Los dos médicos cruzan el zaguán
hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y
que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de
ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones
resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes,
robustas, en el hombro del otro, y comenta:
-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-;
hemos hecho cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta
noche... Hay que esperar...
Y salen en silencio. A sus amigos del
club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del
Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado
reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos
hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa
con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de
ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y
sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que
la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del
pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca
que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito
del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser
singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso
de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus
manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero
lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados
para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado
prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los
demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules
corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se
deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se
honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con
calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano
derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño
topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa
interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para
completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada
cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo
descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara
que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra
de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los
pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los
indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no
se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces
eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y
tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban
la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el
rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa
se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo
halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte
atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le
apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese
diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros
por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy
extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó
Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un
petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en
Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él
unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee
un bastón hecho con una rama de manzano.
-¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y
arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el
compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a
él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el
suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas
y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del
montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte
su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las
pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio
que en verano huele a jazmines del país y en invierno,
sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy
enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia.
Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su
escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas
tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se
levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las
litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas
"calaveras, ejemplos y corridos" ilustró durante la
dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos
macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora,
que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de
revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada
que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su
cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es
la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde
resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama
recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como
si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se
han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la
señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre
los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba
como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara
encendida.
Martinito piensa que el niño, su
amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica.
Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le
traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen
con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que
sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las
piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan
anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su
cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que
atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el
bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la
Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del
personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico;
tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá
abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita
adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la
cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las
enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se
descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función.
Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al
que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a
bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que
se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
-Madame la Mort...
A la Muerte le gusta, súbitamente, que
le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una
casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una
ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no
cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque
esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se
pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas
Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio
de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en
francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan
atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón.
Es hermoso que la llamen a una así: "Madame la Mort."
Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más
ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al
baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de
corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes
calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
-Madame la Mort...
La Muerte se inclina, estira sus
falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un
pájaro, en el brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda señora-
pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con
espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos,
los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la
cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los
otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados
en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas
talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de
las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero
enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de
ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por
qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos;
también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas
acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo
en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora
que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha
puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis,
sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo,
sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan
cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su
misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá,
y antes que ella le responda, descontando su respuesta
afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado
cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en
Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa
de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. "rue
de Poitiers", y que pudo haber sido de color cobalto, o
negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo,
pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N'est-ce
pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose
a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las
gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del
carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media;
el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que,
de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió
el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los
hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta,
galantemente, "comme un gentilhomme", y luego
desaparece corneteando...
La Muerte ríe con sus huesos
bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y,
como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a
Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas,
vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de
gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina,
donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche
del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte
parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más
aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las
grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos,
armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos
marciales, "bastante diferentes, n'est-ce pas, de la
corneta del mayoral del tránguay", sitiando castillos e
incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con
los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y
de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas
banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la
cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos
rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires,
porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además
no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más
truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír
a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota
de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó
retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó
el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor
tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus
ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era
en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y
plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica,
aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
-Y además... -prosigue el hombrecito
del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan
siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que
un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj
de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció
para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en
la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había
sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San
Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su
imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando
el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito.
Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced
a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal,
descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su
azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en
momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo.
Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes
las calzas de caballero antiguo.
-Él se ha salvado -castañetean los
dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza
la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una
fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos
trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al
aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve
al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego
se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene
mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por
la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se
percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como
presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías
lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el
doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las
señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen
humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de
solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de
histología y anatomía patológica y de que el segundo es
profesor de medicina legal y toxicología, también en la
Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que
Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en
que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del
disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de
Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles
de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones
en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba
insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde
le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa
vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada,
irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al
patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando
todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su
desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del
hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño.
Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente.
Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un
indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al
brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y
asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y
ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se
ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único
que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un
espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no
olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con
baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el
pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es
día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo
de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad
profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando.
Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la
tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota,
perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un
palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado,
pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como
el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso
cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita,
desde la hondura, con voz de caverna:
-¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas
el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto,
porque si un enano francés estampado en una cerámica puede
burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas
de un niño.
FIN
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