BECQUER, ADOLFO

 

 

El Beso

El monte de las animas

Los ojos verdes

 

 

 

El beso
(Leyenda toledana)

I
Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de
la histórica Toledo, sus jefes, que ignoraban el peligro a que se exponían en
las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron
por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.
Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la Casa de
Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente, comenzaron a invadir el
asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en
cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se
encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a
referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros
capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen
desde la Puerta del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso
golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales,
entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y
fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de
unos treinta pasos de su gente, hablando a media voz con otro, también militar,
a lo que podía colegirse por su traje. Este, que caminaba a pie delante de su
interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por
entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
- Con verdad - decía el jinete a su acompañante - que si el alojamiento que se
nos prepara es tal y como me lo pintas, casi casi sería preferible arrancharnos
en el campo o en medio de una plaza.
- ¿Y qué queréis mi capitán? - contestóle el guía, que efectivamente era un
sargento aposentador -. En el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuando más
un hombre; de San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la
que duermen quince húsares. El convento adonde voy a conduciros no era mal
local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una
de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido
conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
- En fin - exclamó el oficial, después de un corto silencio y como resignándose
con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba -; más vale incómodo
que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan
las nubes, estaremos a cubierto y algo es algo.
Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes, precedidos del guía,
siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo
fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su
campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados desiguales y oscuros.
- He aquí vuestro alojamiento - exclamó el aposentador al divisarle y
dirigiéndose al capitán, que después que hubo mandado hacer alto a la tropa,
echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos del guía y se dirigió hacía el
punto que éste le señalaba.
Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los
soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le
eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido
arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las
noches.
Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos
para penetrar en el interior del templo.
A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras
de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica
sombra del sargento aposentador, que iba precediéndole, recorrió la iglesia de
arriba abajo, y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que
una vez hecho cargo del local mandó echar pie a tierra a su gente, y hombres y
caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada; en el altar
mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos jirones del velo con que le
habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las
naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas;
en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura
sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse
aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones
góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a lo largo
del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos
e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra, que, unas tendidas, otras de
hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del
ruinoso edificio.
A cualquier otro menos molido que el oficial de dragones, el cual traía una
jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos
sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes
de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e
imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en voz
alta del improvisado cuartel, el metálico golpe de las espuelas, que resonaban
sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que
piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban
sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por
todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de
eco en eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas
peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó
colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose
como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco
minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de
Madrid.
Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poco
a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.
A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las
rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves
nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los
muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba envuelto
en los anchos pliegues de su capote, a lo largo del pórtico.
II
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como
extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los
tesoros de arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un
poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.
Los oficiales del ejército francés, que a juzgar por los actos de vandalismo con
que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían
menos de artistas o arqueólogos; no hay para qué decir que se fastidiaban
soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper
la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales era acogida con avidez
entre los ociosos; así es que la promoción al grado inmediato de uno de sus
camaradas, la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la
salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la
ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de
comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirle, sirviendo de
base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.
Como era de esperar, entre los oficiales que, según tenían costumbre, acudieron
al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo
platillo de otra cosa que de la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el
anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su
viaje. Cerca de una hora hacía que la conversación giraba alrededor de este
asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién
venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo del colegio, había
citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció
al fin nuestro bizarro capitán, despojado de su ancho capotón de guerra,
luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul
turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que
resonaban arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y
agudo de sus espuelas de oro.
Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se
adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en
quienes había despertado la curiosidad y la gana de conocerle, los pormenores
que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño.
Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y
preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre
las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los
amigotes muertos o ausentes, rodando de uno en otro asunto la conversación vino
a para el tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de
distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.
Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que por lo visto, tenía noticia
del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente
en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:
- Y a propósito del alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que
ocupáis?
- Ha habido de todo - contestó el interpelado, pues si bien es verdad que no he
dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El
insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
- ¡Una mujer! - repitió su interlocutor, como admirándose de la buena fortuna
del recién venido -. Eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
- Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle
más soportable el ostracismo, añadió otro de los del grupo.
- ¡Oh, no! - dijo entonces el capitán -; nada menos que eso. Juro, a fe de quien
soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo
alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
- ¡Contadla! ¡contadla! - exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al
capitán, y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor
atención a sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos términos.
- Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece
leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar
sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo horrible, un estruendo
tal que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca
de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.
» Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de
esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos
de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a
disgustos a los necesitados de reposo.
» Renegando entre dientes de la campana y del campanero que toca, disponíame,
una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a seguir nuevamente el hilo del
interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis
ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el
templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi una mujer
arrodillada junto al altar.

