El
timbre sonó rabioso. Cuando la señorita Parker se acercó al tubo,
una voz con un penetrante acento de Irlanda del Norte gritó furiosa:
—¡A Farrington que venga acá!
La señorita Parker regresó a su
máquina, diciéndole a un hombre que escribía en un escritorio:
—El señor Alleyne, que suba a
verlo.
El hombre musitó un ¡Maldita
sea! y echó atrás su silla para levantarse. Cuando lo hizo se vio
que era alto y fornido. Tenía una cara colgante, de color vino tinto,
con cejas y bigotes rubios: sus ojos, ligeramente botados, tenían los
blancos sucios. Levantó la tapa del mostrador y, pasando por entre
los clientes, salió de la oficina con paso pesado.
Subió lerdo las escaleras hasta
el segundo piso, donde había una puerta con un letrero que decía Señor
Alleyne. Aquí se detuvo, bufando de hastío, rabioso, y tocó. Una
voz chilló:
—¡Pase!
El hombre entró en la oficina del
señor Alleyne. Simultáneamente, el señor Alleyne, un hombrecito que
usaba gafas de aro de oro sobre una cara raída, levantó su cara
sobre una pila de documentos. La cara era tan rosada y lampiña que
parecía un gran huevo puesto sobre los papeles. El señor Alleyne no
perdió un momento:
—¿Farrington? ¿Qué significa
esto? ¿Por qué tengo que quejarme de usted siempre? ¿Puedo
preguntarle por qué no ha hecho usted copia del contrato entre Bodley
y Kirwan? Le dije bien claro que tenía que estar listo para las
cuatro.
—Pero el señor Shelly, señor,
dijo, dijo...
—El señor Shelly, señor,
dijo... Haga el favor de prestar atención a lo que digo yo y no a lo
que el señor Shelly, señor, dice. Siempre tiene usted una excusa
para sacarle el cuerpo al trabajo. Déjeme decirle que si el contrato
no está listo esta tarde voy a poner el asunto en manos del señor
Crosbie... ¿Me oye usted?
—Sí, señor.
—¿Me oye usted ahora?... ¡Ah,
otro asuntito! Más valía que me dirigiera a la pared y no a usted.
Entienda de una vez por todas que usted tiene media hora para almorzar
y no hora y media. Me gustaría saber cuántos platos pide usted... ¿Me
está atendiendo?
—Sí, señor.
El señor Alleyne hundió su
cabeza de nuevo en la pila de papeles. El hombre miró fijo al pulido
cráneo que dirigía los negocios de Crosbie & Alleyne, calibrando
su fragilidad. Un espasmo de rabia apretó su garganta por unos
segundos y después pasó, dejándole una aguda sensación de sed. El
hombre reconoció aquella sensación y consideró que debía coger una
buena esa noche. Había pasado la mitad del mes y, si terminaba esas
copias a tiempo, quizá el señor Alleyne le daría un vale para el
cajero. Se quedó mirando fijo a la cabeza sobre la pila de papeles.
De pronto, el señor Alleyne comenzó a revolver entre los papeles
buscando algo. Luego, como si no hubiera estado consciente de la
presencia de aquel hombre hasta entonces, disparó su cabeza hacia
arriba otra vez y dijo:
—¿Qué, se va a quedar parado
ahí el día entero? ¡Palabra, Farrington, que toma usted las cosas
con calma!
—Estaba esperando a ver si...
—Muy bien, no tiene usted que
esperar a ver si. ¡Baje a hacer su trabajo!
El hombre caminó pesadamente
hacia la puerta y, al salir de la pieza, oyó cómo el señor Alleyne
le gritaba que si el contrato no estaba copiado antes de la noche el
señor Crosbie tomaría el asunto entre manos.
Regresó a su buró en la oficina
de los bajos y contó las hojas que le faltaban por copiar. Cogió la
pluma y la hundió en la tinta, pero siguió mirando estúpidamente
las últimas palabras que había escrito: En ningún caso deberá el
susodicho Bernard Bodley buscar... Caía el crepúsculo: en unos
minutos encenderían el gas y entonces sí podría escribir bien.
