BORGES, JORGE LUIS
El hombre que desembarcó en Buenos Aires
en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en
1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca
municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo
materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que
murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la
discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre
germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un
estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja
espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del
Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo
voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había
logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de
las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la
larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia
lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta
de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio
preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le
aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas
distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de
Las Mil y Una Noches de Weil, ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que
bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó
la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la
puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de
sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar
le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba
despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre
lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar
pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían
que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le
maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como
ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo
condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle
una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una
habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y
conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo
sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el
vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo.
Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los
días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había
estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su
boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió;
odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le
erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas,
pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una
septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias
físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar
en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba
reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia.
Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había
llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a
Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano,
era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La
ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le
infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios.
Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos
antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras,
las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día,
todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía
repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en
un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva
edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el zaguán,
el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó
bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de
Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una
divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café,
la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica)
y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que
estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la
sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y
dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches
arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y
Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha,
era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y
secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego
la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que
Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a
su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la
mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus
milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (un el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya
remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido. Mañana me
despertare en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres:
el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro,
encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de
ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los
trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda;
vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran
casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados
que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era
harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario. Alguna vez durmió y en
sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce
del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo.
También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el
andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la
móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra
elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo
tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces
no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y
Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura
fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el
tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y
apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no
trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le
importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las
vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún
vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un
comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras. Dahlmann aceptó la caminata
como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final
exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos
para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio,
aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su
bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en
acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había
unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que
lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre,
oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a
aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann,
al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba,
inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y
pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una
sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una
eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el
largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con
gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no
quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el
campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro.
El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos
vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada
por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los
tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de
chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto.
Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de
vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso
era todo, pero alguien se la había tirado. Los de la otra mesa parecían ajenos a
él. Dalhmann. perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de
Las Mil y Una Noches; como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los
pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba
asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara
arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie
cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que
estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la
provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba
contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado
al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan
Dahlmann, lo injurió a gritos. como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su
borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas
palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos,
lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que
Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió. Desde un
rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del
Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como
si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a
recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo
comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría
para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado
con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de
que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran
permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al
atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y
acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en
la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él,
entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera
elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la
llanura.
Las ruinas circulares
And if he left off dreaming about you...
Through the Looking-Glass, VI
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú
sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el
hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas
que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma
zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es
que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente,
sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado
y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de
piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese
redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva
palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres.
El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin
asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no
por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese
templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles
incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo
propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata
obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable
de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron
que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban
su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla
dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería
soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la
realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si
alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida
anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y
despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores
también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El
arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo,
consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza
dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que
era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban
las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a
una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones
de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y
procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de
aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y
lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia,
consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los
impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente.
Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar
de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y si de aquellos que
arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos
de amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los últimos
preexistían un poco más.
Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba
sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio
ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino,
díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo
desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su
progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al
maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino.
El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana
luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había
soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se
abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la
cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo
rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado
unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi
perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que
se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque
penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que
tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara.
Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme
alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo
Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había
malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo
logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese
período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de
la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río,
adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre
poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate
en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo
soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor
evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a
corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y
muchos ángulos.
La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el
corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó
durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y
emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al
esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil.
Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni
podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra
ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el
Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre
casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido
destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó
a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró
su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua.
La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez
esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese
múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo
circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que
mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas,
excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso.
Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo
despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo
glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el
soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años)
a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le
dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada
días las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso
deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había
acontecido. . . En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba:
Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera
y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que
embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre.
Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta
amargura que su hijo estaba listo para nacer—y tal vez impaciente. Esa noche lo
besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río
abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no
supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros)
le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la
tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando
que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas
abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres.
Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente
se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba
colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis.
Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en
años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver
sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de
hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del
dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la
única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al
principio, acabó por atormentarlo.
Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo
su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de
otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le
interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o
felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado
entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos.
Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como
un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía
de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches,
después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace
muchos siglos.
Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En
un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio
concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego
comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus
trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos
lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con
humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro
estaba soñándolo.
(De «El jardín de senderos que se bifurcan», 1941)