 



El monte de las ánimas


La Noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doblar de las campanas. Su
tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco
en Soria.
Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada la imaginación es un
caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el
rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca,
no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el mismo
lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con
miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire
de la noche.
Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.
I
- Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los
cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los
Santos y estamos en el Monte de las Animas.
- ¡Tan pronto!
- A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las
nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras, pero hoy es imposible.
Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos
comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
- ¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
- No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace
un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré
la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y
de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus
hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
- Ese monte que hoy se llama de las Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo
convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y
religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de
lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en
ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido
defenderla como solos la conquistaron.
» Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad
fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros
tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus
necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una
gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los "clérigos
con espuelas", como llamaban a sus enemigos.
» Cundió la voz del reto, y nada fue parte para detener a los unos en su manía
de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se
llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente
tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una
cacería; fue una batalla espantosa. El monte quedó sembrado de cadáveres. Los
lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último,
intervino la autoridad del rey; el monte, maldita ocasión de tantas desgracias,
se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo
monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a
arruinarse.
» Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola
la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones
de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y
los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan
horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas
de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos el Monte
de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al
extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al
resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se
perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del
palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando
algunos grupos de damas y caballeros que, alrededor de la lumbre, conversaban
familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del
salón.
Sólo dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso.
Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la
llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de
Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la Noche de Difuntos, cuentos temerosos en
que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel, y las
campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y
triste.
- Hermosa prima - exclamó al fin Alonso, rompiendo el largo silencio en que se
encontraban -, pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas
llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y
patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por
algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló
en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
- Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta aquí has venido - se
apresuró a añadir el joven -. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en
perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas
cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que
viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra
cautivó tu atención.
» ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha
prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y
ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
- No sé en el tuyo - contestó la hermosa -; pero en mi país una prenda recibida
compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente
de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al
joven que, después de serenarse, dijo con tristeza:
- Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos;
hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya,
sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada
voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que
hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las
campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este
modo:
- Y antes que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se
celebra el mío, y puedes sin atar tu voluntad dejarme un recuerdo, ¿no lo harás?
- dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago,
iluminada por un pensamiento diabólico.
- ¿Por qué no? - exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho, como para
buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de
oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
- ¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que no sé qué
emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
- Sí.
- Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
- ¡Se ha perdido! ¿Y dónde? - preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y
con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
- No sé..., en el monte acaso.
- ¡En el Monte de las Ánimas! - murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el
sitial -; ¡en el Monte de las Ánimas!
Luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda:
- Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces: en la ciudad, en toda Castilla,
me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en
los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión, imagen de la
guerra, todos los bríos de mi juventud; todo el ardor hereditario de mi raza. La
alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo
conozco sus guaridas y sus costumbres; yo he combatido con ellas de día y de
noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el
peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso
como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche..., ¿a qué ocultártelo?, tengo
miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero,
las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de
entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede
helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o
arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra
el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de
Beatriz, que cuando hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras
atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de
mil colores:
- ¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante
friolera! ¡Una noche tan oscura, Noche de Difuntos y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no
pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte se
puso en pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que
estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con voz firme exclamó dirigiéndose a
la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en revolver
el fuego:
- Adiós, Beatriz, adiós, Hasta pronto.
- ¡Alonso, Alonso! - dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o
aparentó querer detenerlo, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La
hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus
mejillas, prestó oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se
desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire
zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo
lejos.
III
Había pasado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, cuando
Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, cuando en menos de una hora
pudiera haberlo hecho.
- ¡Habrá tenido miedo! - exclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y
encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar
algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya
no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se
durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las
vibraciones de las campanas, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos.
Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre, pero lejos, muy lejos, y
por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
- Será el viento - dijo -, y poniéndose la mano sobre su corazón procuró
tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de
alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con chirrido agudo,
prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a
su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y
aquellas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio lleno
de rumores extraños, el silencio de la medianoche, con un murmullo monótono de
agua distante, lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras
ininteligibles, ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se
arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten,
estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve, y
cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó
un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a
escuchar; nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos
que se movían en todas las direcciones, y cuando, dilatándolas, las fijaba en un
punto, nada, oscuridad de las sombras impenetrables.
- ¡Bah! - exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de
raso azul del lecho -. ¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón
palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos, intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo
sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más
aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían
rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor
de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su
compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban,
y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un
grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y
contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía
con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las
ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, y otras
distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció
eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora; vuelta de su temor entreabrió los
ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de
terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de
seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a
reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo,
sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el
reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que fue a
buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del
primogénito de Alcudiel, que por la mañana había aparecido devorado por los
lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil,
crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho,
desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los
miembros, muerta, ¡muerta de horror!
IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la
noche de Difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día,
antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas terribles. Entre otras,
se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles
de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración
con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir
como a una fiera a una mujer hermosa y pálida y desmelenada que, con los pies
desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de
la tumba de Alonso.