Sintió que debía saciar la sed de su garganta. Se levantó del
escritorio y, levantando la tapa del mostrador como la vez anterior,
salió de la oficina. Al salir, el oficinista jefe lo miró,
interrogativo.
—Está bien, señor Shelly
—dijo el hombre, señalando con un dedo para indicar el objetivo de
su salida.
El oficinista jefe miró a la
sombrerera y viéndola completa no hizo ningún comentario. Tan pronto
como estuvo en el rellano el hombre sacó una gorra de pastor del
bolsillo, se la puso y bajó corriendo las desvencijadas escaleras. De
la puerta de la calle caminó furtivo por el interior del pasadizo
hasta la esquina y de golpe se escurrió en un portal. Estaba ahora en
el oscuro y cómodo establecimiento de O'Neill y, llenando el
ventanillo que daba al bar con su cara congestionada, del color del
vino tinto o de la carne magra, llamó:
—Atiende, Pat, y sé bueno: sírvenos
un buen t.c.
El dependiente le trajo un vaso de
cerveza negra. Se lo bebió de un trago y pidió una semilla de carvi.
Puso su penique sobre el mostrador y, dejando que el dependiente lo
buscara a tientas en la oscuridad, dejó el establecimiento tan
furtivo como entró.
La oscuridad, acompañada de una
niebla espesa, invadía el crepúsculo de febrero y las lámparas de
la Calle Eustace ya estaban encendidas. El hombre se pegó a los
edificios hasta que llegó a la puerta de la oficina y se preguntó si
acabaría las copias a tiempo. En la escalera un pegajoso perfume dio
la bienvenida a su nariz: evidentemente la señorita Delacour había
venido mientras él estaba en O'Neill's. Arrebujó la gorra en un
bolsillo y volvió a entrar en la oficina con aire abstraído.
—El señor Alleyne estaba
preguntando por usted —dijo el oficinista jefe con severidad—. ¿Dónde
estaba metido?
El hombre miró de reojo a dos
clientes de pie ante el mostrador para indicar que su presencia le
impedía responder. Como los dos clientes eran hombres el oficinista
jefe se permitió una carcajada.
—Yo conozco el juego —le
dijo—. Cinco veces al día es un poco demasiado... Bueno, más vale
que se agilice y saque una copia de la correspondencia del caso
Delacour para el señor Alleyne.
La forma en que le hablaron en
presencia del público, la carrera escalera arriba y la cerveza que
había tomado con tanto apuro habían confundido al hombre y al
sentarse en su escritorio para hacer lo requerido se dio cuenta de lo
inútil que era la tarea de terminar de copiar el contrato antes de
las cinco y media. La noche, oscura y húmeda, ya estaba aquí y él
deseaba pasarla en dos bares, bebiendo con sus amigos, entre el fulgor
del gas y el tintineo de vasos. Sacó la correspondencia de Delacour y
salió de la oficina. Esperaba que el señor Alleyne no se diera
cuenta de que faltaban dos cartas.
El camino hasta el despacho del señor
Alleyne estaba colmado de aquel perfume penetrante y húmedo. La señorita
Delacour era una mujer de mediana edad con aspecto de judía. Venía a
menudo a la oficina y se quedaba mucho rato cada vez que venía.
Estaba sentada ahora junto al escritorio en su aire embalsamado,
alisando con la mano el mango de su sombrilla y asintiendo con la
enorme pluma negra de su sombrero. El señor Alleyne había girado la
silla para darle el frente, el pie derecho montado sobre la rodilla
izquierda. El hombre dejó la correspondencia sobre el escritorio,
inclinándose respetuosamente, pero ni el señor Alleyne ni la señorita
Delacour prestaron atención a su saludo. El señor Alleyne golpeó la
correspondencia con un dedo y luego lo sacudió hacia como si dijera:
Está bien: puede usted marcharse.
