a grasa, porque me olvidaba de cubrirlo con un pañuelo, yo pasaba la mañana pidiéndole que cocinara como en sus buenos tiempos. Mangorsino me miraba con cierta compasión, pero jamás me obedecía. Una mañana que lo visité con una salida de baño rosada y con una gorra de material plástico verde, de esas con las cuales uno podría ir a un baile, me miró con tanta insistencia, que le pregunté:
            –¿Qué le sucede, Mangorsino?
            –¿Qué me sucede? Que la señora está tan linda esta mañana que no se reconoce.
            Fue entonces cuando me vino la idea de sacrificarme por mi deber de ama de casa, y seducirlo. Como si él lo hubiera adivinado, cambió de conducta, pero sólo para mí. Cuando me hablaba, en la entonación de su voz yo adivinaba reprimida ternura.
            –Va a hacer unos tallarines con un masa liviana.
            –La voy a amasar muy bien –me decía, mirándome en los ojos.
            O si no:
            –¿Y la empanada que me gusta?
            –La doraré. Sé que le agrada.
            –Y para el té ¿qué hará?
            – Besitos de Venus.
            Todo lo decía comiéndome con sus ojos de lobo.
            Accedí a sus requerimientos, pero las cosas no cambiaron mucho. Me mandaba un plato para mí, con la prohibición de comer lo que rellenaba la fuente, la parte de los otros, más barata y menos fresca. La sirvienta me susurraba, al colocar el plato sobre la mesa, frente a mi asiento:
            –Esto para la señora, que está un poco delicada del estómago.
            La situación se prolongó angustiosamente. Mientras el resto de la familia se retorcía de dolor de barriga, yo comía manjares suculentos, que si no hubieran puesto en peligro mi esbeltez, me hubieran deleitado.
            –Mi marido quiere comer hongos (yo los odio, no los como ni por un pastel) y pavita, mis hijos –le dije un día.
            Casi me estrangula.
            –Son muy caros –respondió.
            Simultáneamente los malentendidos comenzaron a traer disturbios en nuestra relación. Mientras afila los cuchillos mira mi cuello con insistencia. Yo le tengo miedo ¿por qué negarlo? Cuando retuerce un trapo rejilla, sé que está retorciendo mi cuello; cuando corta la carne, corta la mía. De noche no duermo. Soy esclava de sus caprichos.
            –No te aflijas –dije a Gilberta–. ¿Dónde compra la carne y las verduras?
            –Tengo la dirección en mi libreta –me dijo– Junín 1000. ¿Piensas matarlo?
            –Algo mejor –le respondí.
            Era pleno invierno y fui al campo a juntar hongos. Los traje en una bolsa. Pedí a Gilberta una fotografía de Tomás Mangorsino.
            –¿Para qué la quieres? –preguntó.
            – Yo también tengo caprichos –respondí, y me la trajo.
            Para llevar a cabo mi plan, tenía que saber cómo era Mangorsino. Después de averiguar a qué horas iba al mercado, me aposté en la esquina donde sabía que pasaba a las siete de la mañana. Un hombre pasó con un impecable traje gris y una bufanda marrón. Consulté la fotografía: era Mangorsino.
            –Hongos regalados –grité, con voz de mercachifle–, fresquitos.
            Mangorsino se detuvo, miró mis guantes. No quiero dejar mis impresiones digitales, por precaución.
            –¿Cuánto valen?
            –Cinco pesos –dije con pronunciación extranjera.
            –Démelos –dijo, sacando plata de un bolsillo interminable.
            Al día siguiente, en el diario de la tarde, leí la noticia. Murió una familia entera, envenenada por hongos comprados en la calle por el cocinero Mangorsino. La única sobreviviente es la señora Gilberta Pax.
            Acudí a la casa, donde Gilberta me esperaba. Nada le dije de lo que yo había hecho. Un crimen tan complicado y sutil no se confía al ser que uno más ama en el mundo, ni a la almohada.
            Me contó que la familia indignada y moribunda no perdió la cabeza: al sentir los primeros síntomas de envenenamiento había corrido con tenedores a la cocina para obligar por la fuerza a Mangorsino a comer los hongos venenosos, por lo que el pobre también murió. Mi crimen fue pasional y lo que es más raro, perfecto.
           
En  Las invitadas, 1961