 



Los ojos verdes

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.
Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la
primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si
en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales
ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan
sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos
modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en éste
que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.
I
- Herido va el ciervo, herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre
entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus
piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta
años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de
Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas
trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de hierro
en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Alamos y si la
salva antes de morir podemos darlo por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el
latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva
furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto
que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a
propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas,
jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta,
las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una
trocha que conducía a la fuente.
- ¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! - gritó Iñigo entonces -. ¡Estaba de Dios que
había de marcharse!.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron,
refunfuñando, la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de
Argensola, el primogénito de Almenar.
- ¿Qué haces? - exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el
asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos -. ¿Qué haces, imbécil?
¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y
abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del
bosque!. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
- Señor - murmuró Iñigo entre dientes -, es imposible pasar de este punto.
- ¡Imposible! ¿Y por qué?
- Porque esa trocha - prosiguió el montero - conduce a la fuente de los Alamos:
la fuente de los Alamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa
enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res, habrá salvado sus
márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna
calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan
un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.
- ¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé
el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único
que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo
ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le
fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelco
en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si
llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus,
caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu
serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta
que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos,
como él, permanecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al fin:
- Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su
caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven
valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que
pruebe a pasar el capellán con su hisopo.
II
- Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el
día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los
Alamos, en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con
sus hechizos.
» Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de
vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os
persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y
permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y
volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los
despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os
quieren?
Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente
astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al
resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su
servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
- Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has
vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de
cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso,
una mujer que vive entre sus rocas?
- ¡Una mujer! - exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
- Sí - dijo el joven -, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña...
Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi
corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a
desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí
existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.
El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto
al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos... Éste,
después de coordinar sus ideas, prosiguió así:
- Desde el día en que, a pesar de tus funestas predicciones, llegué a la fuente
de los Alamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra
superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.
» Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una
peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de
las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse
brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen
entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las
abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman
un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan
sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas, otras con
suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible.
Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor
cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las
aguas de la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya
inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
» Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en
aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las
plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del
agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que
reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
» Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte,
no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a
sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura!
El día en que salté sobre ella en mi Relámpago, creí haber visto brillar en su
fondo una cosa extraña..., muy extraña...: los ojos de una mujer.
» Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez
sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices
parecen esmeraldas..., no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una
mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar
una persona con unos ojos como aquellos.
» En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
» Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño..., pero no, es
verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora... Una tarde
encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las
aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus
cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las
pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí; porque los
ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos
de un color imposible, unos ojos...
- ¡Verdes! - exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de
un salto en su asiento. Fernando lo miró a su vez como asombrado de que
concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de
alegría:
- ¿La conoces?
- ¡Oh, no! - dijo el montero -. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al
prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu,
trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo
os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los
álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito
de haber encenagado sus ondas.
- ¡Por lo que más amo! - murmuró el joven con una triste sonrisa.
- Sí - prosiguió el anciano -; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las
lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor,
que os ha visto nacer.
- ¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi
padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar
todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos
ojos... ¡Cómo podré dejar yo de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los
párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con
acento sombrío:
- ¡Cúmplase la voluntad del Cielo!
III
- ¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro
en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores
que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves
como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo
siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos
por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla,
elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas
de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el
fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito
de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano
arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Uno de sus
rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un
rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias
brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar
algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el
de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.
- ¡No me respondes! - exclamó Fernando al ver burlada su esperanza -. ¿Querrás
que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber
si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
- O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas
se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado
por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:
- Si lo fueses..., te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino
amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.
- Fernando - dijo la hermosa entonces, con una voz semejante a una música -, yo
te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un
espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer
digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas
aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y
ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro;
antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del
vulgo, como a un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica
hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al
borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
- ¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes
hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y
corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has
soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla
del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos
llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus
himnos de amor; ven..., ven...
La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del
lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban
en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas
infectas... «Ven, ven...» Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como
un conjuro. «Ven...» y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde
estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso...
Fernando dio un paso hacia ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y
flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios
ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un
rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus
círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las
orillas.