El hombre regresó a la oficina de
abajo y de nuevo se sentó en su escritorio. Miró, resuelto, a la
frase incompleta: En ningún caso deberá el susodicho Bernard Bodley
buscar... y pensó que era extraño que las tres últimas palabras
empezaran con la misma letra. El oficinista jefe comenzó a apurar a
la señorita Parker, diciéndole que nunca tendría las cartas
mecanografiadas a tiempo para el correo. El hombre atendió al
tecleteo de la máquina por unos minutos y luego se puso a trabajar
para acabar la copia. Pero no tenía clara la cabeza y su imaginación
se extravió en el resplandor y el bullicio de la cantina. Era una
noche para ponche caliente. Siguió luchando con su copia, pero cuando
dieron las cinco en el reloj todavía le quedaban catorce páginas por
hacer. ¡Maldición! No acabaría a tiempo. Necesitaba blasfemar en
voz alta, descargar el puño con violencia en alguna parte. Estaba tan
furioso que escribió Bernard Bernard en vez de Bernard Bodley y tuvo
que empezar una página limpia de nuevo.
Se sentía con fuerza suficiente
para demoler la oficina él solo. El cuerpo le pedía hacer algo,
salir a regodearse en la violencia. Las indignidades de la vida lo
enfurecían... ¿Le pediría al cajero un adelanto a título personal?
No, el cajero no serviría de nada, mierda: no le daría el
adelanto... Sabía dónde encontrar a los amigos: Leonard y O'Halloran
y Chisme Flynn. El barómetro de su naturaleza emotiva indicaba altas
presiones violentas.
Estaba tan abstraído que tuvieron
que llamarlo dos veces antes de responder. El señor Alleyne y la señorita
Delacour estaban delante del mostrador y todos los empleados se habían
vuelto, a la expectativa. El hombre se levantó de su escritorio. El
señor Alleyne comenzó a insultarlo, diciendo que faltaban dos
cartas. El hombre respondió que no sabía nada de ellas, que él había
hecho una copia fidedigna. Siguieron dos insultos: tan agrios y
violentos que el hombre apenas podía contener su puño para que no
cayera sobre la cabeza del pigmeo que tenía delante.
—No sé nada de esas otras dos
cartas —dijo, estúpidamente.
—No—sé—nada. Claro que no
sabe usted nada —dijo el señor Alleyne—. Dígame —añadió,
buscando con la vista la aprobación de la dama que tenía al dado—,
¿me toma usted por idiota o qué? ¿Cree usted que yo soy un completo
idiota?
Los ojos del hombre iban de la
cara de la mujer a la cabecita de huevo y viceversa; y, casi antes de
que se diera cuenta de ello, su lengua tuvo un momento feliz:
—No creo, señor —le dijo—,
que sea justo que me haga usted a mí esa pregunta.
Se hizo una pausa hasta en la
misma respiración de dos empleados. Todos estaban sorprendidos (el
autor de da salida no menos que sus vecinos) y la señorita Delacour,
que era una mujer robusta y afable, empezó a reírse. El señor
Alleyne se puso rojo como una langosta y su boca se torció con la
vehemencia de un enano. Sacudió el puño en la cara del hombre hasta
que pareció vibrar como la palanca de alguna maquinaria eléctrica.
—¡So impertinente! ¡So rufián!
¡Le voy a dar una lección! ¡Va a saber lo que es bueno! ¡Se excusa
usted por su impertinencia o queda despedido al instante! ¡O se larga
usted, ¿me oye?, o me pide usted perdón!
Se quedó esperando en el portal
frente a la oficina para ver si el cajero salía solo. Pasaron todos
los empleados y, finalmente, salió el cajero con el oficinista jefe.
Era inútil hablarle cuando estaba con el jefe. El hombre se sabía en
una posición desventajosa. Se había visto obligado a dar una abyecta
disculpa al señor Alleyne por su impertinencia, pero sabía la clase
de avispero que sería para él la oficina en el futuro. Podía
recordar cómo el señor Alleyne le había hecho la vida imposible al
pequeño Peake para colocar en su lugar a un sobrino. Se sentía
feroz, sediento y vengativo: molesto con todos y consigo mismo. El señor
Alleyne no le daría un minuto de descanso; su vida sería un
infierno. Había quedado en ridículo. ¿Por qué no se tragaba la
lengua? Pero nunca congeniaron, él y el señor Alleyne, desde el día
en que el señor Alleyne lo oyó burlándose de su acento de Irlanda
del Norte para hacerles gracia a Higgins y a la señorita Parker: ahí
empezó todo. Podría haberle pedido prestado a Higgins, pero nunca
tenía nada. Un hombre con dos casas que mantener, cómo iba, claro, a
tener...
Sintió que su corpachón dolido
echaba de menos la comodidad de la cantina. La niebla le calaba los
huesos y se preguntó si podría darle un toque a Pat en O'Neill's.
Pero no podría tumbarle más que un chelín —y de qué sirve un
chelín. Y, sin embargo, tenía que conseguir dinero como fuera: había
gastado su último penique en la negra y dentro de un momento sería
demasiado tarde para conseguir dinero en otro sitio. De pronto,
mientras se palpaba la cadena del reloj, pensó en la casa de préstamos
de Terry Kelly, en la Calle Fleet. ¡Trato hecho! ¿Cómo no se le
ocurrió antes?
Con paso rápido atravesó el
estrecho callejón de Temple Bar, diciendo por lo bajo que podían
irse todos a la mierda, que él iba a pasarla bien esa noche. El
dependiente de Terry Kelly dijo ¡Una corona! Pero el acreedor insistió
en seis chelines; y como suena le dieron seis chelines. Salió alegre
de la casa de empeño, formando un cilindro con las monedas en su
mano. En la Calle Westmoreland las aceras estaban llenas de hombres y
mujeres jóvenes volviendo del trabajo y de chiquillos andrajosos
corriendo de aquí para allá gritando los nombres de los diarios
vespertinos. El hombre atravesó la multitud presenciando el espectáculo
por lo general con satisfacción llena de orgullo, y echando miradas
castigadoras a las oficinistas. Tenía la cabeza atiborrada de
estruendo de tranvías, de timbres y de frote de troles, y su nariz ya
olfateaba las coruscantes emanaciones del ponche. Mientras avanzaba
repasaba los términos en que relataría el incidente a los amigos:
—Así que lo miré en frío, tú
sabes, y le clavé los ojos a ella. Luego lo miré a él de nuevo, con
calma, tú sabes. No creo que sea justo que usted me pregunte a mí
eso, díjele.
Chisme Flynn estaba sentado en su
rincón de siempre en Davy Byrne's y, cuando oyó el cuento, convidó
a Farrington a una media, diciéndole que era la cosa más grande que
oyó jamás. Farrington lo convidó a su vez. Al rato vinieron
O'Halloran y Paddy Leonard. Hizo de nuevo el cuento.
O'Halloran pagó una ronda de
maltas calientes y contó la historia de la contesta que dio al
oficinista jefe cuando trabajaba en la Callan's de la Calle Fownes's;
pero, como su respuesta tenía el estilo que tienen en las églogas
los pastores liberales, tuvo que admitir que no era tan ingeniosa como
la contestación de Farrington. En esto Farrington les dijo a los
amigos que la pulieran, que él convidaba.
¡Y quién vino cuando hacía su
catálogo de venenos sino Higgins! Claro que se arrimó al grupo. Los
amigos le pidieron que hiciera su versión del cuento y él la hizo
con mucha vivacidad, ya que la visión de cinco whiskys calientes es
muy estimulante. El grupo rugió de risa cuando mostró cómo el señor
Alleyne sacudía el puño en la cara de Farrington. Luego, imitó a
Farrington, diciendo, Y allí estaba mi tierra, tan tranquilo,
mientras Farrington miraba a la compañía con ojos pesados y sucios,
sonriendo y a veces chupándose las gotas de licor que se le escurrían
por los bigotes.
Cuando terminó la ronda se hizo
una pausa. O'Halloran tenía algo, pero ninguno de los otros dos parecía
tener dinero; por lo que el grupo tuvo que dejar el establecimiento a
pesar suyo. En la esquina de la Calle Duke, Higgins y Chisme Flynn
doblaron a la izquierda, mientras que los otros tres dieron la vuelta
rumbo a la ciudad. Lloviznaba sobre las calles frías y, cuando
llegaron a las Oficinas de Lastre, Farrington sugirió la Scotch House.
El bar estaba colmado de gente y del escándalo de bocas y de vasos.
Los tres hombres se abrieron paso por entre los quejumbrosos
cerilleros a la entrada y formaron su grupito en una esquina del
mostrador. Empezaron a cambiar cuentos. Leonard les presentó a un
tipo joven llamado Weathers, que era acróbata y artista itinerante
del Tívoli. Farrington invitó a todo el mundo. Weathers dijo que
tomaría una media de whisky del país y Apollinaris. Farrington, que
tenía noción de las cosas, les preguntó a los amigos si iban a
tomar también Apollinaris; pero los amigos le dijeron a Tim que
hiciera el de ellos caliente. La conversación giró en tomo al
teatro. O'Halloran pagó una ronda y luego Farrington pagó otra, con
Weathers protestando de que la hospitalidad era demasiado irlandesa.
Prometió que los llevaría tras bastidores para presentarles algunas
artistas agradables. O'Halloran dijo que él y Leonard irían pero no
Farrington, ya que era casado; y los pesados ojos sucios de Farrington
miraron socarrones a sus amigos, en prueba de que sabía que era
chacota. Weathers hizo que todos bebieran una tinturita por cuenta
suya y prometió que los vería algo más tarde en Mulligan's de la
Calle Poolbeg.
Cuando la Scotch House cerró se
dieron una vuelta por Mulligan's. Fueron al salón de atrás y
O'Halloran ordenó grogs para todos. Empezaban a sentirse entonados.
Farrington acababa de convidar a otra ronda cuando regresó Weathers.
Para gran alivio de Farrington esta vez pidió un vaso de negra. Los
fondos escaseaban, pero les quedaba todavía para ir tirando. Al rato
entraron dos mujeres jóvenes con grandes sombreros y un joven de
traje a cuadros y se sentaron en una mesa vecina. Weathers los saludó
y le dijo a su grupo que acababan de salir del Tívoli. Los ojos de
Farrington se extraviaban a menudo en dirección a una de las mujeres.
Había una nota escandalosa en su atuendo. Una inmensa bufanda de
muselina azul pavoreal daba vueltas al sombrero para anudarse en un
gran lazo por debajo de la barbilla; y llevaba guantes color amarillo
chillón, que le llegaban al codo. Farrington miraba, admirado, el
rollizo brazo que ella movía a menudo y con mucha gracia; y cuando, más
tarde, ella le devolvió la mirada, admiró aún más sus grandes ojos
pardos. Todavía más lo fascinó la expresión oblicua que tenían.
Ella lo miró de reojo una o dos veces y cuando el grupo se marchaba,
rozó su silla y dijo Oh, perdón con acento de Londres. La vio salir
del salón en espera de que ella mirara para atrás, pero se quedó
esperando. Maldijo su escasez de dinero y todas las rondas que había
tenido que pagar, particularmente los whiskys y las Apollinaris que
tuvo que pagarle a Weathers. Si había algo que detestaba era un
gorrista. Estaba tan bravo que perdió el rastro de la conversación
de sus amigos.
Cuando Paddy Leonard le llamó la
atención se enteró de que estaban hablando de pruebas de fortaleza física.
Weathers exhibía sus músculos al grupo y se jactaba tanto que los
otros dos llamaron a Farrington para que defendiera el honor patrio.
Farrington accedió a subirse una manga y mostró sus bíceps a los
circunstantes. Se examinaron y comprobaron ambos brazos y finalmente
se acordó que lo que había que hacer era pulsar. Limpiaron la mesa y
los dos hombres apoyaron sus codos en ella, enlazando las manos.
Cuando Paddy Leonard dijo ¡Ahora!, cada cual trató de derribar el
brazo del otro. Farrington se veía muy serio y decidido.
Empezó la prueba. Después de
unos treinta segundos, Weathers bajó el brazo de su contrario poco a
poco hasta tocar la mesa. La cara color de vino tinto de Farrington se
puso más tinta de humillación y de rabia al haber sido derrotado por
aquel mocoso.
—No se debe echar nunca el peso
del cuerpo sobre el brazo —dijo—. Hay que jugar limpio.
—¿Quién no jugó limpio?
—dijo el otro.
—Vamos, de nuevo. Dos de tres.
La prueba comenzó de nuevo. Las
venas de la frente se le botaron a Farrington y la palidez de la piel
de Weathers se volvió tez de peonía. Sus manos y brazos temblaban
por el esfuerzo. Después de un largo pulseo Weathers volvió a bajar
la mano de su rival, lentamente, hasta tocar la mesa. Hubo un murmullo
de aplauso de parte de los espectadores. El dependiente, que estaba de
pie detrás de la mesa, movió en asentimiento su roja cabeza hacia el
vencedor y dijo en tono confianzudo:
—¡Vaya! ¡Más vale maña!
—¿Y qué carajo sabes tú de
esto? —dijo Farrington furioso, cogiéndola con el hombre—. ¿Qué
tienes tú que meter tu jeta en esto?
—¡Quietos, quietos! —dijo
O'Halloran, observando la violenta expresión de Farrington—. A
ponerse con lo suyo, caballeros. Un sorbito y nos vamos.
Un hombre con cara de pocos amigos
esperaba en la esquina del puente de O'Connell el tranvía que lo
llevaría a su casa. Estaba lleno de rabia contenida y de
resentimiento. Se sentía humillado y con ganas de desquitarse; no
estaba siquiera borracho; y no tenía más que dos peniques en el
bolsillo. Maldijo a todos y a todo. Estaba liquidado en la oficina,
había empeñado el reloj y gastado todo el dinero; y ni siquiera se
había emborrachado. Empezó a sentir sed de nuevo y deseó regresar a
la caldeada cantina. Había perdido su reputación de fuerte,
derrotado dos veces por un mozalbete. Se le llenó el corazón de
rabia, y cuando pensó en la mujer del sombrerón que se rozó con él
y le pidió ¡Perdón!, su furia casi lo ahogó.
El tranvía lo dejó en Shelbourne
Road y enderezó su corpachón por la sombra del muro de las barracas.
Odiaba regresar a casa. Cuando entró por el fondo se encontró con la
cocina vacía y el fogón de la cocina casi apagado. Gritó por el
hueco de la escalera:
—¡Ada! ¡Ada!
Su esposa era una mujercita de
cara afilada que maltrataba a su esposo si estaba sobrio y era
maltratada por éste si estaba borracho. Tenían cinco hijos. Un niño
bajó corriendo las escaleras.
—¿Quién es ése? —dijo el
hombre, tratando de ver en la oscuridad.
—Yo, papá.
—¿Quién es yo? ¿Charlie?
—No, papá, Tom.
—¿Dónde se metió tu madre?
—Fue a la iglesia.
—Vaya... ¿Me dejó comida?
—Sí, papá, yo...
—Enciende la luz. ¿Qué es esto
de dejar la casa a oscuras? ¿Ya están los otros niños en la cama?
El hombre se sentó pesadamente a
la mesa mientras el niño encendía la lámpara. Empezó a imitar la
voz blanca de su hijo, diciéndose a media: A la iglesia. ¡A la
iglesia, por favor! Cuando se encendió la lámpara, dio un puñetazo
en la mesa y gritó:
—¿Y mi comida?
—Yo te la voy... a hacer, papá
—dijo el niño.
El hombre saltó furioso,
apuntando para el fogón.
—¿En esa candela? ¡Dejaste
apagar la candela! ¡Te voy a enseñar por lo más sagrado a no
hacerlo de nuevo!
Dio un paso hacia la puerta y sacó
un bastón de detrás de ella.
—¡Te voy a enseñar a dejar que
se apague la candela! —dijo, subiéndose las mangas para dejar libre
el brazo.
El niño gritó Ay, papá y le dio
vueltas a la mesa, corriendo y gimoteando. Pero el hombre le cayó
detrás y lo agarró por la ropa. El niño miró a todas partes
desesperado pero, al ver que no había escape, se hincó de rodillas.
—¡Vamos a ver si vas a dejar
apagar la candela otra vez! —dijo el hombre, golpeándolo
salvajemente con el bastón—. ¡Vaya, coge, maldito!
El niño soltó un alarido de
dolor cuando el palo le cortó el muslo. Juntó las manos en el aire y
su voz tembló de terror.
—¡Ay, papá! —gritaba—. ¡No
me pegues, papaíto! Que voy a rezar un padrenuestro por ti ... Voy a
rezar un avemaría por ti, papacito, si no me pegas... Voy a rezar un
padrenuestro...